Horizonte

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Han pasado cuatro años.

El mar nunca para de sorprenderlo, de golpearle, de demostrarle que por más que le recorriera siempre habría algo nuevo. Un hombre, una maldición, seres mitológicos o de leyenda, guerras, perdidas. Todo le aterraba como le fascinaba, no podía parar de ser el perro de aquel inmenso mundo, pero...

Pero...

Esa contraposición le ha seguido por esos largos años, incluso hasta en el mundo de los muertos le siguió, repitiéndose todas las noches y medios días. Sin miramientos, sin contemplación, cruel y tan malditamente adictiva. Caía una, otra, y otra vez. No le importó cuántas veces aquella imagen le torturó, era agonizante. Nefasta. Sin embargo, le necesitaba para saber que todo aquello no fue sólo algo pasajero, algo típico cada vez que tocaba tierra. Y aunque era un demente por dejarse arrastrar de tal forma, no podía dejar de sentir el éxtasis, el clímax. Sentimientos fugaces sustituidos por la traición, el abandono, el cambio; todo era un engranaje. Una máquina que seguía con la cuerda de la marea.

Aun así, no le busco, él vino a su barco. Nuevamente le pedía su ayuda para encontrar a su padre. Cedió. Sucumbió ante aquel par de gemas que eran un pendiente en su oreja y corazón. No obstante, él tenía sus propias batallas que lidiar y enfrentar. Ya había sido rescatado una vez del mundo muerto, dos no. No más se dijo.

Y así como se encontraron se separaron, no esperó un momento para jalarle, robarle un beso y quizá... sólo quizá, otra noche más. ¿Cobarde le dicen? Si, puede ser, pero era un cobarde que aprendió a temerle al amor, esa cosa capaz de anclarle, de alejarle de su presido abismo. No gracias. Fue capaz de abandonar a un amor de antaño en el altar por él y no dudaría en hacerlo de nuevo, no importaba si se arrepentía cuando el tiempo y cuerpo le pasarán factura de toda una vida en altamar.

Navegaba tranquilo, sin ninguna aventura próxima, se daría el lujo de ir al son del viento y la marea. Sus hombres caminaban o dormían en cualquier parte del barco, otros se columpiaban o se quedaban en alguna de las vergas observando el horizonte. Evitaba cerrar los ojos, soñar, caer en la nebulosa del inconsciente porque ahí, es donde radicaba su mayor tormento. Su delirio personal, pero por más que lo intentaba, nada lograba erradicar del todo eso.

Mientras se abstraía entre su mente y el horizonte, igual que sus hombres, no se percató del navío saliente de las aguas saladas cual ballena. No hasta que el fuerte estruendo característico del choque contra el mar les alertó, todo el personal se puso en marcha, se prepararon para una confrontación, una batalla donde de ser posible habría pocas bajas o ninguna. La tabla de puente fue puesta contra el barandal de su barco, su segundo al mando, Ryota, le observó esperando la orden, más esta no llegó. Ni siquiera se pudo formular porque él mismo se encontraba sumamente sorprendido por lo que acontecía, aquello debía ser una alucinación causada por el calor. Una muy maldita.

Estar mucho tiempo en altamar le estaba afectando.

Cinco hombres abordaron, el capitán, suposición infundada por la vestimenta negra con una chaqueta que acariciaba el suelo y se ondeaba con el viento, el rostro era obstruido por un sombrero, notando la espada y el arma colgando a los costados de su cadera. No distingue color de cabello, piel e iris. En definitiva, el capitán de aquella tripulación.

Con su característico arrastre de pies y movimientos de dedos se acercó, con una mano les ordenó a los demás no atacar, pero no bajar la guardia.

–Normalmente se muestra una bandera blanca antes de abordar el barco de otro pirata. – A una distancia prudente se quedó del hombre, detrás de él, Ryota.

–Lástima que las normas no se apliquen en mí. – Esa voz. – ¿O sí? Capitán Daiki Aomine.

El capitán no grito porque su cerebro decidió hacer, en ese instante, corto circuito. Observa sin mirar. Sus ojos no podían despegarse de aquel ser etéreo. Eso no podía estarle pasando, no cuando por fin había conseguido resignarse a no pertenecerle. A no tocarle. A no...

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