capltulo 2

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Henry Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia va- cía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enferme- ras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, sua- ves y sedosos como las mejillas de innumerables querubines, pero de querubines que bajo aquella luz brillante, no se veían rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mexicanos y hasta colorados a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o páli- dos como la muerte, pálidos con la blancura postrera del mármol. Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
—Coloquen los libros —ordenó el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarro- nes de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.
—Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una espe- cie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y to- dos vestían de color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.
—Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
—Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros. Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una

nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes pá- ginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron peque- ños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
El director se frotó las manos.
—¡Estupendo! —exclamó—. Ni hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manitas se ten- dían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfi- guradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:
—Pongan atención. —Y levantando la mano dio la señal.
La Enfermera Jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una si- rena. Penetrantes timbres de alarma sonaron enloquecedoramente. Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus ros- tros aparecían convulsos de terror.
—Y ahora —gritó el director (porque el estruendo era ensorde- cedor)—, ahora pasaremos a reforzar la lección con una pequeña descarga eléctrica.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la Enfermera Jefe pul- só otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbita- mente de tono. Había algo desesperado, algo casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agi- taban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.
—Podemos electrificar toda esta zona del suelo —gritó el director, como explicación—. Pero ya basta.
E hizo otra señal a la enfermera.
Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en el llanto normal del terror ordinario.
—Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las ro- sas, a la sola vista de las alegres y coloreadas imágenes de los ga- titos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.

—Observen —dijo el director, en tono triunfal—. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
—Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio instin- tivo hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitiva- mente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida. —El director se volvió hacia las enfermeras—. Llévenselos. Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.
Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque comprendía per- fectamente que no podía permitirse que los miembros de una casta baja malgastaran el tiempo de la Comunidad en libros, y que siempre existía el riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desdicha, des- truir uno de sus reflejos condicionados, sin embargo... bueno, no po- día comprender lo de las flores. ¿Por qué tomarse la molestia de ha- cer psicológicamente imposible para los Deltas el amor a las flores? Pacientemente, el D.I.C. se explicó. Si se inducía a los niños a chillar a la vista de una rosa, ello obedecía a una alta política eco- nómica. No mucho tiempo atrás (aproximadamente un siglo), los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido condiciona- dos de modo que les gustaran las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El propósito, entonces, estribaba en inducirles a salir al campo en toda oportunidad, con el fin de que consumieran transporte.
—¿Y no consumían transporte? —preguntó el estudiante.
—Mucho —contestó el D.I.C—. Pero sólo transporte.
Las flores y los paisajes— explicó—, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir transporte. Porque, desde luego, era esencial, que si- guieran deseando ir al campo, aunque lo odiaran. El problema residía en hallar una razón económica más poderosa para con- sumir transporte que la mera afición a las flores y los paisajes. Y la encontraron. Condicionamos a las clases bajas de modo que odien el campo —concluyó el director—: Pero    simultáneamente

las condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, velamos para que todos los deportes al aire libre entrañen el uso de aparatos complicados. Así, además de trans- porte, consumen artículos manufacturados. De ahí estas descar- gas eléctricas.
—Comprendo —dijo el estudiante.
Y mudo de admiración, permaneció en silencio.
El silencio se prolongó; después, aclarándose la garganta, el di- rector empezó:
—Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía en la Tierra, hubo un chiquillo que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es el polaco, desde luego.
—Una lengua muerta.
—Como el francés y el alemán —agregó otro estudiante, exhi- biendo oficiosamente sus conocimientos.
—¿Y saben lo que es un “padre”? —preguntó el D.I.C.
Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonroja- ron. Todavía no habían aprendido a identificar la importante, pero a menudo muy sutil distinción, entre obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.
—Los seres humanos antes eran... —vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno…eran vivíparos.
—Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación.
—Y cuando los niños eran decantados... cuando nacían—vino la corrección—. Bueno, pues entonces eran los padres... Quiero de- cir, no los niños, desde luego, sino los otros.
El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.
—En suma —resumió el director—. Los padres eran el padre y   la madre.—La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre —repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemen- te—: estos hechos son desagradables, lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son  desagradables.
—Pero volvamos al pequeño Reuben, en cuya habitación, una no- che, por descuido, su padre y su madre (¡lagarto, lagarto!) dejaron la radio encendida. (Porque deben ustedes recordar que en aque- llos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado). Mientras el chiquillo dormía, de pronto la radio empe-

zó a dar un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran asombro de sus… lagarto… y… lagarto (los muchachos más atrevidos sonrieron mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo (uno de los pocos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros), George Bernard Shaw, quien hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces, de su propia obra. Para los... (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, desde luego, perfectamente incomprensible, y, sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente, enviaron a buscar a un médico. Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había radiado la noche anterior, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una comunicación a las publicaciones médicas acerca de ello.
—El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto—. El D.I.C. hizo una pausa efectista.
El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad.
—El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años des- pués de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer   Modelo
T. —Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes lo imitaron con respeto. Frenéticamente, los estudiantes garrapateaban: “Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) ...”
—Estos primeros experimentos —les decía el D.I.C.— seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía con- vertirse en un instrumento de educación intelectual; pero relataré un ejemplo que marca el error: Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practi- cado en el lado de una caja, una voz habla suavemente:
—El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que el Mis- sissippi-Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud...
A la mañana siguiente, alguien dice:
—Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África? El chiquillo niega con la cabeza.

—Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: El Nilo es el...?
—El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longi- tud-de-todos-los-ríos-del- globo... —Las palabras brotan caudalo- samente de sus labios—. Aunque-es-poco-menos- largo-que...
—Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África? Los ojos aparecen vacíos de expresión. —No lo sé.
—Pues el Nilo, Tommy.
—¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy? Tommy rompe a llorar.
—No lo sé —solloza.
Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se vol- vió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, la longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata.
—Por el contrario, debían haber empezado por la educación mo- ral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estu- diantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional.
—Silencio, silencio— susurró un altavoz, cuando salieron del as- censor, en la decimocuarta planta, y —silencio, silencio— repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los pasi- llos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a cami- nar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido condicionados. Silencio, silencio. El aire en todo el piso de la planta decimocuarta vibraba con aquella orden categórica.
Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una res- piración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.
En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.
—¿Cuál es la lección de esta tarde? —preguntó éste.
—Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemen- tal —contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Con- ciencia de Clase Elemental.

El director pasó lentamente a lo largo de la hilera de literas. Son- rosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susu- rro. El D.I.C. se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente.
—¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz.
Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor.
—...todos visten de color verde —dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta.
Se produjo una pausa; después la voz continuó:
“Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más dura- mente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tan- to. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasia- do tontos para...”
El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su lívido fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.
—Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada.
Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y un vaho fé- tido, indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no se pueden hacer distinciones más sutiles, no se pueden inculcar formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las palabras, pero palabras sin razonamiento. Esto es en suma, la hipnopedia.
—La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.

Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.
El director volvió a accionar el interruptor.
“...terriblemente inteligentes —estaba diciendo la voz suave, in- sinuante e incansable—. de verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque...”
No precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan, que se incor- poran a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte en un solo bloque escarlata.
—Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas su- gestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestio- nes! —casi gritó el director, exaltado—. ¡Sugestiones del   Estado!
—Y descargó un puñetazo encima de una mesa—. Por lo tanto... Un rumor lo interrumpió y lo indujo a volverse.
—¡Oh, Ford! —exclamó, bajando la voz—. ¡Ya desperté a los niños!

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