capitulo 6

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“Extraño, extraño, muy extraño”. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan extraño, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferi- ble cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo México, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado su- mamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética sin atractivo, y nada más que vein- ticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decidi- damente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan económico. ¿Ha- bía ido con Jean-Jacquard Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una Reserva para Sal- vajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Más, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin em- bargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la mucha- cha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard...
“Le pusieron alcohol en el sustituto de sangre”. Esta era la expli- cación de Fanny para todas sus excentricidades. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente sobre su nuevo amante, Henry había comparado al pobre de Bernard con un rinoceronte.
—Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento.

¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente en su profesión. De lo contrario, el director lo hubie- se expulsado. Sin embargo —agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.
Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquie- tante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque,
¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostar- se; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Ber- nard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Elec- tromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consi- deraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
—¿Y para qué queremos el tiempo? —preguntó Lenina, un tanto asombrada.
“Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos”; por-   que esto fue lo que Bernard propuso. “Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales”.
—Para pasarla a solas contigo, Lenina.
—Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche. Bernard se sonrojó y desvió la mirada.
—Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.
—¿Hablar? Pero ¿de qué? ¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Am- sterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Fe- menino de Lucha de pesos pesados.
—Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre. Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar donde servían helados de soma, durante los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.
—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Un yo amargado y todo, antes que ser cualquier otro y alegre.
—Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia la copa de helado que le ofrecía.

—Vamos, no te enojes—dijo Lenina—. Recuerda que un solo gra- mo cura diez pasiones.
—¡Por Ford, calla de una vez! —gritó Bernard. Lenina se encogió de hombros.
—Siempre es mejor un gramo que una maldición —concluyó mientras se tomaba su helado.
Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en dete- ner la hélice impulsora y en permanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado el viento del Suroeste y el cielo aparecía nubloso.
—Mira —le ordenó Bernard.
—Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la venta- nilla. La horrorizó el sordo vacío de la noche, el oleaje negro, es- pumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga. — Pongamos la radio en seguida—. Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el ta- blero del aparato y lo conectó al azar.
—“...el cielo es azul en tu interior” —cantaban las dieciséis voces estremecidas—, “ y el buen tiempo siempre...”
Luego un chasquido, y el silencio. Bernard había apagado la radio.
—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido es- pantoso ni siquiera se puede mirar.
—Pero ¡si es preciosa! —protestó ella —, Yo no quiero mirar.
—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si... — vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del Cuerpo Social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.
—Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo pue- des hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del Cuerpo Social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones...
—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. “Hasta los Epsilo- nes son útiles”. Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!
Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes de- cir esto?
—¿Cómo puedo hablar así? —repitió Bernard en otro tono, me- ditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo

decirlo? Aunque, al fin y al cabo, sé perfectamente por qué, ¿qué sentiría si pudiera, si fuese libre, si me liberara de la esclavitud de mi condicionamiento?
—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuan- to quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard soltó una carcajada.
—Sí, “hoy día todo el mundo el feliz”. Eso es lo que les decimos a los niños desde los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la liber- tad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada de esto.
—¿No te gusta estar conmigo?
—Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
—Pensé que aquí estaríamos más... juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?
—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determina-  da a conservar intacta  su  incomprensión—.  Nada.  —Prosiguió en otro tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras ol- vidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió. Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser insinuante y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
—De acuerdo —dijo—; regresemos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda ve- locidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsora. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, pensó Lenina; pero no podía negarse que era una carcajada.

—¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos. “Gracias a Ford —pensó Lenina— ya está repuesto”.
Media hora más tarde se encontraba en las habitaciones de Ber- nard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.

—Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se en- contraron de nuevo en la azotea, al día siguiente por la tarde—. ¿Te divertiste ayer?
Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sa- cudida, y partieron.
—Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, dándose unas palmaditas en los muslos.
—Muchísimo—. Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. “Como un pedazo de carne”, pensaba.
Lenina lo miró con cierta ansiedad.
—Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?
Bernard negó con la cabeza. “Exactamente igual que un pedazo de carne”.
—¿Me encuentras al punto?
Otra afirmación muda de Bernard.
—¿En todos los aspectos?
—Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.
Y para sus adentros: “Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importa ser como la carne”.
Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido pre- matura.
—Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hu- biese preferido que todo terminara de otra manera.
—¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra?
—Yo no quería que acabáramos en la cama —especificó Bernard. Lenina se mostró asombrada.
—Quiero decir, no tan pronto, no el primer día.
—Pero, entonces, ¿qué era lo que querías...?
Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: “...probar el efecto que produce detener los    propios

impulsos”, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
—No dejes para mañana el placer que puedes tener hoy —dijo Lenina gravemente.
—Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los ca- torce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Ber- nard. Y su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.
—Cuando el individuo siente, la Comunidad peligra —citó Lenina.
—Bueno, ¿y por qué no he de hacerla peligrar un poco?
—¡Bernard!
Pero Bernard no parecía avergonzado.
—Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —pro- siguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.
—Nuestro Ford amaba a los niños.
Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:
—El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.
—No comprendo. —El tono de Lenina era firme.
—Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, “como niños”, en lugar de obrar como adultos, y esperar.
—Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, divertidísimo! —contestó Bernard. Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gordita.

—Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Le- nina le confió sus intimidades—. Eso es por el alcohol que le pusie- ron en el sustituto de sangre.
—Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. — Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan extraño.

Parte 2

Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del di- rector, Bernard tomó aliento, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro encontraría en el interior. Luego llamó y entró.

—Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con tanta naturalidad como le fue posible...
Y dejó el papel encima de la mesa.
El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del do- cumento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no po- día negarse. Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin comentarios, a devol- ver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.
—¿Se va a la Reserva de Nuevo México? —dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.
Interesado ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. So- brevino un silencio.
El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
—¿Cuánto hará de ello— dijo, más para sí mismo que dirigién- dose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos... —. Suspiró y movió la cabeza.
—Bernard se sentía sumamente molesto. ¡Un hombre tan con- vencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incu- rrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente censurable en que la gente hablara del pasado re- moto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo des- aprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué fuerza interior habría obedecido? A pesar de la molestia que experimentaba, Ber- nard escuchaba atentamente.
—Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo México y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. La muchacha que me acom- pañaba era una Beta-Menos, y me parece —cerró un momento los ojos para recordar—, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso... después... bueno, la chica se per-

dió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dor- mir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté, la chica no estaba. Y en aquel mo- mento estallaba una tormenta, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Des- pués pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba
—repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún puma. ¡Sólo Ford lo sabe! Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el Cuerpo Social persiste aunque sus células cambien. (Pero aquel consuelo hipnopédico no fue de mucha ayuda). —Movió la cabeza. —Todavía la sueño —, dijo el director en voz baja. —Sueño que los rayos me despiertan y que me encuentro con ella; sueño que la busco y la busco entre los árboles.
Y el director se sumió en un silencio evocador.
—Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi con envidia.
Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de cul- pabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mi- rarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.
—No vaya a pensar —dijo— que mantuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada exce- sivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal.
—Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial—. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan  vergonzoso, descargó  su  furia  en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente ma- ligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, señor Marx     —pro-

siguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no ten- gan forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emo- cional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Por esto, señor Marx, debo dirigirle esta    advertencia
—la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas de la decencia infantil—, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su traslado a algún Sub-Centro en Islandia. Buenos días.
Y, girando bruscamente su silla, tomó la pluma y empezó a escribir. “Esto le servirá de lección”, se dijo. Pero estaba equivocado. Por- que Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, jubiloso ante el pensamiento de que se hallaba solo, librando una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debe- ría enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas de ese tamaño. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbar una canción.
Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.—Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo. —Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.
Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de temas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de au-

tocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhi- bir una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, de pronto, Bernard, avergon- zado, se alejó.

Parte 3

El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anti- cipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 95 grados de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.
—Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal —reconoció Lenina.
Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, in- comparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anti- conceptivos calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuan- do entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móvi- les de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.
—¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles...!
—En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
Lenina se ofendió.
—Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es maravilloso porque..., bueno, porque el progreso es maravilloso, ¿no es verdad?
—Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo.
—¿Qué dijiste?

—Dije que el progreso es maravilloso. Por eso no debes ir conmi- go a la Reserva, a menos que lo desees de veras.
—Pues lo deseo.
—De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza. Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un por- tero negro Epsilon-Más pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmedia- tamente les hicieron pasar.
El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y de cabeza achatada, bajo, de piel colorada, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de con- sejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante...
—...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub—Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.
En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.
—...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléc- trica del Gran Cañón...
“Me costará una fortuna cuando vuelva”. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansable- mente. “Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson”.
—...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer. Cuando el Guardián había iniciado su retumbante perorata, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención e interés.
—Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.
La palabra “fugarse” era sugestiva. —¿Y si fuéramos allá? —sugi- rió Bernard, iniciando el movimiento de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

—No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que vol- viera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Ber- nard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva... Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, son- riendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo inde- cente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos... (El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir: —No me diga. —De- cepcionado, el Guardián reanudó la perorata).
—Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
“Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minu- to. Seis litros por hora”.
—Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos... Inclinándose sobre la mesa, el Guardián tamborileó con el dedo índice.
—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
—No me diga.
—Pues sí se lo digo, mi querida señorita.
Seis por veinticuatro... no, serían ya seis por treinta y seis... Ber- nard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorable- mente, la disertación proseguía.
—... aproximadamente unos sesenta mil indios y mestizos... absolutamente salvajes... nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de esto, ninguna comunicación con el mun- do civilizado... conservan todavía sus repugnantes hábitos y cos- tumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de condicionamiento... monstruosas su- persticiones... Cristianismo, totemismo y culto a los antepasados... lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano... pu- mas, puercoespines y otros animales feroces... enfermedades in- fecciosas... sacerdotes... lagartos venenosos...
—No me diga.
Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. Rápido, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.
—A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamen- tó—. ¡Maldita incompetencia!

—Toma un gramo de soma—sugirió Lenina.
Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, ¡gracias a Ford!, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmedia- tamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para re- petirle lo que el D.I.C. había declarado en público la noche anterior.
—¿Cómo? ¿Pondrá a otro en mi lugar? —dijo Bernard conster- nado—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford!
¡Islandia...!
Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
—¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una si- lla—. Voy a ser transferido a Islandia.
En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía  de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a    sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del di- rector lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un ins- tante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.
Se encolerizó contra sí mismo “¡fui un imbécil!” y contra el direc- tor: “¡qué injusto en no darme otra oportunidad, otra oportunidad en la que, ahora lo sé, había tenido siempre como una salvación!” Lenina movió la cabeza—El fui y el seré me pone triste — citó — Toma un gramo, uno sólo y el es verás.
Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían desaparecido; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Le- nina subieron inmediatamente. Un mestizo Gamma de uniforme verde  les saludó y procedió a recitar el programa matinal.

Sobrevolar de diez a doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y  en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del sal- vajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y me- setas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico de los alcances de la voluntad humana. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el tostado suelo, señala- ba el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables de la electrificada valla.
—Nunca aprenderán —dijo el piloto del uniforme verde, seña- lando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo—. Ni aprenderán… —agregó riendo. Como si cada animal que hubiese muerto le apuntara un tanto personal a su favor.
Bernard también rio; gracias a los dos gramos de soma, el chis- te, por alguna razón, se le antojó gracioso. Rio y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y en ese estado sobrevoló por encima de Taos y Tesuque; de Nambe, Picures y Pojoaque, de Sia y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encan- tada, sobre Zuñi, Cibola y Ojo Caliente, y cuando despertó al fin, el aparato ya había aterrizado; Lenina llevaba las maletas a una casita cuadrada, y el mestizo Gamma verde hablaba ininteligible- mente con un joven indio.
—Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard descendió—. Aquí se hospedarán. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto grave—. Es- pero que se diviertan —sonrió—. Sí, todo lo que hacen es divertido.
—Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—. Mañana volveré. Y recuerde —agregó tranquilizado- ramente, dirigiéndose a Lenina— que son completamente inofensi- vos; los salvajes no les harán daño alguno. Ya conocen lo suficiente sobre las bombas de gas para saber que con nosotros no se juega. Sin dejar de reír, hizo girar las hélices del helicóptero, y se elevó.

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⏰ Última actualización: May 17, 2017 ⏰

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