captulo 3

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Era la hora del recreo y afuera, en el jardín, desnudos bajo los cáli- dos rayos del sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas co- rrían de acá para allá lanzando agudos chillidos al jugar con la pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre los arbustos floridos, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruise- ñores trinaban en la espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los olmos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y los helicópteros. El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contem- plando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban un círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que arrojar la pelota a una plataforma co- locada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas prac- ticadas en la armazón de la torre. Y los niños debían  atraparla.
—Es curioso —musitó el director, cuando se apartaron del lu- gar—, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se practicaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red. Imaginen la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura. Ac- tualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió espontáneamente.
—He aquí un grupito encantador —dijo, señalando con el dedo.
En una corta extensión de césped, entre altos grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que quizá tendría un año más, jugaban seriamente y con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación, a un rudimentario juego sexual.
—¡Encantador, encantador! —repitió el D.I.C., sentimentalmente.
—Encantador —convinieron los muchachos, cortésmente. Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin cierto    desprecio.
¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo ton- terías; nada más. Tonterías.

—Siempre he pensado...—empezó el director en el mismo tono paternalista. Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.
De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba tomado de la mano a un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, la seguía pisándole los talones.
—¿Qué ocurre? —preguntó el director. La enfermera se encogió de hombros.
—No tiene importancia —contestó—. Sólo que este chiquillo pare- ce bastante reacio a unirse en el juego erótico de rigor. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora hace lo mismo. Se ha puesto a llorar y…
—Honradamente —intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.
—Claro que no, querida —dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por ese motivo— prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo con el Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si tiene alguna anormalidad.
—Perfectamente —dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí, chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando—. ¿Cómo te llamas?
—Polly Trotsky.
—Un nombre muy bonito, como tú —dijo el director—. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño con quien jugar.
La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.
—¡Exquisita criatura! —dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido; y volviéndose después hacia los es- tudiantes, prosiguió—: Lo que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen increíbles.
Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y todavía durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chi- quillos habían sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.
Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los ros- tros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chi- quillos divertirse? No podían creerlo.
—Hasta a los adolescentes se les prohibían —siguió el D.I.C.—; a los adolescentes como ustedes...

—¡Es imposible!
—Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la ho- mosexualidad, nada estaba permitido.
—¿Nada?
—En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.
—¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.
—Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les dije que les pare- cería increíble.
—Pero, ¿qué pasaba? —preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los resultados?
—Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.
Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, na- riz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que pare- cían taladrar.
—Terribles —repitió.
En aquel momento, el D.I.C. se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus pies y co- rrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
—¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿quién se imaginan que es este hombre? Les presento al Interventor, es: Su Fordería Mustafá Mond.

En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces monótonas sonaban por los altavoces:
“Cesa el primer turno del día... Empieza el segundo turno del día... Cesa el primer turno del día...”
En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Di- rector Ayudante de Predestinación daban la espalda intenciona- damente a Bernard Marx, del Departamento de Psicología, procu- rando evitar toda relación con aquel hombre de mala reputación. En el Almacén de Embriones, el débil zumbido de las máquinas to- davía estremecía el aire escarlata. Los turnos iban y venían; una cara rojiza cedía el lugar a otra; majestuosamente y sin detenerse nunca, las

bandas seguían pasando con su carga de futuros hombres y mujeres. Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.

¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de sus órbitas. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Mundial Resi- dente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mun- diales! Uno de los Diez... y se sentó en el banco, con el D.I.C., e iba a quedarse, a quedarse, sí, y hasta a dirigirlos la palabra... ¡Directa- mente de labios del propio Ford!
Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cerca- nos, les miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las   hojas.
—Todos ustedes recuerdan —dijo el Interventor; con su voz fuer- te y grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una mentira —re- pitió lentamente—, una mentira.
Hizo un movimiento con la mano, y fue como si con un visi-     ble plumero hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desier- to. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y fuera con  El Rey Lear y Los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y se fue La Pasión! Otro, ¡y nada de Réquiem! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y...

—¿Irás al sensorama esta noche, Henry? —preguntó el Ayudante de Predestinación.—Me han dicho que la nueva película de la “Al- hambra” es estupenda. Hay una escena erótica sobre una alfombra de piel de oso; dicen que es algo maravilloso. Aparecen reprodu- cidos todos los pelos del oso de una forma tan real. Unos efectos táctiles asombrosos.

—Este es el motivo por el que no se les enseña Historia —decía el Interventor—. Pero creo que ha llegado el momento...
El D.I.C. le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de los antiguos libros prohibidos, ocultos en una caja de seguridad en el

despacho del Interventor. Biblias, poesías... ¡Ford sabía tantas cosas! Mustafá Mond captó su mirada preocupada, y las comisuras de sus rojos labios se fruncieron con un gesto de ironía.
—Tranquilícese, director —dijo en leve tono de burla—. No voy a corromperlos.
El D.I.C. quedó abrumado de confusión.

Los que se sienten desdeñados procuran parecer despectivos. La sonrisa que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!
—Haré todo lo posible por ir —dijo Henry Foster.

Mustafá Mond se inclinó y agitó el dedo índice hacia ellos.
—Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en la boca de sus estómagos—. Intenten com- prender lo que significaría tener una madre vivípara.
De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad de sonreír.
—Intenten imaginar lo que significaba “vivir con la propia familia”. Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.
—¿Y saben ustedes lo que significaba un “hogar”? Todos movieron negativamente la cabeza.

Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete pisos, torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta del Vestuario Femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o sa- lían borboteando de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje, que funcionaban a base de vacío y vibración, amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que hablaban to- dos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de supertrompeta.
—Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que era su vecina de armario.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero como entre los dos mil millones de habi- tantes del planeta sólo había diez mil nombres, esta coincidencia nada tenía de sorprendente.

Lenina tiró de sus cremalleras: hacia abajo la de la chaqueta, ha- cia abajo, con ambas manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia abajo también para la ropa interior… y, sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.

Hogar, hogar... Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y un montón de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan real que uno de los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y casi se desvaneció).

Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexi- ble incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispu- siera a suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada de aire caliente la cubrió con finísimo talco. Ocho diferentes aromas y agua de Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos situados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de Chipre, y llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.

Y el hogar era tan deprimente psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de friccio- nes a causa  de la  vida en  común,  fétido  a fuerza  de emociones.
¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obs- cenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos)..., se preocupaba por ellos como una gata por sus crías; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera de- cir: “Nene mío, nene mío” una y otra vez. “Nene mío”, y “¡oh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer doloroso!” “Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme...”
—Sí —dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—, con razón se estremecen ustedes.

—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó Lenina, volviendo de su masaje con un resplandor rosado, como una perla iluminada desde dentro.

—Con nadie.
Lenina arqueó las cejas, asombrada.
—Últimamente no me he sentido muy bien —explicó Fanny—. El doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
—¡Pero si sólo tienes diecinueve años! El primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.
—Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene em- pezar antes. El doctor Wells me dijo que las morenas de pelvis an- cha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los diecisiete. De modo que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto—Abrió la puerta de su armario y señaló la hilera de cajas y ampolletas etiquetadas del primer estante.
“Jarabe de Corpus Luteum”. —Lenina leyó los nombres en voz alta—. “Ovarina fresca, garantizada; fecha de caducidad: 1 de agos- to de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día, antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; in- yectar 5 cc cada tres días (intravenosa)...”
—¡Huy! —se estremeció Lenina—. ¡Con lo poco que me gustan las intravenosas! ¿Y a ti?
—Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien...— Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.

Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna razón ines- crutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psi- cológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.
—Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la costa de Nueva Guinea...
El sol tropical caía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de los chiquillos que retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. Su hogar era cualquiera de las veinte casas con techo de ho- jas de palma. En las islas Trobiands, la concepción era obra de los es- píritus de sus antepasados; nadie había oído hablar jamás de “padre”.
—Los extremos se tocan—dijo el Interventor—. Por la sencilla ra- zón de que los obligan a tocarse.

—El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Su- cedáneo de Embarazo mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.
—Espero que esté en lo cierto —dijo Lenina—. Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que durante estos tres meses se supone que no vas a...?
—¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza. —¿Con quién?
—Con Henry Foster.
—¿Otra vez? —El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una expresión de asombro dolido y reprobador—. ¡No me digas que todavía sales con Henry Foster!

Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también mari- dos, mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.
—Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto — dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Todo exclusivo, en todo una concentración del interés, una estrecha canalización del im- pulso y la energía.
—Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mun- do —concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como verdad, sino como un axioma, evidente y absolutamente indiscutible.

—Bueno, al fin y al cabo —protestó Lenina— sólo hace unos cua- tro meses que salgo con Henry.
—¡Sólo cuatro meses! ¡Qué bien! Y lo que es peor —prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador— es que en todo este tiempo no has estado con otro, excepto Henry, ¿verdad?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.
—No, nadie más —contestó, iracunda—. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
—¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! —repitió Fanny, como dirigién- dose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de

Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono, añadió—: En se- rio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía... Pero, ¡a tu edad, Lenina! No, no puede ser. Y sabes muy bien que el D.I.C. se opone firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado...

—Imaginen un tubo que encierra agua a presión. —Los estudian- tes se lo imaginaron—. Ahora hagamos un solo agujero —dijo el Interventor—. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas. Hijo mío. Hijo mío...
¡Madre!
La locura es contagiosa.
Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa...
Madre, monogamia, romanticismo... La fuente brota muy alta;  el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres pre- modernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con pro- hibiciones para las cuales no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfer- medades y el dolor eterno, no es de extrañar que sintieran inten- samente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?

—Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez en cuando. Esto basta. Él va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
—Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy escrupuloso…
Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
—Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.
—¿Lo ves? —Fanny se mostraba triunfal—. Esto te demuestra qué es lo que importa por encima de todo. El convencionalismo más estricto.

—Estabilidad —dijo el Interventor—, estabilidad. No cabe civili- zación alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudian- tes se sentían más grandes, más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la faz de   la tierra. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han muerto de hambre.
Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres sensatos, obedientes, esta- bles, satisfechos.
Si gritan: “Hijo mío, madre mía, mi único amor”; si murmuran: “Mi pecado, mi terrible Dios”; si lloran de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza... ¿cómo podrán cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas... Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.

—Y al fin y al cabo —el tono de voz de Fanny era un arrullo—, no veo que haya nada doloroso o desagradable en el hecho de tener  a uno o dos hombres además de Henry. Teniendo en cuenta todo esto, deberías ser un poco más promiscua...

—Estabilidad —insistió el Interventor—, estabilidad. La necesi- dad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos se- miocultos en la espesura o corriendo por los prados.

Lenina movió negativamente la cabeza.
—No sé por qué —musitó— últimamente no me he sentido muy bien dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo has sentido así, Fanny?
Fanny asintió con simpatía y comprensión.
—Pero es preciso hacer un esfuerzo —dijo sentenciosamente—, es preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.

—Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo —repitió Lenina lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después, tomando la mano de Fanny, se la estrechó ligeramente—. Tienes toda la razón, Fanny. Como siempre. Haré ese esfuerzo.

Los impulsos contenidos se derraman, y el derrame es senti- miento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente, y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo. El  embrión  está  hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ocho- cientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inme- diatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Abrevia este intervalo, derriba esos  viejos  diques innecesarios.
—¡Afortunados muchachos! —dijo el Interventor—. No se aho- rraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocional- mente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.
—¡Ford está en su vieja carcacha! —murmuró el D.I.C.—. Todo marcha bien en el mundo.

—¿Lenina Crowne? —dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Ayudante de Predestinación mientras cerraba la cremallera de sus pantalones—. Es una muchacha estupenda. Maravillosamen- te neumática. Me sorprende que no la hayas tenido.
—La verdad es que no comprendo cómo pudo ser —dijo el Ayu- dante de Predestinación—. Pero lo haré. En la primera ocasión.
Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.

—Si quieres que te diga la verdad —dijo Lenina—, lo cierto es que empiezo a aburrirme un poco a fuerza de no tener más que    a Henry día tras día. —Se puso la media de la pierna  izquierda—.
¿Conoces a Bernard Marx? —preguntó en un tono, cuya excesiva indiferencia era evidentemente forzada.
Fanny pareció sobresaltada.
—No me digas que...

—¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más. Además, me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he desea- do ver una Reserva para Salvajes.
—Pero ¿y su mala fama?
—¿Qué me importa su reputación?
—Dicen que no le gusta el Golf de Obstáculos.
—Dicen, dicen... —se burló Lenina.
—Además, se pasa casi todo el tiempo solo, solo. — En la voz de Fanny sonaba una nota de horror.
—Bueno, en todo caso no estará tan solo cuando esté conmigo. No sé por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy agradable. Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se había mostrado Bernard! Asustado casi, como si ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.

—Consideren sus propios gustos —dijo Mustafá Mond—. ¿Ha en- contrado jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?
La pregunta fue contestada con un silencio negativo.
—¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?
—Bueno... —empezó uno de los muchachos; y vaciló.
—Hable —dijo el D.I.C.—. No haga esperar a Su Fordería.
—Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.
—¿Y sintió usted una fuerte emoción?
—¡Horrible!
—Horrible; exactamente —dijo el Interventor—. Nuestros antepa- sados eran tan estúpidos y cortos de miras que cuando aparecieron los primeros reformadores y ofrecieron librarles de estas horribles emociones, no quisieron ni escucharles.

—Hablan de ella como si fuese un trozo de carne. —Bernard re- chinó los dientes—. La he probado, no la he probado. Como un cordero. La rebajan a la categoría de cordero, ni más ni menos. Ella dijo que lo pensaría y que me contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!
Sentía deseos de acercarse a ellos y pegarles en la cara, duro, fuerte, una y otra vez.
—De veras, te aconsejo que la pruebes —decía Henry Foster.

—Pongamos por ejemplo, la Ectogenesia. Pfitzner y Kawaguchi expusieron su teoría completa. Pero, ¿se dignaron los estados a prestarles atención? No. Había una cosa llamada Cristianismo.    Y las mujeres fueron obligadas a seguir siendo   vivíparas.

—¡Es tan feo! —dijo Fanny.
—Pues a mí me gusta su aspecto.
—¡Y tan bajito!
Fanny hizo una mueca; la poca estatura era típica de las castas bajas.
—Yo lo encuentro muy simpático —dijo Lenina—. Me hace sentir deseos de mimarlo. ¿Entiendes? Como a un gatito.
Fanny estaba sorprendida y disgustada.
—Dicen que alguien cometió un error cuando todavía estaba en- vasado; creyó que era un Gamma y puso alcohol en su ración de sucedáneo de la sangre. Por eso está tan escuálido.
—¡Qué tontería!
Lenina estaba indignada.

—La enseñanza mediante el sueño estuvo prohibida en Inglate- rra. Había un algo que se llamaba Liberalismo. El Parlamento, su- poniendo que ustedes sepan lo que era, aprobó una ley que la pro- hibía. Se conservan los archivos. Hubo discursos sobre la libertad, a propósito de ello. Libertad para ser consciente y desgraciado. Libertad para ser una clavija redonda en un agujero cuadrado.

—Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo aseguro. Con mucho gusto. — Henry Foster dio unas palmadas al hombro del Ayudante de Predestinación—. Al fin y al cabo, todo el mundo per- tenece a todo el mundo.

Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años — pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia—. Sesen- ta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Idiotas!

—O bien el sistema de Castas. Constantemente propuesto y constantemente rechazado. Existía entonces la llamada demo- cracia. Como si los hombres fuesen iguales en algo más, no sólo fisicoquímicamente.
—Bueno, lo único que puedo decir es que aceptaré su invitación.

Bernard los odiaba, los odiaba. Pero eran dos; y eran altos y fuertes.

—La Guerra de los Nueve Años empezó en el año 141 después de Ford.

—Aunque fuese verdad que le pusieron alcohol en el sucedáneo de la sangre.

—El fosgeno, la cloropicrina, el yodoacetato etílico, la difenilcia- narcina, el cloroformiato de triclormetilo, el sulfuro de dictoretilo. Y no hablemos del ácido cianhídrico.

—Cosa que, simplemente, no puedo creer —concluyó Lenina.

—El estruendo de catorce mil aviones avanzando en formación abierta. Pero en la Kurfurstendamm y en el Octavo Arrondisse- ment, la explosión de las bombas de ántrax apenas produce más ruido que el de una bolsa de papel al estallar.

—Porque quiero ver una Reserva de Salvajes.

—CH8 C6 H2 (NO2)8 + Hg (CNO)2 = ¿a qué? Un enorme agujero en el suelo, un montón de ruinas, algunos trozos de carne y de mem- branas, un pie, con la bota puesta todavía, que vuela por los aires y aterriza, ¡zas!, entre los geranios, los geranios rojos... ¡Qué maravi- lloso espectáculo el de aquel verano!

—No tienes remedio, Lenina; contigo no se puede.

—La técnica rusa para infectar las aguas era particularmente ingeniosa.

Dándose las espaldas, Fanny y Lenina continuaron vistiéndose en silencio.

—La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso Económico. Ha- bía que elegir entre el Dominio Mundial o la destrucción. Entre la estabilidad y...

—Fanny Crowne también es una chica estupenda —dijo el Ayu- dante de Predestinación.

En las Guarderías, la lección de Conciencia de Clase Elemen-   tal había terminado, y ahora las voces se encargaban de crear la futura demanda para la futura producción industrial. “Me gusta volar —murmuraban—, me gusta volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta...”

—El Liberalismo, desde luego, murió de ántrax. Pero a pesar de todo, las cosas no pueden hacerse por la fuerza.

—No tan neumática como Lenina. Pero está bien.

—Pero los vestidos viejos son horribles —seguía diciendo el in- cansable murmullo—. Nosotros siempre tiramos los vestidos vie- jos. Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que re- mendarlos, tirarlos es mejor...

—Gobernar es legislar, no pegar. Se gobierna con el cerebro y el trasero, nunca con los puños. Por ejemplo, había la obligación de consumir, el consumo obligatorio...

—Bueno, ya estoy lista—dijo Lenina; pero Fanny seguía muda y dándole la espalda—. Hagamos las paces, querida Fanny.

—Todos los hombres, las mujeres y los niños eran obligados a consumir una cierta cantidad al año. Para beneficio de la indus- tria. El único resultado obtenido...

—Tirarlos es mejor que remendarlos. A más remiendos, más mi- serables; a más remiendos, más miserables; a más remiendos...

—Cualquier día —dijo Fanny, con tristeza— vas a meterte en un lío.

—La oposición consciente en gran escala. Cualquier cosa con tal de no consumir. Retorno a la Naturaleza.

—Me gusta volar, me gusta volar.

—El regreso a la cultura. ¡Sí, a la cultura! Pero no se consume gran cosa cuando se pasan las horas de ocio leyendo libros.

—¿Me veo bien? —preguntó Lenina. Lucía una chaqueta verde botella, de tela de acetato, con puños y cuello de viscosa verde.

—Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla fueron liquidados por las ametralladoras en Golders Green.

—Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que re- mendarlos.

—Unos pantalones de pana verde y medias blancas de lana visco- sa dobladas debajo de las rodillas.

—Luego se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fa- náticos de la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil.

Un gorrito de jockey verde y blanco, sombreaba los ojos de Leni- na; sus zapatos eran de un brillante color verde, y muy lustrosos.

—Al fin —dijo Mustafá Mond—, los Interventores comprendieron que el uso de la fuerza era inútil. Los métodos más lentos, pero in- finitamente más seguros, el de la Ectogenesia, el condicionamien- to Neopavloviano y la hipnopedia...

Y alrededor de la cintura, Lenina llevaba una cartuchera de cuero artificial verde, con una hebilla montada en plata, completamente llena (puesto que Lenina no era hermafrodita) de productos anti- conceptivos reglamentarios.

—Al fin se emplearon los descubrimientos de Pfitzner y Kawagu- chi. Una propaganda intensiva contra la reproducción vivípara...

—¡Perfecta...! —gritó Fanny, entusiasmada. Nunca podía resis- tirse mucho rato al hechizo de Lenina—. ¡Qué cinturón Malthu- siano tan bello!

—Se inició una campaña contra el Pasado; con el cierre de los museos, la destrucción de los monumentos históricos (afortuna- damente la mayoría de ellos ya habían sido demolidos durante la Guerra de los Nueve Años); con la supresión de todos los libros publicados antes del año 150 d. F...

—No cesaré hasta conseguir uno igual —dijo Fanny.

—Había una cosa que llamaban pirámides, por ejemplo.

—El que tengo de charol ya está viejo...

—Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que ustedes no han oído hablar jamás de estas cosas.

—Es una auténtica desgracia, mi cinturón…

—Éstas son las ventajas de una educación realmente científica.

—A más remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos...

—La introducción del primer modelo T de Nuestro Ford...

—Hace ya cerca de tres meses que lo llevo...

—...fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.

—Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor...

—Había una cosa, como dije antes, llamada Cristianismo.

—Tirarlos es mejor que remendarlos.

—La moral y la filosofía del subconsumo...

—Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los vestidos nuevos, me gustan...

—Tan esenciales cuando había subproducción; pero en una épo- ca de máquinas y de la fijación del nitrógeno, eran un auténtico crimen contra la sociedad.

—Me lo regaló Henry Foster.

—Se cortó el remate a todas las cruces y quedaron convertidas en
T. Había también una cosa llamada Dios.

—Es verdadera imitación de cuero delgado.

—Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas del Día de Ford, y los Cantos de la Comunidad, y los Servicios de Solida- ridad.

“¡Oh, Ford, cómo los odio”, pensaba Bernard Marx.

—Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo, no dejaban de be- ber enormes cantidades de alcohol.

“Como un pedazo de carne; exactamente lo mismo que si fuera un pedazo de carne”.

—También creían en una cosa llamada “alma” y en otra llamada “inmortalidad”.

—Pregúntale a Henry dónde lo consiguió.

—Y tomaban morfina y cocaína.

—“…Y lo peor del caso es que ella es la primera en considerarse como un simple pedazo de carne”.

—En el año 178 d.F., se patrocinó a dos mil farmacólogos y bio- químicos...

—Parece estar de malhumor—dijo el Ayudante, señalando a Ber- nard Marx.

—Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.

—Vamos a divertirnos con él.

—Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

—Siempre malhumorado, Marx. —La palmada en la espalda lo asustó. Levantó los ojos. Era aquel bárbaro de Henry Foster—. Ne- cesitas un gramo de soma.

—Con todas las ventajas del alcohol; y ninguno de sus incon- venientes.

“¡Oh, Ford, como me gustaría matarle!” Pero no hizo más que decir: “No, gracias”, al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

—Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y luego volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o algún desajuste.

—Toma una—insistió Henry Foster—, tómala.

—La estabilidad quedó prácticamente asegurada.

—Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos
—dijo el Ayudante de Predestinación, citando una frase de sabidu- ría hipnopédica elemental.

—Sólo faltaba vencer la vejez.—¡Déjame en paz! —gritó Bernard Marx.
—¡Qué delicado!

—Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio...

—Y recuerda que un gramo es mejor que maldecir.— Y los dos salieron, riendo.

—Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido suprimidos. Y con ellos, naturalmente...

—No se te olvide preguntarle lo del cinturón Malthusiano —dijo Fanny.

—...Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

—...tengo que terminar dos partidas de Golf de Obstáculos antes de que oscurezca. Debo darme prisa.

—Trabajo, juegos... A los sesenta años nuestras fuerzas son exac- tamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los vie- jos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando... ¡Pensando!

—¡Idiotas, cerdos! — se decía Bernard Marx, mientras caminaba por el pasillo en dirección al ascensor.

—En la actualidad el progreso es tal, que los ancianos trabajan, los ancianos continúan activos sexualmente, los ancianos no tie- nen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera al- guna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una sombría eternidad en la luna; y cuando regresan se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la seguridad del trabajo y la distracción cotidiana, pasan- do de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumá- tica, de Campo de Golf Electromagnético a...

—¡Fuera de aquí, chiquilla! —gritó el D.I.C., enojado—. ¡Fuera de aquí, pequeño! ¿No ven que el Interventor está ocupado? ¡Váyanse con sus juegos eróticos a otra parte!
—¡Pobres chiquillos! —dijo el Interventor.

Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los transportadores seguían avanzando, a razón de treinta y tres centímetros por hora. En la penumbra rojiza centelleaban innu- merables rubíes.

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