IV.

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Afueras de Bastión de Tormentas, año 1AL

Campamento Targaryen

La sombra de Meraxes les servía en parte para amortiguar a aquel sol de justicia. Las tropas de Aegon Targaryen se dirigían hacia el único castillo que había resistido el ataque de los dioses, y Orys no pudo evitar sentirse casi como si estuviera maldito a ojos de Poniente. Desde aquel cuervo que había llegado de Bastión de Tormentas con las letras de la princesa, se había casi encerrado en la biblioteca. Quería saber sobre aquel lugar del cual habían llegado las manos de su primo, los calificativos de Argilac el Arrogante y las suaves y conciliadoras palabras de Argella. Respiró hondo. No quería ser él quien se las tuviera que ver para ejecutar a la princesa de las tormentas.

—¿Qué te ocurre? Estás muy callado. —dijo Rhaenys haciéndose la interesante, queriendo distraer de forma bastante mediocre a su hermano. Rhaenys Targaryen era buena a la hora de conquistar a los hombres, no a la hora de intentar hacerse cómplice.

Habían acampado a las afueras. Si bien el plan de Aegon era sitiarlos, Orys no quería esperar tanto. Tenía su cuenta pendiente con el rey Argilac, pero no tenía gana alguna de pasar por la espada al resto de la fortaleza.

—No va a ser como Harrenhal —no levantó la vista de los mapas—. Estas tierras tienen un nombre por algo, y no precisamente por el clima. Argilac es duro, lo vi con mis propios ojos cuando Aegon nos mandó a establecer un posible tratado, y Argella no se queda atrás.

Giró la cabeza y se encontró con dos ojos violáceos mirándole. Se preguntó si sabría del cuervo.

Un estruendo resonó en el ambiente. Estaba anocheciendo. Los ruidos de los soldados alertaban de una sola cosa: Argilac había salido a pelear.

Ambos hermanos salieron de la tienda. Orys se aseguró de su puñal por si la espada le fallaba en cualquier momento.

—Roland está vivo —Rhaenys frenó en seco y le miró, preguntándole cómo lo sabía—. Si no cuido de los míos, nadie cuidará de mí.

Y se alejó. La última vez que Rhaenys le vio fue cuando salía hacia el campo de batalla. La rubia respiró hondo y subió en su dragón. Aquello acabaría bastante pronto.

Bastión de Tormentas

—Solo pido un beso, como en las canciones. O una prenda vuestra si queréis.

Argella se permitió sonreír. Tomó una cinta de su recogido y se la ató a aquel al bastardo de Refugio Negro en su muñeca. Era una cinta negra, con un simple bordado de oro. Él se la besó. De verdad la quería, o al menos eso parecía aparentar. En respuesta a aquello, ella le dio un beso en la mejilla. Él le hizo una gran reverencia como respuesta.

—Ten cuidado.

—Qué grande es mi señora —dijo con una sonrisa en los labios, montando en su caballo, y acto seguido alejándose con el resto de la caballería.

Argella se encargaba de la defensa, bajo la promesa de su padre de que si las cosas se ponían feas volverían. No le había creído en aquel momento, y seguía sin hacerlo. Había mandado a la única criada en quien confiaba a pies juntillas y al maestre a la alcoba donde descansaba el no tan febril Roland Baratheon, y ella había empezado a trabajar en cómo atrincherar la fortaleza.

Se asomó por una de las ventanas que estaban a medio tapiar y vio cómo un rayo iluminaba el horizonte. Se sonrió. Si aquellos sinvergüenzas querían guerra, la iban a tener.

Afueras de la fortaleza

Orys tensó la mandíbula, irguiéndose más aún si cabe en su montura. La batalla había comenzado y si nada lo impedía, tendrían que echar mano del dragón. Negó con la cabeza. No iba a permitirse algo semejante.

El Rey Tormenta guiaba con ferocidad a sus tropas. Orys se preguntó cuántos días del nombre tendría. Lo recordaba mayor, pero aquello demostraba que los tormenteños tenían más espíritu que ninguno. Los dos bandos se encontraron, y las espadas empezaron a resonar las unas contra las otras. El aire olía a humedad, a dolor y sangre.

No tardaron poco en encontrarse los principales contendientes. Un golpe de espada y un soldado con el venado coronado cayó al suelo con una fea herida en un brazo. Se aproximaba a Argilac poco a poco, y la presencia de la rubia esposa de Aegon le inquietaba, como siempre ocurría en ocasiones semejantes.

Poco tardaron el gran comandante y el Rey Tormenta en encontrarse. De un choque y un tirón cayó el mayor al suelo, y Orys bajó de su montura de un salto; ni se dio cuenta de dónde fue su caballo. Frente al mutilador de su primo estaba, y pensaba al menos dejarlo en el mismo estado que suponía que estaba el malogrado Roland. Un golpe. Otro. Otro más. Frente al poderoso martillo de guerra de Argilac el Arrogante sabía que tenía que ser más rápido que él; a pesar de que el monarca tuviera el doble de años que él, era un hombre de fuerza notable.

—¡Mutilásteis a mi primo!

—¡Otro perro! ¡Vais a caer todos!

Se descuidó, y un golpe del poderoso martillo le hizo soltar su espada. Resbaló en el barro y soltó un improperio. Sabía que, desarmado como estaba, estaba acabado. Bajó la cabeza y, de repente, se acordó de su puñal. Desenfundó y se lo clavó en el hueco de detrás de la rodilla con fuerza. De un grito el rey cayó al suelo, dolorido. Orys se quitó el yelmo después de desarmarle y quitarle también el yelmo. Sabía que sus hombres le tenían bien cubierta la espalda.

—Parece que el bastardo de los dragones ha conseguido someter al poderoso rey Argilac... —dijo cuando hubo recuperado la espada, con ira. —Mátame y que los dioses te protejan, bastardo, porque mi hija te las devolverá todas juntas.

La espada se hundió en el pecho del hombre arrodillado. Cayó en el acto.

—¡Argilac ha muerto! ¡El rey tormenta ha muerto!

Orys sabía que aquella batalla ya la tenían ganada. El siguiente paso sería Argella Durrandon. Respiró hondo.

Nuestra es la FuriaWhere stories live. Discover now