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Evitaba pensar en mis padres, especialmente en lo enfadados y preocupados que estarían al notar mi ausencia. Sin embargo, durante todo el camino no pude dejar de imaginar sus caras de enojo. Estaba segura de que lo primero que se imaginarían sería a mí, perdida y drogada en algún callejón oscuro de la ciudad. Yo, en su lugar, también lo hubiera pensado. A veces, ser hija única era una carga insoportable.

Sentí una punzada de culpa por ellos, así que saqué el teléfono y les escribí un mensaje rápido: “Salí con Valeria a comprar helados, no tardo en volver”.

Pocos segundos después, el teléfono vibró con la respuesta de mi madre. “Regresa inmediatamente. Es descortés dejar a tus amigos en tu fiesta de cumpleaños”. Puse los ojos en blanco al leer el mensaje y guardé el celular sin contestar.

Valeria aparcó en el estacionamiento de un supermercado. Era enorme y estaba casi vacío, tan amplio que parecía que un avión podría aterrizar ahí sin problemas. La luna brillaba en el asfalto, haciendo que todo se viera un poco irreal.

—Así que salimos de tu fiesta para venir por helados a un supermercado —resumió ella, apagando el motor de su auto.

—El mejor plan, ¿no? —respondí con una sonrisa nerviosa, intentando dejar atrás la incomodidad.

Me desabroché el cinturón de seguridad y fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía dinero conmigo. Revise mis bolsillos y la pequeña bolsa que llevaba, pero nada.

—Creo que no traje dinero —dije, sintiendo un poco de frustración en mi voz.

Valeria se giró hacia mí y me sonrió con su habitual confianza.

—Yo invito —dijo ella, sin titubear.

—No es necesario —protesté de inmediato.

—Lo es. Es mi regalo de cumpleaños, y un regalo no se rechaza, ¿no? —respondió ella, guiñándome un ojo.

Ella sostuvo mi mirada, lo que me puso incómoda. Sentí cómo un leve rubor subía a mis mejillas. Desvié la vista y terminé aceptando.

La temperatura había descendido, y deseé no haber usado el vestido. Valeria me esperó para caminar juntas. Quizás el no haber tenido contacto con ella en años hacía que la situación me pareciera extraña.

Había caminado innumerables veces por aquel lugar, ya sea con mis padres cuando era niña o recientemente cuando necesitaba comprar algo específico. Pero ninguna de esas veces se parecía a esa noche.

Caminábamos tranquilamente. Un paso tras otro, sin prisa alguna.

—¿Qué sabor de helado comprarás? —preguntó Valeria al entrar.

Me quedé pensativa por un par de segundos, escuchando la música que sonaba en el lugar. Una oleada de nostalgia me invadió. Aquella canción me ayudaba a tranquilizarme en momentos de pánico y ansiedad.

—El de chocolate está bien —respondí amablemente.

—¿Te gusta el chocolate?

—A veces, sí.

—¿Cómo que a veces? ¿Te gusta o no?

La miré por un momento y, tras hacer una mueca involuntaria con mis labios, respondí:

—Sí.

—¿Haces eso todo el tiempo?

—¿Qué cosa? —pregunté de inmediato.

—Lo de tu boca —dijo, señalando con su dedo.

Negué con la cabeza mientras cerraba los ojos.

—Solo en ocasiones, supongo.

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⏰ Última actualización: Jun 03 ⏰

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