3

77 10 0
                                    

Mis padres, durante los días previos a mi cumpleaños, insistieron en que invitara a amigos para celebrar mi mayoría de edad. Intenté no prestarle demasiada atención al asunto y traté de hacerles entender que no necesitaba festejar.

―Puedes pensarlo cariño ―dijo mi madre, levantando los platos de la mesa―, te vendría bien ver a tus amigos.

«¿Cuáles amigos?», me pregunté.

―Aunque a mí no me parece del todo una buena idea ―intervino mi padre―, es buena idea que puedas tener una reunión pequeña con tus amigos cercanos.

«¿Cuáles amigos cercanos?», me pregunté nuevamente.

Analizaba la situación y sabía que no se iban a quedar complacidos con un no rotundo de mi parte.

―No es necesario ―dije, sosteniendo el vaso de jugo de mora que había hecho mi madre―. Será suficiente con tener una cena con ustedes, además que ya es demasiado tarde como para planificar algo.

De inmediato me levanté de la mesa tras tomarme el jugo y me despedí de ellos, con intención de no alargar más la conversación. Ya me estaba sintiendo incómoda y saber que no estaría para la cena me hacía sentir mal.

Caminé hacia mi habitación con remordimiento porque la culpa me consumía. No quería lastimarlos, pero necesitaba pensar en mí.

Me desperté muy temprano. Me cambié de ropa y tras recoger mi equipaje salí de mi habitación. Eran las 5:30 de la mañana. Mis padres seguían durmiendo. Yo debía seguir durmiendo. Era sábado. Bajé las escaleras con incertidumbre y me apresuré en dejar mi carta de despedida sobre el escritorio que está en la entrada. Tenía miedo y mis manos temblaban.

Al salir de casa recordé la última vez que vi a mi hermano. No era momento para pensar en él. Abrí el auto que papá me había regalado y metí mi equipaje en la parte trasera.

Trataba de ser sigilosa para no despertar a mis padres, pero sentía que cada cosa que hacía generaba demasiado ruido. El motor del auto al encenderse sin duda los alertaría.

Tenía mis manos sobre el volante reuniendo el valor necesario para poder encender el auto. Cerré mis ojos y tras respirar, moví la llave y el carro vibró. Una luz iluminó la habitación de mis padres y no había marcha atrás.

Conduje por la avenida despejada. La adrenalina invadía mi cuerpo y eso me llevó a sentir excitación. Mis padres empezaron a marcar a mi celular con insistencia, pero no podía responderles. No me atrevía a hacerlo.

Estaba consiguiendo mi libertad. Hacia lo que me había imaginado durante las últimas semanas. No tendría que seguir viviendo vigilada, no tendría que vivir con limitaciones, haría lo que quisiera.

Llegué hasta la carretera y allí reduje la velocidad. Conduje en 50km/h en una autopista con velocidad mínima de 90km/h. Me sentía aterrada. No tenía adónde ir.

Me detuve en una gasolinera antes de llegar al peaje vial y mi vida se redujo en ese momento. Me debatía entre creer que era esa la mejor decisión que había tomado o la peor de toda mi existencia.

Una vez más recordé las palabras de mi padre y esta vez calaron con más fuerza en mis pensamientos.

Habían pasado tres horas desde que mis padres se despertaron. Durante la primera hora mi madre me llamó con insistencia, luego dejó algunos mensajes y ahora mi celular está tan quieto que me irrita.

Seguía en la gasolinera. Estaba en la cafetería del lugar y mi café se había enfriado desde hace 15 minutos.

Parte en mi interior, la dominante, me pedía regresar. Rechazaba el plan de irme y no saber qué ocurrirá después.

Quiero volar mientras caminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora