El Manga

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Algunos cuentan que había dicho que se llamaba Dévila; la mayoría afirma que su apellido era Manganelli o Manganaro, pero todos -indefectiblemente- lo recordamos como "El" Manga.

Lo que nadie logra recordar con exactitud es el día en el que el Manga llegó a nuestra villa por primera vez ni de dónde dijo que procedía. De pronto, fue como si aquel hombrecito de gorra y rasgos indefinibles hubiera vivido siempre entre nosotros y como si siempre -también- le hubiera pertenecido la destartalada casa de las afueras que compró por tan poco dinero, que se sospechaba que los desconocidos dueños anteriores habían decidido regalársela.

Enseguida nos acostumbramos a su apariencia extraña y a su silencio.

El Manga no conversaba con nadie durante las contadas ocasiones en que se acercaba al centro de la villa para hacer compras. Apenas si hablaba para responder: "Sí", "No" o "Prefiero reservarme la opinión", cuando algún vecino mayor insistía en sacarlo de su mutismo. Su voz irritaba -entonces-especialmente los oídos de los perros, ya que sonaba como una tiza que tropieza sobre la pizarra.

Y cómo vibraría en el aire que -en más de una oportunidad- tuve que sujetar a Glenda -mi adorada pastora alemana- para que no se abalanzara sobre el Manga en el momento en que el hombrecito hacía -en el almacén de mis padres- su habitual pedido de agua mineral. Una vez por mes y sólo agua mineral. A los niños no nos miraba siquiera. Como si no existiéramos para él. Y eso que -con la típica franqueza infantil que puede rozar la crueldad- solíamos acosarlo con preguntas (del tipo: "¿Y usted de dónde salió? ¿Sabe que -aquí- dicen que es un bicho raro?"). También nos divertía seguirlo saltándole detrás, al tiempo que nos burlábamos de su manera de caminar como desarticulado, como si hiciera el esfuerzo de mover cuatro piernas y dos pares de brazos.

Recién les dije que a los niños no nos miraba siquiera. Por eso, cuando en nuestra villa empezaron a desaparecer -"misteriosamente"- las primeras criaturas, la policía y los detectives privados investigaron a cuanta gente tenía alguna relación con nosotros y ni soñar con preguntarle nada al Manga, que aparentaba no tomarnos en cuenta.

Nuestra villa -que hasta entonces había sido un lugar particularmente buscado por turistas debido a su oferta de pacíficas playas marinas- se convirtió -de golpe- en zona de espanto: no pasaba una semana sin que algún chico desapareciera como chupado por las arenas, empapadas tras el derrumbe de las olas.

Pronto, casi no quedaba familia lugareña que no hubiera perdido alguna de sus criaturas. Fue recién entonces cuando las personas mayores dejaron de pensar que esa tragedia era algo que solamente le ocurría a "los otros", a los "lejanos prójimos" y entendieron que nadie está libre del terror cuando ese terror se instala -con prepotencia, hijo de un impiadoso disparate- en la propia tierra.

Mis padres me recomendaron que tuviera sumo cuidado, que no confiara sino en ellos, mis hermanos mayores y Glenda. Los papás de mis amigos y compañeros de escuela hicieron lo mismo: les aconsejaron extrema prudencia con las relaciones. Pronto, todos los niños que aún continuábamos en nuestras casas, nos transformamos en seres callados, tristes, asustados y con una desconfianza que si se hubiera podido medir en kilómetros, seguro que alcanzaba más de un millón.

Una tarde, el Manga irrumpió en nuestro almacén. Lo habían dejado a mi cargo durante un rato, mientras mi familia se ocupaba de algunas diligencias en las cercanías.

El hombrecito encargó agua mineral y me pagó.

Ya estaba por abandonar el local -arrastrando la bolsa donde había ubicado el montón de botellas, cuando, por primera y única vez se volvió hacia mí y me dijo:

-Por favor, ¿podrías ayudarme? No me siento bien. Te ruego que me acompañes para llevar el agua hasta mi casa, si no es mucho pedir.

Claro, ahora me resulta fácil concluir que yo debería de haber desconfiado y esperado el regreso de mi familia para consultar si podía acompañar al Manga. Pero -en verdad- en aquél instante no sentí ninguna inquietud, conmovido -de repente- por el desamparo que él demostraba y animado como estaba por las enseñanzas de que a nadie se le niega ayuda y menos agua y "por qué me van a hacer daño si yo no lo hago...".

Herr GruseligDonde viven las historias. Descúbrelo ahora