Tobías, el badulaque por excelencia.

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Siempre me consideré una buena persona, pero mi primer día de clases en la universidad me hizo reconsiderarlo. Recuerdo que entré al salón y tuve que decidir si ser vecino de una mujer hermosa o de un tipo que se veía como “un buen sujeto”. Pensando que podría conquistarla, decidí sentarme junto a Paulina. La clase inició y, en cuestión de minutos, Tobías, un badulaque por excelencia, se adentró en la habitación acaparando la atención de todos. Su atuendo era ridículo, traía una fea camisa antediluviana, unos pantalones que nunca habían sentido la caricia de una lavadora y unos zapatos indignos hasta para los cables telefónicos de la calle de enfrente. Todo permaneció en completo silencio hasta que se sentó a mi lado. Posteriormente, abrió su mochila, sacó un estuche de Pokémon, una libreta de Yu-Gi-Oh!, y se dispuso a escribir cada palabra que salía del profesor.

Pensé en tomarle una foto, rápidamente imaginé el rotundo éxito en internet, el problema era que estando tan cerca podría notarlo, así que me contuve. Mientras el nerd acomodaba sus anteojos para escuchar mejor, mi vecina volteó a verme con una compasión tan delicada que, desde entonces, sólo pude pensar en hacerla sonreír. Fue en ese momento que sentí un dedo tocándome el hombro, era Tobías preguntándome que si habían dejado tarea. Solamente habían pasado cinco minutos de la primera clase del semestre, así que no lo pude evitar. Le dije que sí, que para la próxima sesión teníamos que llegar bañados, con ropa limpia y a tiempo. Paulina me escuchó llenando su rostro de júbilo, pensé que quizás hasta algo bueno podría salir de la existencia de tan pintoresco personaje. Y no me equivoqué.

Unos veinte minutos después, Tobías logró que Paulina me tomara del brazo mientras reía intensamente. La barrera del contacto había sido destruida. Y es que cuando el maestro dijo:

“¿Quién de ustedes no ha conocido a una chica en un bar y pensado que era la indicada?”

Naturalmente, mi querido vecino levantó la mano ante la pregunta más retórica que las paredes habían escuchado jamás.  La algarabía colectiva simplemente fue demasiada para Tobías, cuya piel se volvió escarlata y no hizo más que sonreír tímidamente. En ese momento percibí la tristeza en la cara de mi vecino, claramente su mueca era un mecanismo de defensa. Me sentí apenado, pero no dejé de reír. Sabía que mi carcajada era la primera en tocar su oído, sin embargo, Paulina estaba asociando su felicidad con mi presencia, o esa era mi excusa.

Justo antes de que la clase acabara y después de pisotear la autoestima de mi compañero más rimbombante, el maestro pidió un aplauso para el mejor programador de veinte años de toda Latinoamérica, casualmente también compañero nuestro. Súbitamente todos voltearon hacia mi fila chocando sus palmas. Pero no veían a Tobías, si no a su vecino “el buen sujeto”. Entonces tuve una revelación. Me había burlado de un colega y nunca pensé que podría tratarse de un genio, el hijo de alguien exitoso, o al menos de una buena persona. Noté que me estaba cerrando puertas y que con cada burla, mis oportunidades de éxito se estaban reduciendo. Así que decidí enmendar mi error.

Opté por mostrar algo de interés en el pobre diablo, así que le pregunté que si le gustaba mucho Pokémon. Desconfiado, sólo asintió con la cabeza. La verdad es que a mí también me gustaba de pequeño y, cuando se lo dije, pude ver la felicidad en su rostro. Fue en ese momento que comprendí que siempre debemos ser tratados con respeto, después de todo, nunca sabes quién está frente a ti. Tobías preguntó mi nombre justo antes de que todos comenzaran a guardar sus cosas, le contesté y me sentí perdonado. Mientras me preparaba para salir del salón, le pedí a Paulina su teléfono, se sonrojó y, una vez que me lo dictó, me dijo que le marcara, así ella también tendría el mío.

Hasta ese momento, la etapa más importante de mi vida había tenido un buen inicio. Reí descaradamente, tuve una revelación moral y estaba a punto de conseguir mi primera cita. Todo habría salido perfecto si, justo cuando preguntó mi nombre para guardar el contacto, unos escuálidos dedos no hubieran tocado mi hombro para saber si quería ver sus “pokebolas”. Esa fue la última vez que Paulina sonrió cerca de mí.

Cada día la universidad te enseña cosas nuevas. En esa primera clase aprendí que nunca hay que ser cruel con nadie, ya que pueden ser ellos quienes te ayuden a conseguir el trabajo de tu vida. Desde entonces busqué hacerme de la mayor cantidad de amigos que pude, me convertí en alguien humilde y ahora soy muy exitoso. La prueba de esto es que ya han pasado más de 5 años desde mi última clase y, si en este momento buscan mi número en cualquier celular de mis excompañeros, lo encontrarán bajo el seudónimo de “el pokebolas”. Por cierto, sigo soltero.

Sueños conscientes - Cuentos cortosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora