APARTAMENTOS MONTESOL
Calle de San Carlos
28012, Lavapiés,
Madrid (España)
3er piso, 2:01Toqué al timbre; sin miedo. Ya nada me daba miedo.
—Uy —un hombre de baja estatura y ojos claros sonrió egoísta—. ¡Pst, tú, mirad lo que tenemos aquí!
—¡Ha llegao, que ha llegao! —festejaba uno, y pronto se convirtió en un coro.
El canteo cesó, y el mismo hombre de baja estatura y ojos azules me miró descarado:
—Oye, qué rápido has llegao, ¿no? ¿Ahora traen a las putas en coche? ¿O has cogido el autobús? —rió, con una camisa a cuadros, dos botones desabrochados, enseñando el pecho, peludo y sudoroso, sus amigos rieron en unísono. Le rieron la broma, con regocijo, con ojos arrugados y comisuras marcadas.
—Pero pasa, hombre, pasa.
Y pasé. Porque era mi única opción. Porque era mi trabajo. Y sin miedo, pasé.
Y mientras me follaban pensaba. No pensaba en correrme, ni siquiera en qué acabase de una vez: pensaba. En mi situación. En mi salario. En mis derechos (si tenía, claro) y por último pensé en las demás. En las demás que no son blancas y sí inmigrantes, inválidas, negras, transexuales. Aún más sexualizadas. Más cosificadas, eran el objetivo del porno barato, del lucro masculino. Entonces gemí y se corrieron en mi espalda, tetas y boca y me lo tragué y sabía mal y tuve ganas de vomitar y lo hice y de camino al club me daba igual que me miraran, que me hablaran, que me escupieran, que me mataran, pensaba en ellas y pensaba que tal vez se encontraban en la misma situación que yo: de putas; de putas porque se han quedado sin dinero y no pueden ejercer otro oficio que no sea la prostitución.
Ni la construcción. Ni vendedora. Ni mecánica, ni fontanera.
O limpias baños o vendes tu cuerpo. Esas son las únicas opciones que conocemos nosotras y por supuesto, elegimos la primera. Pero yo soy una excepción. Porque soy joven y pequeña y eso atrae.
Sonreí: el alcohol que me habían dado estaba teniendo su efecto. Palpé mis caderas, encontrando lo que creía ser mi bolso, pero no tenía. Olvidé por completo que las putas no llevan bolso. Y sonreí otra vez al ver un hombre mirándome desde un bar deseando ser las manos que palpaban mis caderas, bajando; buscándome las bragas. Pero las busqué yo: no tenía.
Entonces era una borracha sin bragas vestida como una puta. Con los labios desgastados. Las manos pegajosas. Pelo desordenado. Vulnerable.
Parpadeé y tragué. Sabía que la gente me miraba y quizá sentían pena. Otros deseo, y otros, sin embargo: asco. Pero intenté centrarme en mi opinión. ¿Cómo me sentía?
—Hola putita —rió una voz adolescente pero no me giré. Me llamaba la atención follarme a chavales de mi edad pero, por primera vez: tenía miedo.
Se convirtió en una jauría de risas adolescentes. Quería llorar pero no lloré, bajé mi vestido, rezando para «que no vean nada, por dios», pero era demasiado tarde. Cerré los ojos. «Una jauría de risas adolescentes» me recordó de dónde venía. Venía de un piso barato. De que me follaran en un piso barato. En una cama barata. Por un hombre con humor barato y colonia barata.
—Parad —abofeteé la mano intrusa que se asomaba por mi pierna—. Por favor.
Tambaleé y caí. Y seguía pensando en ellas, con lágrimas en los ojos pidiendo ayuda, mordiendo las manos que querían ahogar mis gritos: luchando, luchando torpe e inmotivadamente. El hombre del bar: se había unido, podía diferenciar sus manos más expertas. El alcohol, por otra parte: maldito alcohol, ¿por qué bebí? El ciclo volvió a repetirse pero solo conseguía pensar en ellas, esta vez en aquellas más lejanas. En las más longevas, en las más misóginas. En las que mañana cuando lean en el periódico que una joven de 16 años ha sido violada por un grupo de chicos diga «pero si es que mira cómo iba vestida, se lo ha buscado ella solita». Entonces, lloré.
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DOS MENOS UNO
Non-FictionTodo parecía ser ilegal; las drogas, las armas, la prostitución de niñas menores. Todo. © interseccional (2017) Portada: Bodegón con cacharros (1636), Francisco de Zurbarán