I. Whitney Rose

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Las hojas otoñales crujían de forma exquisita bajo las ruedas de su bici. Una bici vieja que había recorrido un largo camino junto a ella, y de la cual era incapaz de desprenderse.

Ella giró su rostro cuando el semáforo se puso en rojo. Su padre le saludó con la mano justo en el interior del coche de atrás. Su madre, de copiloto, le sonrió después de secarse una lágrima tímida bajo su pañuelo. Tenía claro que su madre sufriría el síndrome del nido vacío, pero era algo que debía superar. Emprendió la marcha con el coche de sus padres muy pegada a ella.

El frío gélido engarrotaba sus dedos mientras estos se ceñían en el manillar. No se había puesto los guantes, y estos, andarían bajo alguna caja en el interior del maletero del coche. Las calles eran poco transitadas, podría decirse que tan solo habría unos quince semáforos en todo el pueblo, y eso, era decir mucho.

A medida que cruzaba por alguna calle, algún que otro vecino la saludaba con la mano y le deseaba buena suerte. Ella arqueaba las cejas de forma sorprendida, pues no iba a dejar el pueblo, solo a independizarse a una vieja casa más allá de la colina.

Su bici frenó frente a un buzón gris y oxidado cuyo dueño había pasado a la historia hacía un millón de años. El nuevo dueño de aquel horrible buzón, era ella. Al igual que la gran casa de la colina. El exterior no habría enamorado ni al mejor arquitecto, pero era su interior lo que la había cautivado. Eso, y el bajo precio por adquirir una casa en ruinas. Su padre hizo sonar el claxon, y ella reaccionó. Pedaleó su bici unos cuan- tos metros más, hasta detenerse junto a la casa. El sonido del motor del coche paró segundos después. Ella suspiró en parte emocionada y en parte por asumir mentalmente todo el trabajo que le llevaría renovar aquel edificio. Su padre salió del coche y abrió el maletero mientras que su madre contemplaba el exterior de la casa con un rostro compungido, al tiempo que sostenía entre las manos una caja para gatos, y en cuyo interior se hallaba un adorable felino de ojos azules y pelaje níveo.

—¿Dónde pongo las cajas, Grace?

Su padre sostenía una pesada caja de cartón entre sus brazos delgados, pero musculosos pese a ello. Grace dejó de contemplar su nueva casa, e introdujo su mano derecha en el bolsillo de su pantalón. Extrajo una llave gruesa de latón, de apariencia prehistórica.

—Dentro de casa —respondió Grace mientras se encaminaba a subir las cuatro escaleras que la separaban del suelo hacia la puerta, esta rechinó sutilmente mientras se abría.

Unas cuantas hojas se habían introducido bajo la puerta, pero aquello era lo de menos. Grace tendría que limpiar mucho más que hojas en aquel lugar.

—Vaya, si tiene muebles y todo.

Su madre fue la primera en opinar sobre el lugar. Dejó la caja del gato en el suelo, y se tapó la nariz con el pañuelo que le anudaba el cuello. La casa olía demasiado a polvo, y a lugar cerrado.

Unos cuantos muebles yacían bajo sábanas grises, antaño fueron blancas. La madera del suelo crujía a cada paso, pero parecía estar en buenas condiciones.

Grace destapó las polvorientas cortinas de los ventanales para que se introdujese la luz de la mañana en el lugar, pues la electricidad no se la activarían hasta pasado el mediodía.

—¿Qué os parece? —preguntó Grace tras descubrir el último de los ventanales. En ese momento, una de las cortinas se vino abajo causando una pequeña nube de polvo. Ella sonrió en consecuencia mientras que su madre fruncía el ceño, y su padre sonreía al tiempo en que depositaba la caja en el suelo.

Los espejos de Whitney RoseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora