CAPITULO III

288 2 0
                                    

Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el des­ayuno, la conversación sobre el fan­tasma fue extensa.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al ver que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, era correcto tirarle una al­mohada a la cabeza...

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó-una explosión de risa en los gemelos.

-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engra­sador marca Sol Naciente, nos vere­mos precisados a quitarle las cade­nas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la man­cha de sangre sobre el piso de la biblioteca. Era realmente muy ex­traño, ya que la señora Otis cerraba la puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas. Los cambios de co­lor que sufría la mancha, compara­bles a los de un camaleón, produje­ron también frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como es natural, estos cambios caleidoscópi­cos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.

La única persona que no tomó par­te en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siem­pre impresionada ante la mancha de sangre y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esme­ralda.

La segunda aparición del fantas­ma fue un domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos acos­tados, les alarmó un enorme estré­pito que se oyó en el hall. Bajaron, apresuradamente y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, ca­yendo sobre las losas, mientras, sen­tado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se res­tregaba las rodillas, con una expre­sión de agudo dolor sobre su rostro.

Los gemelos, que se habían pro­visto de sus cerbatanas, le lanzaron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un pro­fesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la ame­naza de su revólver y, conforme a la etiqueta californiana, le intimaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a to­dos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la esca­lera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de car­cajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el pe­luquín de lord Raker. Y que tres su­cesivas amas de llaves, francesas, de­jaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consiguiente, lan­zó su carcajada más horrible, des­pertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extin­guirse, se abrió una puerta y apa­reció, vestida de azul claro, la seño­ra Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto y aquí le trai­go un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indiges­tión, podrá comprobar que éste es un remedio excelente.

El fantasma la miró con ojos lla­meantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable 1 Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vacilar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, por­que los gemelos iban a darle alcance.

EL FANTASMA DE CANTERVILLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora