Un hogar

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Un hermoso y colorido cometa viaja por el basto universo, adornándolo junto a brillantes estrellas lejanas y espléndidas nebulosas que dan vida al vacío. No se mueve como cualquier cometa, este danza en un magnífico y casi imperecedero espectáculo de luces; sin embargo, se detiene de vez en cuando y no lo hace sin motivo, como en este momento. El cometa ha pausado su viaje, flotando en el espacio como si descansara de tan extenuante maratón; luego de unos breves instantes, despabila paulatinamente y comienza a moverse de nuevo, recuperando su ritmo, desapareciendo del lugar para siempre. Su visita; no obstante, marcará incontables vidas, pues ha dejado un regalo, dos luces nuevas se han encendido, diminutas pero deslumbrantes y creciendo poco a poco. Tras flotar por algunos momentos, ambas empiezan a verse atraídas por la gravedad de un planeta cercano, conocido por sus nativos como Vermalli; es un descenso tranquilo pues son casi etéreas, bajan en un apacible y prolongado baile hasta que finalmente se posan sobre las rojizas arenas que cubren el cuerpo celeste.

Con el inexorable paso del tiempo, las pequeñas luces que antaño parecían esferas, fueron sufriendo una gran metamorfosis; se estiraron con vigor, extremidades se abrieron paso y unos ojos curiosos comenzaron a percibir el entorno... Hasta cerrarse por completo. Cuando los cambios por fin cesaron ya no eran dos luces que se dejaban llevar junto con la arena por las irregulares brisas, eran dos niñas pequeñas abrazadas en medio de un aparentemente imperturbable sueño, con sus cabellos ondulando al compás del viento. Una de ellas tiene una ardiente melena carmesí, que parece nacida para adornar el desierto, y la otra ostenta una elegante cabellera turquesa, que da un contraste refrescante en comparación.

Vermalli es habitado por unos seres delgados por la escasez, de piel violácea y pálida por la falta de sol, de grandes ojos azules que reflejan su tristeza, y orejas puntiagudas como las de un duende; está habitado por los senitas. Un senita viajero deambula por el desierto, cubierto de trapos y unos viejos lentes para protegerse de la arena, apoyándose con la ayuda de un bastón, pues su pierna izquierda ya no es lo que era en su juventud. Está buscando una insólita hierba que crece en donde nada más puede hacerlo, es pequeña pero fácil de reconocer, pues propaga destellos que la hacen destacar en el granate paraje, la traba es que brotan muy pocas y cada vez parecieran ser menos; sin embargo, no puede rendirse, la necesita para poder sanar a su madre enferma. Tras caminar un largo trayecto que hace desvanecer toda esperanza, sus ojos se llenan de brillo al ver destellos en el horizonte, ignorando el agobio de su pierna aumenta la velocidad, pero una vez cerca no es una hierba lo que yace frente a él, son las dos niñas obsequiadas por el misterioso cielo estrellado, y para el viajero se ven completamente irreales, no solo por su pomposo brillo y aura de magnificencia, su piel es más vigorosa y sus orejas pequeñas, solo puede mirarlas con hipnótica concentración, allí abrazadas en medio de la nada, pero vivas, tan vivas como él, quizá más. Al salir de su trance, y aceptando con resignación las señales del destino, resuelve llevarlas a su humilde morada, la contrariedad de su pierna le impide llevarlas a ambas al mismo tiempo, así que sujeta con delicadeza a la pequeña de cabellos turquesas y la sube a su cansado hombro, dejando a la otra allí con el plan de regresar por ella lo antes posible. Sin más prórroga abandona el lugar, la pequeña desamparada estira sus brazos en busca de su otra mitad, y al no hallarla lo único que puede hacer es abrazarse a sí misma con un sentimiento nuevo surgiendo en su interior, angustia.

Mientras retorna a su hogar, el viajero aviva el paso tan gradualmente que ni siquiera se da cuenta de ello, al menos no hasta que el dolor de su pierna ha dejado de ser una molestia para siempre, entonces se detiene desconcertado, reposa su cuerpo sobre la pierna unos instantes, y lo que en el pasado le habría causado una punzante tortura, ahora no es más que una exorbitante satisfacción, antes no lo habría creído; pero, quizá los milagros existen, la pequeña dormida en su hombro esboza una venerable sonrisa.

Corriendo como no lo hacía desde hace muchos ciclos solares consigue llegar a su destino, una pequeña casa construida con oxidados fragmentos de metal, soldados para mantenerse juntos; además cuenta con unas cortinas verdes con no pocos parches de tela con cuadros, adornando las ventanas y la entrada. Fuera de la casa puede verse una tierra trabajada con mucho empeño, pero nada parece crecer en ella. El viajero entra a su morada y observa a su madre acostada, descansando los ojos, sus dos pequeños hijos corren a recibirlo con un vigoroso abrazo, lo que llena su corazón de gran júbilo. Haciendo un esfuerzo por aprovechar su tiempo, acuesta a la niña durmiente junto a su madre y sale con rapidez, no se ha olvidado de la otra pequeña criatura que quedó sola en la amplitud del desierto, está extenuado por haber hecho ya un viaje de ida y vuelta, pero su pierna es fuerte nuevamente, se niega a abandonarla. Sus hijos permanecen observando a la recién llegada, fascinados por los constantes destellos de luz que se manifiestan a su al rededor.

No sin demora, el viajero ha regresado al lugar en el que las encontró, aunque diera la impresión de que no fuese así, pues las arenas se muestran solitarias como siempre, nadie hay a su al rededor para ser apreciado, ningún alma a la espera de ser rescatada. Desilusionado, decide volver a casa, y en su camino de regreso logra divisar una figura misteriosa, no se hace falsas esperanzas, la figura es demasiado grande para ser aquella pequeña chiquilla y no brilla para nada, aún así se anima a acercarse, se trata de un hombre tendido en el suelo. Pese a que el viajero vocifera para llamar su atención, no recibe respuesta alguna, al arrodillarse a su lado y ver su rostro, se da cuenta con desdicha de que el hombre ya no sigue con vida, no hay nada que pueda hacer por él, se pone nuevamente de pie y continúa caminando con amargura.

Cerca ya de su choza de vetusto metal, consigue ver a una pequeña figura en la entrada de su casa, se apresura para alcanzarla, quizá sea la niña que ha despertado de su sueño y se ha dispuesto a explorar los al rededores, sin duda no se trata de su progenie, ellos no brillan de ese modo. A punto de pasar la puerta algo llama su atención, la desolada huerta que aró con su familia, que muy pocas veces había logrado dar vida y que cuando lo había hecho, habían sido vegetales amargos y pequeños, ahora está repleta de vegetales jugosos cuya magnificencia se ve opacada solo por la arena que se ha acumulado sobre ellos; han crecido mientras se encontraba afuera, inaudito. Las sorpresas no acabaron al entrar, la niña que salió a buscar con tanta preocupación se encuentra allí, abrazando a su hermana, de alguna manera ha salido de su trance, se ha puesto de pie y ha encontrado su camino hasta alcanzar a su compañera, algo sencillamente sorprendente. Con gran estupefacción se da cuenta de que hay un último milagro para él, su madre, que llevaba enferma por largo tiempo, sobreviviendo apenas con las hierbas del desierto, y con una promesa de vida que parecía cada vez más incierta, se encuentra ahora de pie con una gran sonrisa chimuela, el viajero no puede evitar dejar escapar lágrimas de sus ojos, de reír como majareta mientras abraza a la mujer que lo trajo al mundo, a los pequeños que le llenan de ilusión cada vez que siente pesar, y por supuesto, a las niñas que sin duda alguna deben ser las responsables de tamaña felicidad.

A la infante de cabellera turquesa, a la que el viajero ha atribuido la bendición de su pierna, de su huerta y de su madre, la ha llamado Ivita; a su hermana de cabellera carmesí la ha llamado Alónida. Aunque siempre había sido arduo cuidar de tres personas más él mismo, ha decidido adoptar a las pequeñas como si fuesen sus propias hijas, al menos alimentos en la huerta jamás faltarán, los vegetales ya no crecen milagrosamente, pero con semillas saludables y tierra fértil son mucho mejores que los vegetales lúgubres que solían cultivar. Las ha vestido con trapos viejos para protegerlas del frío, aunque con la interrogante de si de verdad los necesitan, ambas estaban solas en medio del desierto y no tenían ningún rasguño, al menos no tendrán que estar siempre desnudas. Que buenos días llegaron después, las misteriosas gemelas no tardaron en hacerse amigas de los pequeños de la casa, así como de su nueva abuela; Ivita siempre trotando de un lugar a otro como si jamás se quedara sin energía, Alónida en cambio resultó más sosegada, no jugaba tanto con los demás infantes y prefería sentarse con la abuela, escuchar sus espléndidas historias, en su mayoría de amor, incluso tiene un libro antiguo sobre romances con el símbolo de un corazón en la portada. Sin importar nada, pasó un tiempo de verdadera bonanza para la familia; pero, lo más importante es que las misteriosas hermanas siempre estaban juntas.

AlónidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora