Golondrina Nocturna

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Francisca había viajado a la India para alejarse de todo lo conocido por ella y del dolor lacerante en su pecho que le impedía dormir por las noches. No podía quedarse en Chile, Santiago se había vuelto una ciudad de monstruos ocultos en la oscuridad. Ya ninguna esquina era segura, ya nadie era de confianza, todos para ella habían tomado una forma amorfa, como seres sin rostro en los cuales no conseguía vislumbrar ni un dejo de benevolencia. Haber perdido a Magdalena, su única hija, de manera tan abrupta, causó en la mujer una muerte absoluta de toda fe en la humanidad y una sombra presagiosa nubló su mirada para siempre. Gabriel se dio cuenta de eso al instante. Él, como colega en el periódico y eterno enamorado de ella, conocía cada contraste y brillo en esos ojos color avellana que tanto lo cautivaban, pero después de ese horrible episodio, sólo veía dos piedras frías en sus cuencas.

- Me voy de viaje- comunicó de pronto la joven. Habían pasado sólo algunos meses de su luto y Gabriel, al escucharla tan decidida, supo que no existía modo de hacerla cambiar de parecer. Quiso decir algo, pero se refugió en su cámara fotográfica que limpiaba incansablemente sólo por hacer algo y no delatarse destrozado. La voz de Francisca quedó flotando al interior de la oficina y Aldo, el editor en jefe, lamentó perder a una de sus mejores reporteras.

- Sabes que puedes volver cuando quieras- le dijo el hombre de voz profunda, como el de un antiguo locutor de radio. La aludida le sonrió agradeciendo en silencio su comprensión.

- Hasta el momento, es un boleto de ida solamente...

Francisca no quiso dar más explicaciones sobre su determinación. Dio unos tiesos abrazos a sus padres a quienes veía cada vez más viejos y cansados, se despidió del padre de Magdalena con quien mantuvo una gentil amistad a lo largo de los años, y con una mochila roñosa al hombro, salió de su departamento cerrando por fuera camino al aeropuerto. El único vuelo disponible tenía eternas conexiones en Sao Paulo y Londres, serían cerca de treinta horas de viaje pero no le importó. En el interior del taxi mientras miraba por la ventanilla, la ruta tomada por el conductor la llevó a pasar frente al lugar en donde había ocurrido su desgracia. Contuvo un poderoso sollozo que le dolió como ácido en la garganta y bajó la mirada hacia sus manos. Las estrujó con fuerza. Tenía que salir de la ciudad, tenía que dejar todo atrás o se volvería loca de sufrimiento.

Al llegar al segundo país más poblado del mundo, ya con sólo desembarcar en Nueva Delhi y ver el tumulto de gente como hormigas desorientadas chocando entre ellas, su cabeza por un minuto la dejó en paz y por fin pensó en otra cosa: ¿Y ahora qué? Se aseguró la mochila contra la espalda, alzó el mentón para desplegar seguridad y se mezcló con la masa sin ningún plan entre manos más que caminar para salir hacia la calle. Francisca era fuerte de carácter, una mujer de treinta y seis años bien llevados, pero el peso del dolor de madre la tenía ligeramente encorvada, como si llevara el mundo sobre sus hombros. Había tenido a Magdalena muy joven. En esos deslices de novios adolescentes, se embarazó a los diecinueve años y desde ahí su vida tomó una dirección totalmente diferente. Amaba a esa criatura llorona y sucia de sangre que salió de ella. Crecieron juntas y se hizo mejor persona gracias a aquella relación que las conectó espiritualmente. Sin su hija estaba perdida en la vida.

Pasaron algunas semanas y Francisca viajó al sur de India hacia el estado de Kerala, una ciudad tan verde y bañada de aguas cristalinas que molestaba la vista. Fue allí, donde lejos de los turistas y de las calles embellecidas para el ojo occidental, que la joven encontró tranquilidad para su alma atormentada. Descubrió el Kalaripayattu, un arte marcial tan antiguo como las montañas que se alzaban sobre las planicies. Por descripción, proviene de dos principios: Atma Sipahi el espíritu manda el cuerpo, y Bura Trupachandrai, el adversario es vencido usando su propia fuerza contra él. Y fue entonces donde un grito interior despertó cada célula agónica de su cuerpo. Francisca sintió que por fin por sus venas corría sangre y no escarcha. Ya era tiempo de menguar su dolor y encontrar consuelo en la venganza.

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