1. El Ataque

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El sonido de un cuerno se extendió sobre las copas de los árboles y ascendió hacia la Luna llena que brillaba majestuosa en el cielo nocturno.

Los centinelas se apresuraron a colocarse en sus puestos y cargaron los arcos. El paso del sur, uno de los pocos accesos al reino de los erizos, estaba siendo atacado.

No era sencillo entrar en la tierra de los erizos, rodeada por lo que llamaban el Anillo, un círculo de frondosos e intrincado bosque, casi impenetrable, que la protegía de los extraños.
Los centinelas, encargados de vigilar aquella frontera vegetal, eran erizos medio silvestres que se movían con más comodidad en lo más profundo de los bosques que en las elegantes ciudades del corazón de su tierra. Si bien los demás erizos los consideraban salvajes y poco refinados para tratarse de erizos, sabían también que nadie conocía el Anillo como ellos, y que podían estar seguros de que su reino seguiría a salvo mientras las mirada vigilante de los centinelas todo lo abarcaba.

Aquella noche, el peligro era muy concreto.
Corrían tiempos de escasez, y las tierras que rodeaban el reino de los erizos se habían agotado. Muchos animales habían acudido a refugiarse al frondoso bosque-frontera, que conservaba su frescura y su exuberancia gracias a los cuidados de los brujos y los druidas, y todo ellos habían sido bienvenidos. Sin embargo, los centinelas tenían orden de no dejar de pasar a ningún humano, a no ser que trajese un salvoconducto firmado por el Rey de los erizos.
Pero no eran humanos, ni tampoco exactamente animales, los que aquella noche trataban de asaltar el paso del sur, un desfiladero que abría una brecha en el anillo y llevaba hasta un sendero que conducía al corazón del Reino. Estaba defendiendo por un baluarte compuesto por dos fuertes pero elegantes Torres, entre los cuales había un portón cerrado que los centinelas vigilaban celosamente. Eilai, una joven eriza centinela de ojos rojizos y largo pelaje color miel, escrutaba el horizonte desde las almenas, con su arco a punto.

Una veintena de sombras oscuras corría hacia ellos, ladrando y aullando.
-¿Es que no se rinden nunca?-Murmuró, inrritada.
A su lado, Anthor fruncio el ceño.
--¡Licántropos!--escupió con desagrado--. Los detesto.

Los licantropos eran personas que podían transformarse en animales, pero en la mayoría de los casos la palabra se refería a los hombres-lobo. Eran anomalías que no se daba entre los erizos, y estos, que despreciaban a los humanos por consideralos inferiores a ellos, no solían emplear la expresión *hombre-lobo*, puesto que la encontraban ciertamente insultantes para los lobos.
Eilai no respondió. Aquellas criaturas llevaban ya tiempo tratando de entrar en el reino de los erizos. El mes anterior se habían dividido y habían intentado penetrar en el Anillo por distintos frentes y por separado, ya que el intrincado bosque no permitía que entrasen todos a la vez.

Los centinelas, dueños y señores del Anillo, habían repelido el ataque, pero aquellos seres eran difíciles de matar, y ahora, un mes después, volvían a la carga empleando la estrategia contraria: un ataque frontal contra uno de los accesos principales del Reino.

Los atacantes se acercaban. Anthor y Eilai tensaron sus arcos todavía más, pero no dispararon hasta que el capitán dio la orden. Entonces, una lluvia de flechas cayó sobre los asaltantes, un grupo de enormes lobos que ya estaban a punto de carga contra la puerta. Todas las saetas dieron en el blanco, pero las criaturas no las notaron más que si se tratase de simples picaduras de mosquito.
-¡Al corazón!-oyeron gritar al capitán-. ¡Es la única manera de matarlos!
--No es la única-murmuró alguien en voz baja.
Eilai comprendió por que lo decía. Los hombres-lobo eran físicamente muy fuertes, y la gran capacidad de regeneración de su cuerpo los hacia casi invulnerables, por lo que la única forma de acabar con ellos era una herida de la que no pudieran recobrado. Sin embargo, la leyenda afirmaba que también la plata era mortal para aquellos seres. Pero, fuera o no, equipar a los centinelas con armas de hoja de plata era un gasto demasiado elevado que el rey no estaba dispuesto a asumir.

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