Capítulo I.

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«La niña detuvo su marcha al pasar frente a la vidriera de una juguetería, olvidando por completo que estaba perdida y que tenía que buscar a sus padres.

Se acercó más mientras se colocaba a un lado del niño aquel que era algo mayor que ella, y que al parecer también estaba observando los juguetes a través del escaparate de la tienda.

—Que bonitos juguetes ¿verdad?—le dijo al joven, dejando de mirar la vidriera para verlo.

Él volteo y la miró con los ojos más celestes que había visto jamás en su vida.

-Son lindos, sí-respondió con una sonrisa»

A Mía nunca se le dieron bien los inicios, ni los comienzo de clases, ni los principios en las oraciones, ni entablar una conversación con alguien. Jamás entendería porqué era así, pero suponía que, como mucha otra gente en el mundo a la que le costaba poner un final a las cosas, a ella le sucedía algo similar, a la inversa. Mía creía que los comienzos eras fundamentales, y que no podían salir mal, aunque a ella jamás le salieran bien. Era una especie de mantra que se repetía, no le funcionaba, pero de igual manera estaba obsesionada con ello.
Sin embargo, nada en su vida había comenzado de buena manera, ni sus relaciones, ni sus actividades, mucho menos su nacimiento. Había visto el mundo por primera vez una gélida noche de agosto, su padre habia descompuesto el coche horas antes intentando arreglar algo que ni él sabía que era pero que su orgullo no le permitía decir que no entendía.

Entonces entre los gritos de su madre por las contracciones, su padre frustrado que no lograba arrancar el vehículo para llevar a su esposa al hospital, los vecinos no tardaron en asomar sus cabezas por las ventanas y ver qué sucedía. Su tía materna más tarde le contaría que, si no fuera por una amable familia que vivía a dos casas de la suya, su nacimiento hubiera sido en casa. Y, teniendo en cuenta que tuvieron que intervenir con una cesárea no programada, debido a que el cordón umbilical se había enroscado alrededor de su pequeño cuello, ése nacimiento hubiera sido no sólo doloroso, sino también trágico.

Para Mia, su nacimiento, condenó su vida entera. «Quizá», decía ella, «de no haber venido al mundo en un día tan espantoso, y de una manera tan poco común, mi vida no se habría visto marcada por tanta tristeza». Sin embargo, nadie podía asegurar que la causa de la tristeza de Mia fuera por haber nacido en condiciones poco comunes porque, siguiendo el hilo de ése pensamiento; ¿cuántas personas habían nacido y soportado condiciones completamente extremas, cargadas de dolor, hambre y sufrimiento, y aún así salido adelante?. No, el problema de Mia no era su nacimiento, sino que no sabía lidiar con las cosas que le sucedían en su vida; buenas o malas. Era indecisa e insegura, por lo que atraía más problemas de los que era capaz de librarse.

Mia, a pesar de todo, no demostraba la profunda inseguridad que poseía dentro suyo. Porque nadie tenía que saber que, debajo de su sólida postura, existia una frágil y débil joven, que solamente deseaba pasar desapercibida. Ninguna persona además de, evidentemente, su familia, sabía de los problemas que tenía en casa, ni de los largos períodos en que en su corazón deseaba acabar con todo y así debía quedarse, sin que nadie sepa jamás de ello.

Y es que ella podía ser acusada de muchas cosas, pero no de su falta de discreción.

Hablar de su situación familiar, por supuesto, debía evitarse. Era un tema delicado, y poco sabían las personas de hoy día sobre las cosas que debían tratarse con tacto. Sin embargo, fue a causa de esto, que durante mucho tiempo reprimió en incesante sentimiento de pérdida que había surgido desde que aquél joven la salvó. Ella jamás pudo darle las gracias, ni despedirse de él. Pero, dentro suyo, la esperanza aún vivía, y Mia no pensaba dejar que muriera, no antes de encontrarlo. Sin embargo no sabía por dónde empezar, qué hacer, o dónde ir.

En su cuarto, tumbada boca arriba, pensaba en lo ridícula que se sentía al buscar a lo que parecía ser un fantasma, alguien que no dejó rastro, y se fue sin decirle nada.

No había manera de encontrarlo, nadie lo conocía, nadie lo recordaba. Era como si jamás hubiera existido. Pero ella sabía que sí, que había hablado con él, que la había salvado...

Y no importaba realmente quién fuera hoy día, dónde estuviera, o qué hiciera, ella —aunque tardara— planeaba dar con él. Porque esa persona, él, significó tanto para ella en los pocos minutos que llegaron a conocerse, que Mia creía estaban destinados. No importa que tan cliché sonara, ni las incesantes dudas que tuviera al respecto, nadie arriesga su vida para salvar la de otra persona en vano, tenía que haber algo más. Y ella no podía dejar pensar que, aunque no fuera en el sentido romántico, ellos debían encontrarse, quizá sus almas estuvieran conectadas más allá de todo.

Mia creía en la magia, no en la cinematográfica, sino más bien, aquella que conecta  las almas, que hace que dos seres se busquen más allá de la vida y la muerte. Aquella que es imperceptible, que no necesita varitas, que une a los padres y a los hijos, a los hermanos, a las parejas. Que te lleva por caminos divididos, te une, te separa. Ella creía en el destino.

Y, justamente éste último, o quizá la casualidad,—¿quién sabe, no?—juega un papel importante en su vida, y también, en las nuestras.

The Tune Of Your Memory ||EN EDICIÓN||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora