El sol brillaba y las arenas del divokost parecían arder como llamas de fuego bajo sus pies. Soltó un suspiro y acomodó la capucha de su capa por tercera vez desde que salió de la casucha que llamaba hogar. Lo odiaba. Odiaba el calor, el viento y todo lo que tuviera que ver con el divokost o desierto, como sus otros habitantes lo llamaban.
—Hablando del diablo —se susurró a sí misma y frenó sus pasos. Frente a ella se encontraba el mercado lleno de comerciantes en carretas y puestos exponiendo sus productos a voz de gritos y maldiciones. Sus vestimentas, al igual que las de ella, servían para protegerlos del sol y diferenciar la ocupación que cada uno poseía.
Avanzó hasta cierto puesto color caoba entre empujones y malas miradas por parte de las personas que caminaban cerca de ella. A pesar de haber vivido toda su vida en aquel pueblo en medio de la nada sus habitantes siempre la observaban como una extraña, por decirlo de una manera suave. Cuando se encontró frente al puesto un aroma intenso a rosas y vainilla le recibió causando en ella una media sonrisa. La carreta de dona Dorotea era su favorita de todo el mercado ya que el aroma de los jabones y perfumes que vendía era exquisito en comparación al perfume olor a miel y menta que las mujeres solían usar.
Dorotea era una mujer anciana con la piel tostada llena de pecas por el sol y unos pequeños ojos turquesa claro que parecían hechos de vidrio. Su puesto era el más sencillo del mercado ya que solo era una carreta de madera con todos sus productos tendidos para exhibirse, además de una tela mugrienta para protegerse del sol. Los jabones no eran muy caros y Dorotea no la trataba tan mal como el resto de habitantes.
—Dorotea —dijo y la anciana giró a verla. En menos de dos segundos sacó una bolsa de tela que contenía un perfume y un jabón y se lo tendió a ella. Estaba a punto de sacar una moneda cuando la mujer la detuvo.
—Madre de niña ayudó a Dorotea, esto es un regalo —exclamó y volteó hacia otro cliente—. Vete.
La chica guardó las monedas en su bolsillo y cogió la bolsa lista para irse al siguiente puesto del mercado. Era normal que su madre intercambiara servicios por víveres con otros habitantes. No le dio más vueltas al asunto y avanzó puesto por puesto comprando solo lo que su madre le había ordenando, ganando empujones, maldiciones y gente sudorosa golpeándose entre sí para alejarse de ella, la skatsh. Como odiaba ese nombre. La habían llamado así desde que era pequeña y no comprendía qué significaba. Ahora, con el paso de los años, había dejado de preocuparse por las habladurías y chismes que existían sobre ella. Al fin y al cabo solo eran eso: habladurías de humanos. Ojeó su bolsa de compras y, al asegurarse de que solo le falta un fatídico puesto, empezó a dar lentos pasos para llegar al puesto al final de la plaza, el puesto de dona Alva.
El olor a carne la asqueó aunque todavía no se encontraba cerca del puesto del cerdo pelirrojo. Puso su mejor sonrisa y caminó escuchando como el bullicio empezaba a enmudecer y cada mirada se enfocaba en ella y hacia donde se dirigía. Mientras más se acercaba al puesto menos ruido había lo que permitía que el resonar de sus tacones se escuchara por toda la plaza.
Llego a una carreta roja con carnes colgando a disposición de los clientes. Ahí, una mujer fofa y pelirroja la observaba como si deseara matarla mientras que a su costado un chico de cabello corto de su edad temblaba buscando un lugar donde esconderse.
—No vendo alimento a fenómenos —dijo dona Alva cuando se paró frente de ella.
—Que alegría verte, Ana —dijo ella en un tono meloso—. Veo que ya le creció el cabello a tu engendro, ¿a que no le quedó divino luego del tratamiento que le hice?
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Criaturas peligrosas
FantasyExistió un mercenario que soñaba, Existió un monstruo que temía. Un día sus caminos se cruzaron Y el mundo dejó de pertenecer a la luz.