Unos nudillos aporrearon la puerta del despacho del Dr. Necker y detrás de ella apareció una de las enfermeras más hermosas del lugar.
Le dedicó su mejor sonrisa e indicó que había llegado Martín. El Dr. Necker bufó, haciendo que la mujer se marchase dejando a un niño demasiado pálido, delgado y... más muerto que vivo.
—Buenos días, Martín —saludó el Dr. Necker, que dejando el papeleo que tenía entre manos, se recostó en su asiento de piel. Observó, con buen ojo clínico, que el chico estaba apunto de desplomarse en cualquier momento si seguía en pie—. Siéntate.
Martín se sentó sin decir nada; en su fuero interno agradeció el pequeño gesto, pero jamás podría aceptarlo delante de nadie, el odio tan grande que sentía hacia él era mayor que cualquier cosa.
—¿Cómo estás? —empezó a preguntar el Dr. Necker. Era solo un trámite burocrático, en la cara del muchacho se veía que estaba en las puertas de la muerte, aún así no contestó—. ¿Has sentido náuseas esta mañana? —siguió sin obtener respuesta—. ¿Te duelen los músculos?, ¿quizás la cabeza?, ¿has podido respirar bien por la noche?
Martín siguió callado, con la vista clavada en el suelo y pensando en qué es lo que le están haciendo, «¿Es posible que esto sea vida?», se preguntaba una y otra vez.
El Dr. Necker, que en ocasiones cuestionaba sus propios actos, sabiendo que no eran buenos, no se extrañaba de que el muchacho ni siquiera se molestase en mirarlo a la cara. «¿Cómo mirar a un ser despreciable?», se decía en momentos como estos. Luego pensaba en todos los beneficios y acciones que su cargo le reportaba y todo atisbo de conciencia era eliminado por su avaricia. Desistió de sus intentos y se levantó con la intención de extraerle sangre para analizarla.
Con mucha desgana atrapó el brazo del muchacho, poco esfuerzo le hizo falta para encontrar la vena adecuada; ese brazo era un lienzo en blanco lleno de puntos rojos, morados y algunos ya amarillos.
—Ya está, Martín. Voy a dar instrucciones para que te den el doble del desayuno. Pero debes comértelo y no repartirlo entre los demás.
Para cualquier persona que no conociese al Dr. Necker, este podría ser un acto de bondad y amor al prójimo, o cómo un médico se preocupa por la salud de su paciente. Nada más lejos de la realidad, el Dr. Necker lo único que hacía cuando otorgaba tratos de favor era salvaguardar sus investigaciones. ¿De qué sirve una investigación cuando el conejillo de indias se muere por ser un enclenque? Eso es lo que él no quería. No podía acabar con todos sus pacientes, porque en ese caso debería responder ante algún superior.
Martín se levantó con mucho esfuerzo y se mareó nada más estar en pie. Recordó que la noche anterior no había podido probar bocado del trozo de pan duro que le habían servido las enfermeras. Así que, su última comida había sido ese insípido cazo de aguachirri llamado caldo de pollo con fideos invisibles.
La falta de alimento y la medicación asignada de los últimos días estaban haciendo estragos en él. No quiso desmayarse, intentó aguantar, no quería darle esa satisfacción al Dr. Necker y tampoco quería perderse por su desmayo ese desayuno que le había prometido el doctor, que si bien no sería abundante, podría tomar un vaso entero de leche y dos galletas.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió: cayó desplomado en el suelo con sudores fríos y sintiendo como la muerte se abalanzaba sobre él. Ya notaba su gélido aliento en la frente y a lo lejos escuchaba su nombre gritado por dos voces, una femenina, dulce como la seda, que jamás antes había escuchado «Si el cielo es escuchar esto siempre, quiero morir ya», pensaba. Y por otro lado, la voz del médico que acuclillado a su lado le buscaba el pulso e intentaba tranquilizarlo.
Casi sin esperarlo Martín empezó a convulsionarse en un ataque epiléptico. La boca del muchacho echó espuma y sus ojos se pusieron en blanco. El Dr. Necker, nervioso, notó como Martín empezaba a ahogarse con su propia lengua.
Pensó rápido, aunque era un remedio muy arriesgado corrió a su escritorio, sacó una jeringuilla con un líquido extraño de color verde brillante y se la clavó con la máxima rapidez posible.
Milésimas de segundo después, cuando el cuerpo de Martín asimiló el contenido de la jeringuilla, sintió un dolor terrible que le hizo gritar como nunca lo había hecho y no supo si gritó por el dolor de la inyección o por el dolor de haber perdido a esa voz aterciopelada que le invitaba a ir con él.
En todo caso, fue un grito tan estremecedor que pudo ser escuchado en todo el hospital.
El hospital psiquiátrico infantil de Marmellar.
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Elena
Horreur"Los que una vez sufrieron, desahogarán sus llantos en los vivos." 1940. El hospital psiquiátrico de experimentación nazi de Marmellar tiene internos a más de cincuenta niños no reclamados. En él, una joven llamada Elena, luchará por intentar escapa...