Polvo

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El viejo Lemaitre merodeaba entre la densa neblina que bordeaba a una cabaña rústica. Buscaba a su hija, mientras escarchadas lágrimas escapaban de sus ancianos, pero recios ojos. Irrumpió en la casa cual gato, sin producir el menor de los ruidos; su mente lo torturaba con imágenes de su pequeña Laura llorando, sufriendo y agonizando en soledad. Ya no le quedaba nada por hacer, lo había intentado todo y lo único acertado en aquel momento era una memorable despedida. Avanzó torpemente hasta llegar a la habitación donde su querida hija descansaba. El hombre lloró tan fuerte que la despertó en un endiablado susto.

—     ¿Papá? — preguntó asustada— ¿Cómo llegaste aquí?

—     ¡Silencio, pequeña escoria! — gritó Lemaitre, ocultando su llanto en la oscuridad — Necesito que hagas algo que no has hecho en veinticuatro años: ¡Hazme sentir orgulloso por una vez en tu mísera vida y levántate de esa cama!

Aquel horrendo encuentro con el ebrio de su padre enfureció a Laura, quien tambaleándose puso un pie sobre el helado entablado.

—     Padre, eres un cretino — balbuceó mientras reaccionaba.

—     Debes volver a casa ahora conmigo — dijo conteniendo su emoción.

—     ¿Qué diablos quieres? — dijo Laura ya consciente y colérica — ¿Quieres arruinarme como a mi madre, acaso? ¡Eres un maldito!

—     No, Laura, no — dijo rompiendo en llanto — solo quiero... misericordia — susurró, y antes de que prosiguiera, una densa bruma emergió de su pecho, arrancándole alaridos de dolor.

En una cruel escena, el sujeto desaparecía de los confundidos ojos de su hija, quien al sentirse completamente ignorante e impotente lloró sin controlarse. Eran las tres horas cuarenta y siete minutos de la madrugada, pero continuó el resto del alba intentando despertar de aquella pesadilla. Golpeaba con furia su pecho, mientras se arrancaba los cabellos y gritaba el nombre de su padre en lo que quedaba de noche. Presa de la desesperación, dejó pasar los minutos hasta que su compostura le hizo pensar en rezar: buscó el viejo rosario que su madre le había obsequiado y en una alocada conversación con su dios imploró por el alma de su detestado padre.

Al amanecer, Laura, refugiada tras la ventana y junto al enorme reloj de pared, contempló con temor el horizonte, que le dedicaba un lúgubre cuadro. La desdichada mujer no podía dejar de pensar en su padre. Aquello que había visto ¿Habría sido real? ¿Su padre estaría bien? ¿Habría sido producto de la brujería? Como fuere, la superstición había logrado profanar su mente, por lo que llegó a la conclusión de que debía ir, aunque su padre sea un imbécil dedicado a la bebida, aunque su razón le imploraba que no lo hiciera.

La demacrada muchacha tomó sus cosas a gran velocidad. El "tic tac" del reloj acompañaba cada uno de sus movimientos: izquierda, derecha, izquierda, derecha, repitiéndose una y otra vez, invadiendo su mente y restándole espacio a su propia conciencia. Aquel reloj parecía haber sido construido por el demonio y su canto parecía el aullido de las tres cabezas del Can Cerbero. El ambiente era horrendo así que, sin poder contenerse más, quebró a su insoportable provocador.

Tras un agotador viaje, arribó a la ciudad en donde tenía la esperanza de encontrar a su padre. Estaba débil, necesitaba dormir y tenía un resfriado preocupante, pero aun así decidió andar por las pedregosas calles y llegar pronto a casa de su padre. Su estado era tan crítico que cada paso requería un esfuerzo mayor y un dolor insoportable. Tras caminar cuarenta minutos, llegó a las faldas de un imponente volcán. Allí encontró un pequeño pero bien decorado pueblo, que se alzaba atrevido ante el gigantesco guardián que, pese a estar dormido, los custodiaba. Se acercó a una modesta casa repleta de acabados y adornos de todo tipo, titubeó por segundos y luego llamó a la puerta con decisión.

—     ¿Padre? — dijo jadeando por su travesía — ¿Señor Lemaitre? — volvió a llamar despectivamente sin tener respuesta.

—     Lo siento — dijo una voz femenina a sus espaldas.

Se trataba de Helena, hija del vecino de su padre, una muchacha alta, esbelta y con la viva imagen de la escultura griega sobre su piel de mármol.

—     ¿Laura? — dijo con la vista hacia el suelo — Tu padre, a tu padre... — decía sin poder concluir la frase.

Un amargo presentimiento detuvo la respiración de Laura por unos minutos. Su padre había muerto y, peor aún, era su alma la que se le presentó, quizá para arreglar algún asunto pendiente y liberarse del purgatorio o para que su hija se asegurara de cumplir su última voluntad: ser sepultado junto a su esposa.

—     ¡Está muerto! — dijo Helena rompiendo en llanto — ¡El murió! — gritó dejándose caer al piso mientras sujetaba con demasiada fuerza su cabello.

SPECTRUMWhere stories live. Discover now