Esbirros de Fe

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Helena no dejaba de llorar y la curiosidad en Laura crecía. ¿Por qué una persona ajena a su padre lloraba tanto su muerte? ¿Acaso su padre tuvo un amorío con Helena? Fue lo primero que se preguntó, mas, al entrar en razón pensaba en por qué no sentía melancolía y tristeza, emociones que experimentó con fuerza al encontrarse con el alma de su padre. Tomó a Helena de un tirón y le exigió que se calmara para así enterarse de la suerte de su padre, pero se empezó a sofocar de una manera aterradora. 

— Helena ¿Dónde está tu padre?

— Está con el padre Francisco — dijo Helena entre jadeos antes de desmayarse.

Laura entró a fuerza a la casa de su padre y acomodó en un viejo mueble a Helena, quien para sorpresa de Laura, era tan liviana como una pluma. Tomó su pulso y notó espantada que esté era extremadamente lento. Algo malo pasaba con aquella muchacha. Necesitaba ir por ayuda de inmediato o todo terminaría de la peor de las maneras.

Le tomó veinte minutos sin descanso llegar a la plaza del pueblo, en donde se encontraban un grupo de hombres reunidos junto al sacerdote del lugar. Precisamente allí encontró al padre de Helena: un hombre alto, canoso y con grotescas facciones que, al reconocerla, advirtió al padre Córdova de inmediato.

— Hija, has venido en el momento justo — dijo el sacerdote a Laura, desde el centro de la plaza, con un tono de tristeza. 

— Padre — exclamó Laura casi asfixiándose por la travesía — Helena se ha puesto muy mal, necesito ayuda — dijo antes de caer al suelo inconsciente por agotamiento. 

Mientras permanecía inconsciente, de algún modo, Laura notó una imponente presencia. Abrió los ojos y se encontró envuelta en un inmenso manto de seda color gris, el cual se extendía hacia el infinito y cubría por completo a un hombre. De pronto, un ruido de proporciones apocalípticas le arrancó un alarido. La fuerza de dicho estruendo fue tal que Laura sintió a todo su cuerpo entumido por el vibrato, aunque lo peor estaba por ocurrir.

Reabrió sus ojos, estaba sobre una cama en una habitación muy amplia. Notó rápidamente que Helena yacía recostada en otra cama luchando por respirar y mantenerse sentada contra el espaldar. Laura intentó pedir ayuda, pero su voz no respondió; justo en ese instante apareció una mujer (la madre de Helena), quien se apresuró a socorrer a su hija con un extraño vaso de cristal verde. Luego de auxiliar a su hija, la mujer descubrió despierta a Laura y con un tono amable le rogó que se recostara. Laura estuvo a punto de hacerlo, pero se detuvo súbitamente al escuchar una voz magistral que le ordenaba levantarse y huir lo más rápido que pudiera.

— ¡He ordenado que vuelva a su cama, señorita Lemaitre! — dijo la mujer con un tono agresivo— usted no está en condiciones de levantarse — añadió.

— ¡Vete! — gritó una voz masculina a todo pulmón.

Sin mucho esfuerzo Laura se incorporó, a la vez que la madre de Helena se abalanzaba con furia sobre ella tratando de detenerla. Afortunadamente, Laura se encontraba  descansada y la esquivó sin tantos problemas. Helena adoptó un comportamiento extraño y, justo en el momento en que Laura escapaba, empezó a gritar como una desquiciada.

Laura escapó a toda prisa, llegando así al amplio portón que conducía a la plaza de la ciudad. Serían alrededor de las cinco treinta de la madrugada. Había estado retenida en la casa cural y pensar en ello le provocó un escalofrío de pies a cabeza. Decidió darse prisa y avanzar hacia la salida, pero una conversación cercana le obligó a esconderse.

— Esos salvajes no merecen compasión alguna. El padre tiene razón, nos corresponde eliminarlos por el bien de nuestras familias.

— Estás en lo cierto, no vaya a ser que alguno de nuestros hijos se confiara como aquel francés imbécil al que le rebanaron.

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