i

698 14 8
                                    

Arrugo, rasgó y rompió el papel. El décimo papel. El décimo papel que tenía trazos rectos y derechos. El décimo papel que tenía letra perfecta, letras de trazo limpio. El décimo papel de su nota de suicidio.

Estaba convencida de que no servía para nada. Siquiera para decirle adiós a la gente que le importaba. Siquiera para dejar su última huella en el mundo. Siquiera para quitarse la vida. Siquiera para suicidarse.

Cobarde, así la llamarían. Cobarde por ir por el camino fácil.

Ingrata, así la llamarían. Ingrata por quitarse la vida mientras otros luchan por mantenerla.

Exhibicionista, así la llamarían. Exhibicionista por “querer llamar la atención”.

Dramática, así la llamarían. Dramática por no esperar que las cosas mejoren.

Pero… ¿sabían ellos que ese no era el camino fácil? ¿Qué despedirse de tu vida no es tan fácil como parece? ¿Sabían ellos que no era ingrata? Como cuando sacrifican a un perro, lo matan para que no sienta más dolor, y si ellos tenían el derecho de sacarle la vida a un animal, ¿por qué ella no podía sacarse la propia por los mismos motivos? Exhibicionista, pff. Exhibicionista por matarse, ¿matarse para llamar la atención, de que le serviría esa atención… si cuando la obtenga va a estar muerta? ¿Dramática por sufrir los 365 días al año? ¿Dramática por no soportarlo? Ellos eran los cobardes, los cobardes por hablar mierda de alguien que falleció. Ellos eran los ingratos, los ingratos por no valorarla mientras vivió. Ellos eran los exhibicionistas, los exhibicionistas de sus defectos, ellos fueron, ellos eran los culpables de ese suicidio, ella no se estaba matando, porque ellos ya la habían matado. Ellos eran los dramáticos, los dramáticos por empujarla al límite, los dramáticos porque un insulto tendría que ser espontaneo, no debería durar meses y meses. Mierda… mierda no está en la lista, pero ellos eran una mierda, y ella se sentía como tal.

Escribió su décima segunda nota y empezó a llorar. A llorar descomunalmente. A gritar. A enloquecer. A pegarle a la pared. A pegarle al techo. A pegarse a sí misma. No le importaron sus “vecinos” del motel. No le importó el portero. No le importaba nada, porque ella no le importaba a nadie, hasta que se muriese. Porque cuando muriera saldría en el noticiero, “Chica de 17 años comete suicidio en motel sucio y barato un día antes de su cumpleaños”, bah, tal vez sin la parte de sucio y barato, pero pasaría, y de repente todos afirmarían haber sido sus amigos, todos afirmarían que ella era una persona grandiosa, cuando en realidad ellos la habían matado, cuando en realidad el noticiero debería decir “Ellos ya la habían matado, ella tenía que hacer el final del trabajo” a forma de subtítulo, y ella no podría estar ahí para llevarles la contra, porque ella iba a estar muerta.

Contó las pastillas, algunas se le cayeron con el temblor de sus manos, otras no.

Eran 18.

18 por cada año cumplido, y por el que cumpliría mañana.

Comenzó a reír. Comenzó a gritar. Comenzó a llorar. Todo al mismo tiempo, como si fuera esquizofrénica.

Tomó una pastilla con ayuda del agua, luego dos y luego tres. Su risa se hacía más fuerte con cada pastilla que tomaba. Iba por la décima, solo faltaban ocho, pero la puerta se abrió. Se abrió y un chico alto corrió a ella. Las lágrimas le nublaban la vista, no veía su cara, solo dos puntos celestes que la miraban, que se movían, que bailaban enfrente de sus ojos.

Y se durmió, se durmió frente a los ojos bailarines, se durmió entre lágrimas y risas enfermizas, pero sabía que se iba a levantar, porque no había cumplido aún, todavía le faltaban ocho pastillas, y sin ellas no se iba a ir, no se iba a ir porque todo tenía que ser perfecto.  

Un sabor amargo. Agrio, un sabor asqueroso. Vómito. Dos dedos le entraban a la boca y dos litros de vómito salían por la misma. Miró al costado. Parpadeo para aclararse la vista, los parpados le pesaban. Vio los dos ojos celestes de nuevo, pero esta vez estos la miraban. Los ojos celestes le metían los dedos en la garganta para que vomite y le sostenían el pelo por detrás de la oreja, para que vomite sus pastillas, las que le tenían que sacar la vida.

Los ojos celestes tardaron en darse cuenta de que ella había despertado. Los ojos celestes la abrazaron y gritaron “al fin” repetidas veces.

-¿Q-q-quién sos? –el labio inferior le temblaba, y las palabras le salían entrecortadas. Tenía frío, tenía asco, tenía arcadas.

Él dudo y la miró fijamente –Nash –volvió a mirarla, esta vez con cariño, como si fuera su amigo hace años –y ahora vas a contarme que estabas tratando de hacer y el porqué de todo esto.    

atelofobia (n.g) EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora