UNA ESTACIÓN DE AMOR

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 PRIMAVERA 

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya aloscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas miró al carruaje dedelante. Extrañado de una cara que no había visto en el coche la tarde anterior,preguntó a sus compañeros: 

–¿Quién es? No parece fea. 

–¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctorArrizabalaga. Llegó ayer, me parece... 

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era unachica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero ya núbil. Tenía, bajocabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y rasoque es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos,perdiéndose hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco separados,lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran terquedad. Perosus ojos, tal como eran, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza.Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado. 

–¡Qué encanto! –murmuró, quedando inmóvil con una rodilla en elalmohadón del surre y. Un momento después las serpentinas volaban hacia lavictoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de papel, yla que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros y aún alcarruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personassentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente alderrochador. 

–Quiénes son? –preguntó Nébel en voz baja. 

–El doctor Arrizabalaga... Cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tuchica... Es cuñada del doctor.  Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamenteante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, alo que respondió el terceto con jovial condescendencia.Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel se creyóen el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovialcondescendencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hastahoras increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bienque el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso sereanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de horacuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la cabezaa menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de cabeza a menudo, y la joven noapartaba casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación a suscanastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobreramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él sobre la rueda de losjazmines del país. Nébel saltó con él sobre la rueda del surrey, dislocóse casi untobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y con el entusiasmoa flor de ojos, tendió el ramo a al joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero nolo tenía. Sus acompañantes se reían.

 –¡Pero loca! –le dijo la madre, señalándole el pecho–. ¡Ahí tienes uno!El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había descendido afligido delestribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía con el cuerpo casi fuera delcoche.

 Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía subachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento dela sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en suciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí quedesde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!

–¡Qué encanto! – se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carnefemenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real yprofundamente deslumbrado –y enamorado, desde luego.

cuentos de amor, de locura y muerteWhere stories live. Discover now