Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuvieratienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad elmontaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarcesdelicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a lostreinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barbanegra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origencallejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta losveinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosaal fin, aceptó nerviosamente a Kassim.No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecíacompletamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyerotrabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido unalenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vistatras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajabatambién a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya–¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos ypuntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa lastareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caíamás hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja,deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin quererescucharlo.–Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en subanco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más susveladas a fin de un mayor suplemento.Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer sedetenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.–¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.–No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.–¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni laúltima de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer teníaluego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.–Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?–Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías,de noche...–¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguíael trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba laalhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:–¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a sumujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar adecir a su marido cosas increíbles.La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos ala que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó lafalta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajonesde nuevo.–¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.–Sí, lo he visto.–¿Dónde está? –se volvió él extrañado.–¡Aquí! Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedorpuesto.–Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.María se rió.–¡Oh, no! Es mío.–¿Broma?...–¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...!Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.Kassim se demudó.–Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.–¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de lacama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estabasentada en el lecho.–¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!–No mires así... Has sido imprudente, nada más.–¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco dehalago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante másadmirable que hubiera pasado por sus manos.–Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; peroKassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.–Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.–Un anillo... –murmuró María al fin.–No, es de hombre... Un alfiler.A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espaldatrabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez vecespor día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después selo probaba con diferentes vestidos. –Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajourgente.Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.–¡María, te pueden ver!–¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la miradaa su mujer.–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?–No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos letemblaban hasta dar lástima.Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis denervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.–¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!¡Dámelo!–María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.–¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me hasrobado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a lagarganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho,alcanzando a cogerlo de un botín.–¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassimmiserable!Kassim la ayudó a levantarse, lívido.–Estás enferma, María. Después hablaremos...Acuéstate.–¡Mi brillante!–Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.–¡Dámelo!La crisis de nervios retornó. Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían unaseguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo.María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Alfinal de la cena su mujer lo miró de frente.–Es mentira, Kassim –le dijo.–¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.–¡Te juro que es mentira! –insistió ella.Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó aproseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con lavista.–Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea poraquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su maridocontinuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.–¡Dámelo!–Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero sumujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: elbrillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue aldormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancurahelada de su pecho y su camisón.Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, ycon una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.Su mujer no lo sintió.No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza depiedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme yperpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.Los dedos se arquearon, y nada más. La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instantedesequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por finperfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido
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cuentos de amor, de locura y muerte
Cerita PendekCuentos de amor de locura y de muerte es un libro de cuentos de Horacio Quiroga publicado en 1917. La primera publicación incluye 18 relatos y en siguientes ediciones el propio autor realiza algunas modificaciones en los cuentos y excluye Los ojos s...