No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, yluego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo unatarjeta de Funes, que dice así:Estimado amigo:Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa.Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyoLuis María Funes.Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a lassiete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivoserio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y encuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanasbastante monas.Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que unahora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otrosujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo ensuma la misma relación a lo lejos que con Funes.Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:–Veamos, Durán: Usted comprende de sobra que no he venido a verlo a estahora para hablarle de pavadas, ¿no es cierto?–Me parece que sí –no pude menos que responderle.–Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo quetenga de indiscreta, se lo explicaré enseguida. ¿Me permite?–Todo lo que quiera –le respondí francamente, aunque poniéndome almismo tiempo en guardia.Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entreellos, y me hizo esta pregunta disparatada:–¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes? ¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermanade Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona!Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.–¿María Elvira Funes? –repetí–. Ningún grado ni ninguna inclinación. Laconozco apenas. Y ahora...–No, permítame –me interrumpió–. Le aseguro que es una cosa bastanteseria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedesdos?–¡Pero está loco! –le dije al fin–. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas laconozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás.He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más.No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.–Es raro, profundamente raro... –murmuró el hombre, mirándome fijamente.Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese –y lo era–, pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.–Creo que tengo ahora el derecho...Pero me interrumpió de nuevo:–Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dospalabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma... Lapersona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte...¿Entiende algo? –concluyó, mirándome bien a los ojos.Yo hice lo mismo con él durante un rato.–Ni una palabra –le contesté.–Ni yo tampoco –apoyó, encogiéndose de hombros. Por eso le he dicho queel asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Esindispensable.–Iré –le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota quérelación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes,que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas. Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mivida. Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior,no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto.Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato,esforzándonos como dos zonzos –puesto que comprendiéndolo así evitábamosmirarnos– en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis Maríasalió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habíanconcluido los míos. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen esesto:Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, MaríaElvira se había sentido mal. Cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, segúnopinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buendolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche,una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado amás no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar.Las proyecciones psicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y girarondesde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbesu vida entera.–Es una obsesión –prosiguió Ayestarain–, una sencilla obsesión a cuarenta yun grados. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero nollama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la estámatando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... Nopuede seguir así. ¿Y sabe usted –concluyó– a quién nombra cuando el sopor laaplasta?–No sé... –le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente deritmo.–A usted –me dijo, pidiéndome fuego.Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.–¿No entiende todavía? –dijo al fin. –Ni una palabra... –murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo unadolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde lapenumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía yacasi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso.–¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepade eso? Ah, bueno... Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hayun millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte. Viene unterremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota unasemilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífica...¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente,que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido ensu cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?–Sin duda... –repuse a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al mismotiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de divagacióncerebral, primero, y en agente terapéutico, después.En ese momento entró Luis María.–Mamá lo llama –dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisaforzada:–¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco conotra persona...Esto de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular lafamilia de que comenzaba yo a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo;por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo másprobable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos de que las fantasíasamorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán,ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficienteposición social. Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacíahonor el joven patricio.–Es extraordinario... –recomenzó Luis María, haciendo correr con disgustolos fósforos sobre la mesa.Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada: –¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creoque vuelve Ayestarain...En efecto, éste entraba.–Empieza otra vez... –Sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis María.Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:–¿Quiere que vayamos?–Con mucho gusto –le dije. Y fuimos.Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos concierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fue lapenumbra del dormitorio. La madre y la hermana de pie me miraron fijamente,respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deberpasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo labolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, peroéste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nosaman cuando uno se va acercando despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos,la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareadorelampagueo de dicha –hasta el estrabismo–cuando me incliné sobre ellos, jamásen un amor normal a treinta y siete grados los volveré a hallar.La enferma balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de suslabios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba ahacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Suintención era tan inequívoca que le tomé la mano.–Siéntese ahí –murmuró.Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña ydisparatada:Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una manoardiendo en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, depie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la mamá y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos a laenferma y a mía con el ceño fruncido.¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momentoen esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos yrecorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos,para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más.Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya.–Todavía no... –murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a sucabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vezlos ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarseinquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miréexclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome queesperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbede sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No erafácil decir algo –yo al menos. La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste yseca sonrisa:–Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecíahorrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa.Primero el hermanito, luego la madre... Ayestarain, que nos había dejado uninstante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con unaplacidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico. Podíairme, claro que sí, y me despedí.He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitualvida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, hermanasy parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente:Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que apenasme conoce y a quien yo le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto aMaría Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también –ingeniero, si se quiere– que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todoesto es razonable, inteligible y normal.Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por elestilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se sienteabrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundanoque ella conoce bien? No señor; por mí.¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré conoceral primero de esa bendita casa que llegue hasta mi puerta.¡Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este mediodía a verme.No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.–¿Meningitis? –me dijo–. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía eso, yanoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.–Peor en fin –objeté–, siempre una enfermedad cerebral...–Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿ustedentiende algo de medicina?–Muy vagamente...–Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era uncaso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay remisiones, tac–tac–tac, justas remisiones como un reloj–Pero el delirio –insistí–, ¿existe siempre?–¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito, esta noche lo esperamos.Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mipropia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que nopensaba ir más.Ayestarain me miró fijamente:–¿Por qué? ¿Qué le pasa?–Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: ¿ustedtiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; sí o no?–No se trata de eso...–Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que nocomprenda! –Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como..., no se ofenda,cuestión de amor propio.–¡Muy lindo! –salté–. ¡Amor propio! ¡Y ¡n se les ocurra otra cosa! ¡Les parececuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la manola noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido! Si a ustedes lesparece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengootras cosas que hacer.Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en loanterior, porque no insistió y hasta que se fue no volvimos a hablar del asunto.Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos acabode recibir una esquela del médico, así concebida:Amigo Durán:Con todo su bagaje de rencores, nos es usted indispensable esta noche.Supóngase una vez más que usted hace de cloral, veronal, el hipnótico quemenos le irrite los nervios, y véngase.Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón,porque desde esta mañana no esperaba sino esta carta...Durante siete noches consecutivas –de once a una de la mañana, momentoen que me remitía la fiebre, y con ella el delirio– he permanecido al lado de MaríaElvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a vecessu mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear minombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en eseestado, no ignorando tampoco que en sus momentos de lucidez no tiene la menorpreocupación por mi existencia, presente o futura. Esto crea así un caso depsicología singular de que in novelista podría sacar algún partido. Por lo que a míse refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado fuertemente elcorazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no le he dicho, tiene losojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en sumirada sine el reflejo de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda nochesentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño eseamor con la fiebre enlaza su cabeza a la mía.¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabequién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueñosde amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día, ymucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto aamar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno... Amo, pues, una sombra, ypienso con angustia en el día que Ayestarain considere a su enferma fuera depeligro, y no precise más de mí.Crueldad esta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres queestán enamorados –de una sombra o no.Ayestarain acaba de salir. Me, ha dicho que la enferma sigue mejor, y quemucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de MaríaElvira.–Sí, compañero –me dice–. Libre de veladas ridículas, de amores cerebralesy ceños fruncidos... ¿Se acuerda?Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno seecha a reír y agrega:–Le vamos a dar en cambio una compensación... Los Funes han vivido estosquince días con la cabeza en el aire, y no extrañe pues si han olvidado muchascosas, sobre todo en lo que a usted se refiere... Por lo pronto, hoy cenamos allá.Sin su bienaventurada persona, dicho sea de paso, y el amor de marras, no sé enqué hubiera acabado aquello... ¿Qué dice usted?–Digo –le he respondido–, que casi estoy tentado de declinar el honor queme hacen los Funes, admitiéndome a su mesa...Ayestarain se echó a reír.–¡No embrome!... Le repito que no sabía dónde tenían la cabeza...–Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, ¿eh? ¡Para esono se olvidaban de mí!Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.–¿Sabe lo que pienso, compañero? –Diga.–Que usted es el individuo más feliz de la tierra.–¿Yo, feliz?...–O más suertudo. ¿Entiende ahora? –Y quedó mirándome.¡Hum! –me dije a mí mismo–: O yo soy un idiota, que es lo más posible, oeste galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro en el bolsillo. Elmaligno tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso... Pero vuelvo a lo deidiota, que es lo más seguro.–¿Feliz?... –repetí sin embargo–. ¿Por el amor estrafalario que usted hainventado con su meningitis?Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creí notar un vago,vaguísimo dejo de amargura.–Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo... –ha murmurado,cogiéndome del brazo para salir.En el camino –hemos ido al Aguila, a tomar el vermut– me ha explicado bienclaro tres cosas.1º: que mi presencia al lado de la enferma era absolutamente necesaria,dado el estado de profunda excitación–depresión, todo en uno, de su delirio. 2º:que los Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos, a despecho de lo raro,subrepticio e inconveniente que pudiera parecer la aventura, constándoles, estáclaro, lo artificial de todo aquel amor. 3º: que los Funes han confiado sencillamenteen mi educación, para que me dé cuenta –sumamente clara– del sentidoterapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la enferma antemí.– Sobre todo lo último, ¿eh? –he agregado a guisa de comentario. El objetode toda esta charla es éste: que no vaya yo jamás a creer que María Elvira sientela menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso?–¡Claro! –Se ha encogido de hombros el médico–. Póngase usted en el lugarde ellos...Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola probabilidad de que ella... Anoche cené en lo de Funes. No era precisamente una comida alegre, sibien Luis María, por lo menos, estuvo muy cordial conmigo. Querría decir lo mismode la madre, pero por más esfuerzos que la dama hacía para tornarme grata lamesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hijaprefiere un millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás,se alternaban con su hija para ir a ver a la enferma. Esta había tenido un buen día,tan bueno que por primera vez después de quince días no hubo esa noche subidaseria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuveque volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verlaen todo el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre de cuarenta, ochenta, cientoveinte grados, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabeza...¡Y aquí!: Esta sola línea del bendito Ayestarain:Delirio de nuevo. Venga enseguida.Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hombrediscreto. Véase esto ahora:Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez.Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No séqué me decían sus ojos; posiblemente me daban toda su vida y toda su alma enuna entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve queinclinarme para oír:–Soy feliz. –Se sonrió.Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.–Y después... –murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo quetuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que extravía la miradaen los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos. Y esta vez oí bien claro,sentí claramente en mis oídos esta pregunta:–Y cuando sane y no tenga más delirio..., ¿me querrás todavía?¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón! ¡Después!¡Cuando no tenga más delirio! ¿Pero estábamos todos locos en la casa, o habíaallí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del después? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio ono? Luego mi María Elvira...No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a laparentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo;apenas había murmurado ella con una sonrisa... Y se durmió.De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltaral aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién de entre nosotros, puede jurar que nohubiera sentido lo mismo? Porque las cosas, para ser claras, deben serplanteadas así: La enferma con delirio, que por una aberración psicológicacualquiera, ama únicamente en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, elmismo X, que desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas paraconcretarse a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con sumeningitis y su inconsciencia –su incontestable inconsciencia–, murmura a nuestroamigo:–Y cuando no tenga más delirio... ¿me querrás todavía?Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche,cuando llegaba a casa, creí un momento haber hallado la solución, que sería ésta:María Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A quién no ha sido dadosoñar que está soñando? Ninguna explicación más sencilla, claro está.Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, queempapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se puedementir; cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los rostrosfamiliares, para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mildelirios como ése, uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor –oseamos más explícitos–: con María Elvira Funes.¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún.¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel a quien se le tendió la mano, y el brazodesnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aún los rostros bienamados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó con sus ojos, durante minutosinmensos de eternidad, la mirada mareada de amor de mi María Elvira? Sí, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finalizado, muerto, inmaterial,como si nunca hubiera sido. Y sin embargo...Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo alprincipio una evidente alusión a los desvaríos sentimentales de la enferma, todocon gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible, pues en esosveinte días transcurridos no había sido mi preocupación menor pensar en ladiscreción de que debía yo hacer gala en esa primera entrevista.Todo fue a pedir de boca, no obstante.–Y usted –me dijo la madre sonriendo–, ¿ha descansado del todo de lasfatigas que le hemos dado?–¡Oh, era muy poca cosa!... Y aún –concluí riendo también– estaríadispuesto a soportarlas de nuevo...María Elvira se sonrió a su vez.–Usted sí; pero yo no; ¡le aseguro!La madre la miró con tristeza:–¡Pobre mi hija! Cuando pienso en los disparates que se te han ocurrido... Enfin –se volvió a mí con agrado–. Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y leaseguro que Luis María lo estima muchísimo.El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarillos.–Fume, fume, y no haga caso.–¡Pero Luis María! –le reprochó la madre, semiseria–. ¡Cualquiera creería aloírte que le estamos diciendo mentiras a Durán!–No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán meentiende.Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más omenos sosas; pero no se lo agradecía en lo más mínimo.Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos enMaría Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí, sana, bien sana. Había esperado y temidocon ansia ese instante. Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos ytreinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y deaquella penumbra, como de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba comoa un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos cuandose cuenta algo o se comenta una frase risueña.Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación deno mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi juego. Era unsujeto –no digamos sujeto, sino ser– absolutamente desconocido para ella. Ypiénsese ahora en la gracia que me hacía recordar, mientras la miraba, que unanoche esos mismos ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho dedos de losmíos:–¿Y cuando esté sana... me querrás todavía?¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuegoen el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral! Olvidarla... Siendo lo quehubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer.Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colocandoa éste entre María Elvira y yo; podía así mirarla impunemente so pretexto de quemi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es extraordinario cómo sucuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, en unvivo deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda contrael charol iba arrastrando mi alma como un papel.Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, puesestaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbitadetención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes:–Y bien: ahora que me has visto de pie, ¿me quieres todavía?¡Bah! Muerto, bien muerto me despedí y oprimí un instante aquella mano fría,amable y rápida.Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvirapuede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre; admito esto. Pero estáperfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores. Luego, esimposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés. De encantos –¡Diosme perdone!– todo lo que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien se hasoñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tanto, su perfecta indiferencia a mi respecto no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota probabilidad de dicha puedereportarme constatar esto? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave asícontra mis posibles pretensiones por aquello; he aquí todo.En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien. Peroque vaya yo a exigir el cumplimiento de un pagaré de amor firmado sobre unacarpeta de meningitis, ¡diablo! eso no.Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente de acostarse, peroasí es. Del baile de lo de Rodríguez Peña, a Palermo. Luego al bar. Todoperfectamente solo. Y ahora a la cama.Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que elsueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María Elvira. Y después debailar, hablamos así:–Estos puntitos en la pupila –me dijo, frente uno de otro en la mesita delbuffet–, no se han ido aún. No sé qué será... Antes de mi enfermedad no los tenía.Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese detalle.Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos.Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde.–Sí –le dije, observando sus ojos–. Me acuerdo de que antes no los tenía...Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reír:–Es cierto; usted debe saberlo más que nadie.¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi pecho!¡Era posible hablar de eso, por fin!–Eso creo –repuse–. Más que nadie, no sé... Pero sí; en el momento a quese refiere, ¡más que nadie, con seguridad!Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono.–¡Ah, sí! –se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a lasparejas que pasaban a nuestro lado.Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos,supongo, y de sombría angustia para mí. Pero sin volver a mí los ojos, como si leinteresaran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de film, agregó uninstante después: –Cuando era mi amor, al parecer.–Perfectamente bien dicho –le dije–. Su amor, al parecer.Ella me miró entonces de pleno.–No...Y se calló.–¿No... qué? Concluya.–¿Para qué? Es una zoncera.–No importa: concluya.Ella se echó a reír:–¿Para qué? En fin... ¿No supondrá que no era al parecer?–Eso es un insulto gratuito –le respondí–. Yo fui el primero en comprobar laexactitud de la cosa, cuando yo era su amor... al parecer.–¡Y dale...! –murmuró. Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró trasaquel ¡y dale! burlón, a una pregunta que nunca debiera haber hecho.–Óigame, María Elvira –me incliné–: ¿usted no recuerda nada, no es cierto,nada de aquella ridícula historia?Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al mismo tiempo conatención, como cuando nos disponemos a oír cosas que a pesar de todo no nosdisgustan.–¿Qué historia? –dijo.–La otra, cuando yo vivía a su lado... –le hice notar con suficiente claridad.–Nada... absolutamente nada.–Veamos; míreme un instante...–¡No, ni aunque lo mire...! –me lanzó en una carcajada.–¡No, no es eso...! Usted me ha mirado demasiado antes para que yo nosepa... Quería decirle esto: ¿No se acuerda usted de haberme dicho algo... dos otres palabras nada más... la última noche que tuvo fiebre?María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las levantó luego, másaltas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo la cabeza:–No, no recuerdo...–¡Ah! –me callé. Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.–¿Qué? –murmuró.–¿Qué... qué? –repetí.–¿Qué le dije?–Tampoco me acuerdo ya...–Sí, se acuerda... ¿Qué le dije?–No sé, le aseguro...–¡Sí, sabe...! ¿Qué le dije?–¡Veamos! –me aproximé de nuevo a ella–. Si usted no recuerdaabsolutamente nada, puesto que todo era una alucinación de fiebre, ¿qué puedeimportarle lo que me haya o no dicho en su delirio?El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo, contentándosecon mirarme un instante más y apartar la vista con una corta sacudida dehombros.–Vamos –me dijo bruscamente–. Quiero bailar este vals.–Es justo –me levanté–. El sueño de vals que bailábamos no tiene nada dedivertido.No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con losojos a alguno de sus habituales compañeros de vals.–¿Qué sueño de vals desagradable para usted? –me dijo de pronto, sin dejarde recorrer el salón con la vista.–Un vals de delirio... No tiene nada que ver con esto. –Me encogí a mi vez dehombros.Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira norespondió una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que buscaba.De modo que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada –la ineludibleforzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:–Si quiere, entonces, baile este vals con su amor...–...al parecer. No agrego una palabra más –repuse, pasando la mano por sucintura. Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María estánpara mí llenos ahora de poético misterio! La madre es, desde luego, la persona aquien María Elvira tutea y besa más íntimamente. Su hermana la ha vistodesvestirse. Luis María, por su parte, se permite pasarle la mano por la barbillacuando entra y ella está sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como seve, e incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltos.En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quienquema margaritas: ¿me quiere? ¿no me quiere?Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces, en sucasa, desde luego, todos los miércoles.Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y flirteaadmirablemente cuantas veces se lo proponen. Pero siempre halla modo de noperderme de vista. Esto cuando está con los otros. Pero cuando está conmigo,entonces no aparta los ojos de ellos.¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes unabuena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta.Anoche, sin embargo, hemos tenido un momento de tregua. Era miércoles.Ayestarain conversaba conmigo, y una breve mirada de María Elvira, lanzadahacia nosotros por sobre los hombros de cuádruple flirt que la rodeaba, puso suespléndida figura en nuestra conversación. Hablamos de ella y, fugazmente, de lavieja historia. Un rato después María Elvira se detenía ante nosotros.–¿De que hablan?–De muchas cosas; de usted en primer término –respondió el médico.–Ah, ya me parecía... –y recogiendo hacia ella un silloncito romano, se sentócruzada de piernas, con la cara sostenida en la mano.– Sigan; ya escucho.–Contaba a Durán –dijo Ayestarain– que casos como el que le ha pasado austed en su enfermedad son raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no recuerdocuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo.–¿Más feliz? ¿Y por qué? –Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio, eneste caso, usted era únicamente quien amaba...¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un tantotortuosa respecto de mí? Si no lo dije, tuve en aquel momento un fulminante deseode hacérselo sentir, no solamente con la mirada. Algo no obstante de ese anhelodebió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo:–Los dejo para que hagan las paces.–¡Maldito bicho! –murmuré cuando se alejó.–¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?–Dígame, María Elvira –exclamé–. ¿Le ha hecho el amor a usted algunavez?–¿Quién, Ayestarain?–Sí, él.Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria:–Sí –me contestó.–¡Ah, ya me lo esperaba...! Por lo menos ése tiene suerte... –murmuré, yaamargado del todo.–¿Por qué? –me preguntó.Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado.Ella siguió mi vista. Pasó un momento.–¿Por qué? –insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las mujerescuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre. Estabaahora, y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con la rodillasobre el silloncito. Mordía un papel –jamás supe de dónde pudo salir– y memiraba, subiendo y bajando imperceptiblemente las cejas.–¿Por qué? –repuse al fin–. Porque él tiene por lo menos la suerte de nohaber servido de títere ridículo al lado de una cama, y puede hablar seriamente,sin ver subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo... ¿Comprendeahora?María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativamentela cabeza, con su papel en los labios. –¿Es cierto o no? –insistí, pero ya con el corazón a loco escape.Ella tornó a sacudir la cabeza:–No, no es cierto...–¡María Elvira! –llamó Angélica de lejos.Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna.Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera depropósito como aquella vez.María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.–Me voy –me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba unflirt.–¡Un solo momento! –le dije.–¡Ni uno más! –me respondió alejándose ya y negando con la mano.¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo,hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra lapared. Y estrellarme enseguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. Lainmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles!¡Psicologías de hombre corrido! ¡Y la primera coqueta cuya rodilla queda marcadaallí, se burla de todo eso con una frescura sin par!No puedo más. La quiero como un loco, y no sé –lo que es más amargoaún– si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado, y cosaspor el estilo: Ibamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo como unbulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todassentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían denosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté, y volví a soñar; el tal salón debaile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje blancode María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero teníaahora por cabeza un termómetro. Eramos siempre La meningitis y su sombra.¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy aEuropa, a Norteamérica, a cualquier parte donde pueda olvidarla.¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándomesolo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que les podrá hacer a mis planos demáquinas esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental, ¡aunque no quiera!); peroquedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las MaríaElvira....Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo deanotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día que vi a MaríaElvira.Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoriaesperanza de suicida, fui la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes.Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo –por donde se verá cuántodesconfiaba de mí mismo.María Elvira estaba indispuesta –asunto de garganta o jaqueca– pero visible.Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando músicas,desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar unarápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojoshundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí porque laperdía.Le dije sencillamente que me iba, y le deseaba mucha felicidad.Al principio no me comprendió.–¿Se va? ¿Y adónde?–A Norteamérica... Acabo de decírselo.–¡Ah! –murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios.Pero enseguida me miró inquieta.–¿Está enfermo?–¡Pst...! No precisamente... No estoy bien.–¡Ah! –murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidriosabriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara.Se volvió a mí.–¿Por qué se va? –me preguntó. –¡Hum! –me sonreí–. Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin,me voy.María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión preocupada y atenta setornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelántame:–Bueno, María ElviraMe tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.–Antes de irse –me dijo– ¿no me quiere decir por qué se va?Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como enun relámpago la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando conla mano: «no, ya estoy satisfecha...» ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello teníabastante!–¡Me voy –le dije bien claro–, porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez yvergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la músicadel atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró denuevo, con esforzada y dolorosa sonrisa:–¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?–¡Pero por Dios bendito! –exclamé. ¡No se da cuenta de que me estámatando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelicidad!¿Qué ganamos, que gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe usted –agregué adelantándome– lo que usted me dijo aquella última noche de suenfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?Quedó inmóvil, toda ojos.–Sí, dígame...–¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijobien claro esto: Y–cuan–do–no–ten–ga–más–de–li–rio, ¿me–que–rrás–to–da–ví–a? Usted tenía delirio aún, ya lo sé... ¿Pero qué quiere que haga yo ahora?¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque laquiero como un idiota...? Esto es bien claro también ¿eh? ¡Ah! ¡Le aseguro que noes vida la que llevo! ¡No, no es vida! Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo quehabía dicho, mi vida se derrumbaba para siempre jamás.Pero era menester concluir, y me volví: Ella estaba a mi lado, y en sus ojos –como en un relámpago, de felicidad esta vez– vi en sus ojos resplandecer,marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.–¡María Elvira! –grité, creo– ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entregada,dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho postura cómoda a su cabeza.Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bienposible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero quéendiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque –y aquí está lomás gracioso de esta nuestra historia– ella está aquí, a mi lado, leyendo con lacabeza sobre la lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocasobservaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfadocon tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella creeconmigo que la impresión general de la narración, reconstruida por etapas, es unreflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obrade un ingeniero, no está del todo mal.En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la últimalínea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino que estábien, muy bien. Y como argumento irrefutable me echa los brazos al cuello y memira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.–¿Es verdad? –murmura, o arrulla, mejor dicho.–¿Se puede poner arrulla? –le pregunto.–¡Sí, y esto, y esto! –Y me da un beso.¿Qué más puedo añadir?
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cuentos de amor, de locura y muerte
Historia CortaCuentos de amor de locura y de muerte es un libro de cuentos de Horacio Quiroga publicado en 1917. La primera publicación incluye 18 relatos y en siguientes ediciones el propio autor realiza algunas modificaciones en los cuentos y excluye Los ojos s...