Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadasen el Silex con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a losnueve meses, la contrata concluida, y con pasaje gratis por lo gratis, por lo tanto.Cayé –mensualero– llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempoque había necesitado para cancelar su cuenta.Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos,descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devorabancon los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nuevemeses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente dela vida del obraje era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce queolfateaban allí.De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria deuna semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de unanueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupode muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensúsedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados detres o cuatro amigas se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente decaña para colmar el hambre de eso de un mensú.Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata firmada. ¿Enqué trabajo? ¿En dónde? No lo sabían, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, quetenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en gastos.Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a lasmuchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con laque tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de lamisma casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujodetonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse decintas –robado todo ello con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que un mensú realmente posee es un desprendimientobrutal de su dinero.Por su parte, Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de losnecesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, másjuicioso, optaba por un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuentaentreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero detodos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantespersonas, calzados de botas, poncho al hombro –y revólver 44 en el cinto, desdeluego–, repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, ydejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo de color. Acompañábanlosdos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en laexpresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando su coche mañana y tardepor las calles caldeadas, una infección de tabaco y extractos de obraje.La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselasavisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero les hacía lanzardiez pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio un peso y cuarentacentavos, que guardaban sin ojear siquiera.Así, tras constantes derroches de nuevos adelantos–necesidad irresistible decompensar con siete días de gran señor las miserias del obraje–, los mensúvolvieron a rea remontar el río en el Sílex. Cayé llevó compañera, y los tres,borrachos como los demás peones, se instalaron junto a la bodega, donde ya diezmulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados, perros, mujeres yhombres.Al día siguiente, ya despejadas las cabezas, Podeley y Cayé examinaron suslibretas: era la primera vez que lo hacían desde su contrata. Cayé había recibidociento veinte pesos en efecto, y treinta y cinco en gasto; y Podeley, ciento treinta ysetenta y cinco, respectivamente.Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si unmensú no estuviera perfectamente curado de ello. No recordaban haber gastadoni la quinta parte siquiera.–¡Añá...! –murmuró Cayé–. No voy a cumplir nunca... Y desde ese momento adquirió sencillamente –como justo castigo de sudespilfarro– la idea de escaparse de allá.La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él,que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.–Vos tenés suerte... –dijo–. Grande, tu anticipo...–Vos traés compañera –objetó Podeley–. Eso te cuesta para tu bolsillo...Cayé miró a su mujer; y aunque la belleza y otras cualidades de orden másmoral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. Lamuchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusaamarilla; lucía en el cuello sucio un triple collar de perlas: calzaba zapatos Luis XV,tenía las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo lospárpados entornados.Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: ambas cosas eranrealmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aún el 44 corría riesgo denaufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.Sobre un baúl de punta, en efecto, los mensú jugaban concienzudamente almonte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre lospeones cuando están juntos, sea cual fuera el motivo; y se aproximó al baúl,colocando a una carta cinco cigarros.Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente parapagar el adelanto en el obraje y volverse en el mismo vapor a Posadas, aderrochar un nuevo anticipo.Perdió. Perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar desu mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, peronada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo conincesantes cigarros despreciativos.Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una cajade jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena demedias, que ganó, quedando así satisfecho.Por fin, quince días después, llegaron a destino. Los peones treparon alegresla interminable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el Sílex aparecía diminuto y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas enguaraní, los mensú despidieron al vapor que debía ahogar, en una baldeada detres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, pachulí y mulas enfermas, quedurante cuatro días remontó con él. Para Podeley, labrador de madera, cuyo diariopodía subir a siete pesos, la vida de obraje no era muy dura. Hecho a ella,domaba su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera,compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón. Su nuevaetapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque.Construyó con hojas de palmera su cobertizo –techo y pared sur, nada más–; dionombre de cama a ocho varas horizontales, y de un horcón colgó la provistasemanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates allevantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; laexploración en descubierta madera; el desayuno a las ocho, –harina, charque ygrasa–; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos,barigüís y mosquitos; después el almuerzo –esta vez porotos y maíz flotando en lainevitable grasa–,para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de ochopor treinta, con el yopará del mediodía.Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían sujurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegan en cuclillas frente a lapava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y eldomingo iba al almacén a proveerse.Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre losanatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la subasiempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a ochenta centavos porkilo de galleta, y siete pesos por un calzoncillo de lienzo. El mismo fatalismo queaceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, ledictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Ysi esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendíanesa mordedura de contra–justicia que iba, en caso de llegar, a clavar los dientesen la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremofinal, vigilando día y noche a su gente, y en especial los mensualeros. Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entreinacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes paracontener la alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda velocidad,rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bienmezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma.Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados yyoparás, que el pregusto de la huida tornaba más indigestos, deteníase aún porfalta de revólver y, ciertamente, ante el winchester del capataz.¡Pero si tuviera un 44!...La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada.La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío se ganaba lavida lavando la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé la esperó dosnoches; y a la tercera fue al rancho de su reemplazante, donde propinó unasoberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando,amistosamente, resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto elseductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante juicioso. Perocomo el mensú parecía gustar realmente de la dama –cosa rara en el gremio–,Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría delalmacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porquea última hora Cayé pidió que se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo quepareció excesivo al mensú. Concluyóse por fin el mercado, y mientras el frescomatrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquéllos.El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos,se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba elhombro de los mensú. Podeley, libre de esto hasta entonces, sintióse un día contal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes sin saberqué hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintióun ligero cosquilleo en la espalda. Podeley sabía muy bien qué significaba aquel desgano y aquel hormigueo aflor de piel. Sentóse filosóficamente a tomar mate y media hora después un hondoy largo escalofrío recorríale la espalda.No había nada que hacer. El mensú se echó sobre las varas tiritando de frío,doblado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles,castañeteaban a más no poder.Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó amediodía, y Podeley fue a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente sedenunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente, sin mirar casial enfermo, bajó los paquetes de quinina. Podeley volcó tranquilamente sobre sulengua la terrible amargura aquella, y cuando regresaba al monte tropezó con elmayordomo.–¡Vos también! –le dijo el mayordomo, mirándolo–. Y van cuatro. Los otrosno importa... poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta?–Falta poco... Pero no voy a poder hachear...–¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana.–Hasta mañana –se alejó Podeley apresurando el paso, porque en lostalones acababa de sentir un leve cosquilleo.El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley desplomadoen una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudieraalcanzar más allá de uno o dos metros.El descanso absoluto a que se entregó por tres días –bálsamo específicopara el mensú, por lo inesperado–, no hizo sino convertirle en un bultocastañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior habíatenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopadade accesos, casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no habíacortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morirhecho un ovillo en cualquier recodo de picada. Y bajó de nuevo al almacén.–¡Otra vez, vos! –lo recibió el mayordomo. Eso no anda bien... ¿No tomastequinina? –Tomé... no me hallo con esta fiebre... No puedo con mi hacha. Si querésdarme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane...El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida quequedaba en su peón.–¿Cómo está tu cuenta? –preguntó otra vez.–Debo veinte pesos todavía... El sábado entregué...Me hallo enfermo grande...–Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar. Abajo...te podés morir. Curate aquí, y arreglás tu cuenta enseguida.¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto;pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muertoa deudor lejano.Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permiteante su patrón un mensú de talla.–¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir! –replicó el mayordomo–.¡Pagá tu cuenta primero, y después hablaremos!Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo del desquite.Fue a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieronescaparse el próximo domingo.–¡Ahí tenés! –gritó el mayordomo a Podeley esa misma tarde al cruzarse conél–. Anoche se han escapado tres... ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos tambiéneran cumplidores! ¡Como vos! ¡Pero antes vas a reventar aquí, que salir de laplanchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben!La decisión de huir y sus peligros –para los que el mensú necesita todas susfuerzas– es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo,por lo demás, había llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa, simuladosguitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley yCayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría.Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada, puesPodeley caminaba mal. Y aún así...La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca: –¡A la cabeza! ¡A los dos!Y un momento después desembocando de un codo de la picada surgíancorriendo el capataz y tres peones. La cacería comenzaba.Cayé amartilló su revólver sin dejar de huir.–¡Entregáte, añá! –gritóles el capataz desde atrás.–Entremos en el monte –dijo Podeley–. Yo no tengo fuerza para mimachete...–¡Volvé o te tiro! –llegó otra voz.–Cuando estén más cerca... –comenzó Cayé. Una bala de winchester pasósilbando por la picada.–¡Entrá! –gritó Cayé a su compañero. Y parapetándose tras un árbol,descargó hacia los perseguidores cinco tiros de su revólver.Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacíasaltar la corteza del árbol que ocultaba a Cayé.–¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza...!–¡Andá no más! –instó Cayé a Podeley–. Yo voy a...Y tras nueva descarga entró a su vez en el monte. Los perseguidores,detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante,fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos.A cien metros de la picada, y siguiendo su misma línea, Cayé y Podeley sealejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidorespresumían esta maniobra; pero como dentro del monte el que ataca tiene cienprobabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, elcapataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lodemás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves...El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley seenvolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió en dosterribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo.Luego prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando lanoche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones,hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres.El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguiente encontraron elriacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuarassin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas acortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollarse a tiritar.Cayé, pues, construyó solo la jangada –diez tacuaras atadaslongitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la jangadilla, arrastradaa la deriva, entró en el Paraná.Las noches son en esa época excesivamente frescas; y los dos mensú, conlos pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente delParaná, que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en elborbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó.En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, quePodeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían. Y alcaer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua.Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque,desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla,derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante unremolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casisueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban aromper sus ojos desesperados.El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No losabían... Un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos devientre.Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veintemetros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, elriacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas.Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los cogollosy gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida.Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, y apoyándoseen el revólver para levantarse, apuntó a Cayé. Volaba de fiebre.–¡Pasá, añá!...Cayé vio que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinódisimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió:–¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente y desapareció tras el pajonal, alque pudo abordar con terrible esfuerzo.Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero; pero Podeley yacía de nuevode costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Alaproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir el enfermo los ojos, cegados por elagua, murmuró:–Cayé, caray... Frío muy grande...Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de losdiluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempreen su tumba de agua.Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, elsuperviviente agotó las raíces y gusanos posibles, perdió poco a poco sus fuerzas,hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en elParaná.El Sílex, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi moribundo.Mas su felicidad transformóse en terror al darse cuenta, al día siguiente, de que elvapor remontaba el río.–¡Por favor te pido! –lloriqueó ante el capitán–. ¡No me bajés en Puerto X!¡Me van a matar!... ¡Te lo pido de veras!...El Sílex volvió a Posadas, llevando con él al mensú, empapado aún enpesadillas nocturnas.Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nuevacontrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.
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cuentos de amor, de locura y muerte
Short StoryCuentos de amor de locura y de muerte es un libro de cuentos de Horacio Quiroga publicado en 1917. La primera publicación incluye 18 relatos y en siguientes ediciones el propio autor realiza algunas modificaciones en los cuentos y excluye Los ojos s...