Ciudad de Almas Pérdidas

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El túnel del metro olía a invierno, que por fin había llegado a la ciudad. Había un lejano olor a metal frío y húmedo, tierra húmeda, y un indicio de humo.
Alec estaba caminando por las vías, mientras veía su propia respiración convertida en vapor, unas nubes blancas se esparcían por delante de su cara, y metió la mano libre en el bolsillo de su chaquetón azul para mantener el calor. La luz mágica que tenía en la otra mano iluminaba el túnel: en las paredes había azulejos de color verde y crema, descoloridos por los años, y el cableado colgaba como telarañas de las paredes.
Había pasado un largo tiempo desde que este túnel había visto un tren en movimiento.
Alec se había levantado antes de que Magnus despertara, una vez más.
Magnus había estado durmiendo hasta tarde, todavía se estaba recuperando de la batalla en el Burren. Había recurrido a una gran cantidad de energía para poder curarse a sí mismo, pero todavía no estaba del todo bien. Los brujos eran inmortales, pero no invulnerables, y "unos pocos centímetros mas arriba y habría sido todo para mí. Mi corazón habría dejado de latir", Magnus había mencionado esto con un gruñido de dolor, mientras examinaba la herida de cuchillo.
Hubo unos momentos (minutos, incluso), en los que Alec realmente había pensado que Magnus estaba muerto. Y después de pasar tanto tiempo preocupándose de que se hiciera viejo y muriera antes que Magnus, habría sido una amarga ironía; del tipo de cosas que se merecía por haber contemplando, incluso por un segundo, la oferta que Camille le había hecho.
Podía ver luz delante de él: la estación City Hall, iluminada por arañas y claraboyas. Estaba a punto de apagar su luz mágica cuando oyó una voz familiar tras él.
―Alec ―dijo―. Alexander Gideon Lightwood.
Alec sintió un vuelco en el corazón. Se dio la vuelta lentamente.
―¿Magnus?
Magnus dio un paso hacia adelante, hacia el círculo de iluminación emitido por la luz mágica que sostenía Alec. Parecía extrañamente sombrío, con los ojos ensombrecidos y su cabello, que siempre estaba en punta estaba desordenado. Sólo llevaba una chaqueta de traje sobre una camiseta, y Alec no pudo evitar preguntarse si tendría frío.
―Magnus ―dijo Alec de nuevo―.
Pensé que estabas dormido.
―Evidentemente ―contestó Magnus.
Alec tragó saliva. Nunca había visto a Magnus tan enojado. No así. Los ojos de gato de Magnus eran remotos, imposibles de leer.
―¿Me seguiste? ―preguntó Alec.
―Se podría decir que sí. Contribuyó el hecho de que ya sabía a dónde te dirigías.
―Con un movimiento rígido, Magnus tomó un cuadrado de papel que estaba doblado en su bolsillo. En la penumbra, pudo ver que estaba cubierto con una floreciente escritura a mano―. Sabes, cuando me dijo que habías estado aquí, sobre el trato que había arreglado contigo, no le creí. No quería creerle. Pero aquí estás.
―Camille te dijo…
Magnus levantó una mano para cortarlo en seco.
―Detente, sólo para ―le pidió con cansancio―. Por supuesto que me dijo. Te advertí que ella era una maestra de la manipulación y la política, pero no quisiste escucharme. A quién crees que ella prefiere tener de su de lado ¿a mí o a ti? Tienes dieciocho años, Alexander; no eres exactamente un aliado poderoso.―Ya le dije que no mataría a Raphael ―dijo Alec―. Vine aquí y le dije que el trato estaba cancelado, que no quería hacerlo…
―¿Tenías que venir todo el camino hasta aquí, personalmente, a una estación de metro abandonada para transmitir ese mensaje? ―preguntó Magnus levantando las cejas―. ¿No crees que podrías haber entregado esencialmente ese mismo mensaje, sin tener que acercarte tanto, manteniéndote lejos, tal vez?
―Era…
―E incluso si ya viniste hasta aquí, innecesariamente, y le dijiste que el acuerdo estaba cancelado ―Magnus siguió hablando con una mortal voz calma― ¿por qué estás aquí ahora ¿Para hacer socializar? ¿Una visita casual? Explícame, Alexander, si hay algo que me esté olvidando.
Alec tragó fuertemente. Seguramente tendría que haber una manera de explicarle que había venido hasta aquí, a visitar a Camille, porque ella era la única persona con la que podía hablar de Magnus. La única persona que conocía a Magnus, como él, no sólo como el Gran Brujo de Brooklyn, sino como alguien capaz de amar y ser amado, que tenía debilidades y peculiaridades humanas, y estados de ánimo extraños e irregulares con los que Alec no tenía idea de cómo lidiar sin el consejo de alguien.
―Magnus. ―Alec dio un paso hacia su novio, y por primera vez, si su memoria no le fallaba, Magnus se apartó de él. Su postura era rígida y hostil. Estaba mirando a Alec de la misma forma en la que vería a un extraño, un desconocido que no le agradaba mucho.
―Lo siento mucho ―dijo Alec. Su voz sonaba áspera y desigual a sus propios oídos―. Nunca quise...
―Estaba pensando acerca de eso, sabes ―comentó Magnus―.Eso es en parte el por qué quería el libro del Blanco. La inmortalidad puede ser una carga. Piensas en los días que se extienden delante de ti, cuando has estado en todas partes y has visto todo. La única cosa que no había experimentado era el envejecer con alguien, alguien que amaba. Pensé que tal vez podrías ser tú, pero eso no te da el derecho de hacer de la duración de mi vida tú elección y no la mía.
―Lo sé. ―El corazón de Alec latía rápidamente―. Lo sé, y no iba a hacerlo…
―Voy a estar fuera todo el día ―continuó Magnus―. Ve a recoger tus cosas de mi. hogar. Deja tus llaves en la mesa de comedor. ―Sus ojos buscaron la cara de Alec―. Hemos terminado. No quiero volver a verte, Alec o a cualquiera de tus amigos.Estoy cansado de ser su brujo mascota.
Las manos de Alec habían comenzado a temblar, lo suficientemente fuerte como para dejar caer su luz mágica. La luz se apagó, y cayó de rodillas, escarbando en el suelo entre la basura y la suciedad. Finalmente, algo se iluminó delante de sus ojos, y se levantó para ver a Magnus, de pie delante de él con la luz mágica en su mano. Brillaba y parpadeaba con unos extraños colores.
―No debería encenderse así ―dijo Alec de forma automática―. Para nadie excepto para un Cazador de Sombras.
Magnus le tendió la piedra. El corazón de la luz mágica estaba brillando de un rojo oscuro, como el carbón en el fuego.
―¿Es a causa de tu padre? ―preguntó Alec. Magnus no respondió, sólo se inclinó para poner la piedra runa en la palma de Alec. Cuando sus manos se tocaron, la cara de Magnus cambió.
―Estás congelando.
―¿Sí?
―Alexander… ―Magnus lo atrajo hacia sí, la luz mágica oscilaba entre ellos, su color cambiaba rápidamente.
Alec nunca antes había visto una piedra runa de luz mágica hacer eso. Apoyó la cabeza contra el hombro de Magnus y dejó que lo sostuviera en sus brazos. El corazón de Magnus no latía como el corazón de cualquier humano normal. Su latido era más lento, pero constante. Alec pensó muchas veces que era la cosa más estable en su vida.
―Bésame ―dijo Alec.
Magnus puso su mano en la mejilla de Alec y, con mucha suavidad, casi distraído,  trazó con pulgar uno de los pómulos de Alec. Cuando se inclinó para besarlo, olía a sándalo. Alec se aferró a la manga de la chaqueta de Magnus, y la luz mágica, ubicada entre sus cuerpos, se encendió con colores rosa, azul y verde.
Fue un beso lento y triste. Cuando Magnus de alejó, Alec descubrió que de alguna manera estaba sosteniendo la luz mágica solo, la mano de Magnus se había ido. La luz estaba brillando de un suave blanco, nuevamente. Suavemente, Magnus dijo―: A ku cinta kamu.
―¿Qué significa eso?
Magnus se desenredó del agarre de Alec.
―Significa te amo, pero eso no significa que cualquier cosa entre nosotros vaya a cambiar.
―Pero si me amas…
―Por supuesto que sí, más de lo que pensé que podría hacerlo. Pero aun así, terminamos ―dijo Magnus―. No cambia lo que hiciste.
―Pero fue sólo un error ―susurró Alec―. Un error.
Magnus se rio fuertemente.
―¿Un error? Eso es como llamar al viaje inaugural del Titanic un accidente naval de menor importancia. Alec, trataste de acortar mi vida.
―Fue sólo que… ella lo ofreció, pero pensé en ello y no pude hacerlo, no podía hacerte eso.
―Pero tuviste que pensarlo y para colmo nunca se te ocurrió mencionármelo.
―Magnus sacudió la cabeza―. No confiaste en mí, nunca lo has hecho.
―Lo hago ―dijo Alec―. Lo haré… lo intentaré. Dame otra oportunidad
―No ―dijo Magnus―. Y si me permites darte un consejo: evita a Camille. Una. guerra se avecina, Alexander y no creo que quieras que tus lealtades se pongan en tela de juicio, ¿no es así?Y con eso se dio la vuelta y se alejó, con las manos en los bolsillos, caminando lentamente, como si estuviera herido, y no sólo por el corte en su costado, pero incluso así, seguía alejándose. Alec lo observó hasta que se caminó más allá del resplandor de la luz mágica y salió de su vista.

El buzón de Magnus BaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora