Eso es todo lo que tenía. Nada. Andaba de aquí para allá sin rumbo fijo. Vivía en una especie de nube de la que le resultaba imposible bajar. Y se sentía invisible. Nadie sabía de su existencia, ni de cuál era su verdadero yo. Se sentía sola. Y tenía miedo a quedarse más sola aún. No había nada que hacer, estaba todo perdido. Estaba segura de que ese no era su mundo, que ella pertenecía a otro que todavía está por descubrir.
Es diferente y lo sabe. No piensa como los demás, no actúa como los demás. No vive de la misma forma que los demás. Nadie la entiende. No sabe hablar, ni decir las cosas a la cara. Es cobarde.
Siente miedo. Miedo al mundo en general. Nunca habla, nunca ríe, nunca llora. “Por si acaso”, “cuanto menos hables, menos daño te harán”. Se convencía constantemente de ello. No le gustaba su forma de ser, pero no podía hacer nada para remediarlo.
Tener un grupo de amigas en el que son tres tampoco ayudaba mucho. Siempre sale una perdiendo y normalmente era ella. Siempre contaban historias que ella no entendía. Cada una de esas era un kilómetro más que se sentía alejada. Le resultaba imposible escalar el enorme muro que la separaba de sus amigas. Y tenía miedo. Miedo de caer si intentaba saltarlo. Miedo a no encajar. Aunque, en realidad, nunca había encajado con la gente, ¿qué debía temer? Es diferente, tiene que aceptarlo.
Se siente rara. Aunque en realidad, todos tenemos algo de raro, algún rasgo que nos diferencia de los otros, ¿o no? No lo sabe. Se ahoga en cada uno de esos “no sé” que pronuncia constantemente. Se siente pequeña e insignificante. El mundo le parece algo inmenso. Pero ella es así, no lo puede evitar. Tiene ganas de gritar, pero siente miedo, así que acaba lanzando un susurro que nadie logra oír. Siempre tiene ganas de llorar y, sin embargo, nunca lo hace. Sólo piensa, piensa en todo lo que ve. Y vive en silencio. No puede cambiar, es imposible. Por mucho que lo intente seguirá siendo la misma. Y no quiere seguir sufriendo.
