Capítulo 1
—Sigue andando, Drummond. No pienses. Recoge la última caja y vete.
Lucy obedeció su propia orden, ignorando su cansancio y ansiedad; bajó por la escalera la última caja con sus pertenencias.
Pero en la puerta principal, una oleada de tristeza la embargó, haciéndola dudar. Fuera, aparcada bajo el sol de septiembre, había un auto caravana de unos cinco metros. Para la joven, sin embargo, eso era su futuro.
A sus espaldas se elevaba la mansión georgiana de doce habitaciones en la que había vivido toda su vida: su pasado. Un pasado al que no podía volver. Su garganta se tensó y estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo.
Afortunadamente, la señora Pidgin eligió aquel momento para bajar por el pasillo desde la cocina. La pobre mujer estaba ya bastante alterada y no necesitaba ver derrumbarse también a Lucy, quién respiró hondo y le sonrió con esfuerzo.
El ama de llaves llevaba dos enormes bolsas de plástico en las manos.
— ¿Qué es todo esto? —preguntó la joven.
Ya habían llenado la furgoneta con comida suficiente para durarle todo el viaje desde Maine a Florida.
—Sólo algunas cosas más. Nunca se sabe.
Lucy reprimió una sonrisa. La señora Pidgin la trataba como si se dispusiera a realizar un viaje de meses en lugar de uno de tres días.
—Gracias, pero me gustaría que dejara de preocuparse. Estaré bien.
—Claro que sí. Por supuesto.
Las dos miraron el suelo del vestíbulo, incapaces de aguantarse la mirada; luego se dirigieron a la caravana.
En el interior del vehículo, Lucy se abrió paso a través de la cocina y cruzó el corto pasillo con el baño a un lado y los armarios al otro, hasta llegar al dormitorio y con un suspiro de alivio, dejó la caja que llevaba en una de las dos camas gemelas, cargada ya con sus pertenencias.
El auto caravana disponía de bastantes compartimientos para almacenar cosas, pero, en sus prisas, no había guardado las cosas con tanta eficiencia como habría sido posible. Tendría que hacerlo más adelante, cuando tuviera tiempo. En aquel momento, se sentía impulsada a darse prisa. Charles había ido al banco aquella mañana sin decir si pensaba volver a despedirla o no, pero la joven ya no se fiaba de él. Sobre todo, no confiaba en que no le contara nada a Roger.
Aunque Charles aborrecía la idea de que se quedara en la ciudad embarazada y soltera, tampoco le gustó que se marchara así. Dijo que la gente se preguntaría qué era lo que había ocurrido para provocar el viaje. Le preocupaba también que pudiera encontrarse con algún conocido durante su embarazo. ¿Y si decidía regresar un día con el niño? No le gustaba que la situación escapara a su control y la joven sabía que había vuelto a pensar en informar a Roger. Para su padre, el matrimonio seguía siendo la mejor solución a su problema.
Cuando salió del dormitorio, la señora Pidgin trataba de colocar un paquete de comida en el congelador del frigorífico.
—Déjeme a mí —metió la mano en la bolsa, sacó un recipiente de ensalada de langosta y lo dejó en la nevera.
La señora Pidgin cerró el congelador.
—Supongo que nada de lo que diga te haría cambiar de idea —musitó.
Era en realidad una pregunta, un último esfuerzo. Era la única persona aparte de Charles que sabía que la joven se marchaba. Y era la única que sabía adónde iba. Lucy le había dicho a su padre que se marchaba a Chicago por si decidía ir a buscarla, pero no quería desaparecer por completo del mapa. Deseaba que hubiera alguien que supiera dónde estaba por si ocurría algo en la familia.