Le escribí, digamos, hace unos seis meses, después de conseguir su mail con Pilar, una ex compañera de la universidad. En realidad pude habérselo pedido a cualquiera, porque Antonio Cifuentes era la nueva estrella en ascenso de la crítica literaria chilena, el mejor representante de nuestra facultad. Tenía como mil seguidores en Twitter y el doble de amigos que yo en Facebook. Estaba escribiendo columnas para unos cuantos medios virtuales y de vez en cuando entrevistaba a algún escritor más o menos famoso. No me sorprendía que le estuviera yendo bien; desde que éramos compañeros supe que él daría grandes zancadas mientras yo marcaba el paso, sin tener muy claro qué hacer con el título de Licenciado en Literatura.
Pensé qué podía poner en mi primer mail, cómo le explicaría que después de titularme, en vez de buscar un trabajo "de verdad", había decidido probar suerte escribiendo y que ahora recurría a él para que me diera su opinión sobre algunos de mis textos. Pero, ya sentado frente al computador, no pude hilvanar nada, mucho menos elegir uno de los tantos cuentos que tenía guardados. Pasó una semana antes de que me atreviera y debo decir que fue en gran parte gracias a la botella de ron que me tomé con un amigo. El mensaje fue corto, conciso, sin toda la palabrería autobiográfica que preparé durante esos días.
Hola, probablemente te acuerdas de mí. Te agradecería que leyeras el cuento que te mando y luego me dijeras tus opiniones.
Marcos Valenzuela
Adjunto envié un cuento que se llama Adolescencia, que no es el mejor que he escrito, pero sí el que tenía más revisiones hasta ese momento. Apreté ENVIAR y comenzó la espera. Pasaron dos semanas antes de recibir una respuesta, la que fue incluso más corta que mi primera interacción.
Hola. Mis opiniones están en el texto. Slds.
Antonio Cifuentes
Tal como prometía, sus ideas sobre mi cuento estaban en el mismo archivo que le envié, escritas en rojo, a veces ocupando media página, otras en forma de tachadura virtual. A su juicio, debía reescribir el inicio, borrar dos párrafos completos, corregir errores de conjunción de verbos y revisar concienzudamente el final. Estuve como cinco días releyendo todo, sintiéndome peor cada vez. Cuando superé en algo la vergüenza, le envié otro mail, dándole las gracias e incluyendo un segundo texto.
Así estuvimos un par de meses. Él se hacía amigo de Cristian Olavarría, un escritor de mediana edad con un libro recién salido de la imprenta que estaba alcanzado niveles inesperados de popularidad, mientras yo enviaba varios cuentos y una novela corta a concursos literarios, usando siempre pseudónimo. Solo me decidía a participar cuando Antonio me decía que el texto en cuestión estaba decente. Esto último, por supuesto, no se lo decía; tampoco le dije que cada concurso era una decepción, que ni siquiera sacaba menciones honrosas. Supongo que él lo intuía.
Un 3 de Julio (esa fecha sí la recuerdo) me sorprendió con un mail más largo de lo habitual y con dos archivos adjuntos en vez de uno.
Hola. Acá está el último que me enviaste corregido. Además, te envío uno de mi propia autoría. Sobra decir que espero tus opiniones.
Antonio Cifuentes
Me quedé mirando la pantalla unos cinco minutos antes de abrir su texto y un par más antes de atreverme a pasar del título. Yo no sabía que él escribía. Es más, estaba cómodo con que no lo hiciera. Así él se volvía una persona inteligente, capaz de leer, entender y mejorar un texto literario, pero a quien se le estaba negado un talento que obviamente yo creía superior: crear algo propio. Tener de repente un cuento suyo al frente, lo cambiaba todo y no precisamente para bien. Pero fue cuando lo leí que el asunto se me empezó a ir un poco de las manos. Porque decir que su relato era bueno es ser escueto hasta un nivel injusto. No solo escribía mejor que yo, sino que escribía tal como yo quería hacerlo. Era como si se hubiera hecho con esas ideas que surgían en mi mente y que eran perfectas, originales, geniales y que se volvían cosas mucho más mediocres al escribirlas. Al menos cuando las escribía yo.