Este cuento surgió a partir de un ejercicio del Diplomado que estoy haciendo, que tiene como objetivo la realización de un cortometraje. Eso, quería compartirlo.
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Lo escuchó subir las escaleras con pasos vacilantes y pesados; pasos de borracho. A partir del sonido pudo contar, como cada vez, el número de escalones. Eran veintitrés en total. Algunas noches, sin embargo, eran veinticuatro e incluso veinticinco; eso era cuando el otro tropezaba y tenía que pisar dos o tres veces un escalón para de verdad subirse a él.
Esa noche, los últimos cuatro escalones coincidieron con los últimos cuatro botones que se abotonó de la camisa, parado frente al espejo y esperando que la puerta se abriera por fin. Estaba preparado y poco sorprendido, porque al menos tres noches a la semana era lo mismo: el otro llegaba mientras él se preparaba para dar inicio a un nuevo día de trabajo. A él le tranquilizaba estar en el departamento para verlo y así corroborar que llegaba. Pero le gustaba aún más el poder irse poco después, justo cuando el relato de las anécdotas de la noche se transformaba en desvaríos, en palabras entrecortadas que no tenían sentido, en gemidos y estertores que en ocasiones, en sus mejores ensoñaciones, terminaba con el otro muerto en su propio vómito.
Lo escuchó apoyarse contra la puerta, casi semi inconsciente de tanto vino. O cerveza; había noches en que apestaba a cerveza. Un crujido de madera y metal le indicó que era incapaz de encontrar la cerradura para introducir la llave. Pudo haberlo ayudado, pero no lo hizo. Se quedó donde estaba: todavía frente al espejo, con dos opciones de corbata para ponerse ese día, una en cada mano. Las dos corbatas eran casi iguales, excepto en detalles que hacían a la de la derecha un poco más oscura que la de la izquierda. Finalmente, con un movimiento que parecía producto de la suerte más que de la determinación, la llave ingresó en la cerradura y giró. La puerta rechinó al abrirse y el sonido lo alcanzó en el otro extremo del departamento. Ese siempre era el ruido más ominoso de esas noches, como si la silueta que luego se recortaba en el umbral fuera desconocida y peligrosa. Lo único capaz de combatir era el primer puesto era la voz que lo saludaba tras la entrada y los pasos que retumbaban ya no en la escalera, sino en el suelo de madera del lugar.
—Hueón... hace un frío de mierda afuera...
Siempre lo mismo, cada palabra dicha en igual tono que en la ocasión anterior. Incluso las pausas o las sílabas balbuceadas, todo como en una pantomima que debía ser representada sin errores ni alteraciones.
Y él, como siempre también, no dijo nada. Solo lo miró a través del espejo, viendo toda su figura mientras el otro cerraba la puerta. A pesar del frío que acusaba, se veía sudoroso, el pelo revuelto, la camisa blanca y la corbata azul desarregladas. Lo vio avanzar con dificultad hacia la cama y tirarse en ella; el crujido de esta le recordó lo vieja que era.
Ahora le tocaba a él seguir con el rito y decir lo que le correspondía.
—¿Cómo estuvo? ¿Cuántas fueron?
—Dos. —Eso era lo único que podía cambiar en el diálogo, el número. La mayoría de las veces no superaban las tres, pero una noche habían sido cinco. Nunca informaba menos de dos—. Uno tan curao que ni lo sintió.
—¿Solo dos? —preguntó, aún con las corbatas en las manos. No podía decidirse por ninguna y eso lo tensaba de una manera que no le gustaba.
El otro, al escuchar su pregunta, se sentó en la cama. El rostro le quedaba velado por la penumbra del día que no se decidía a empezar. Las piernas colgaban por el borde de la cama, sin tocar el suelo, y los zapatos llenos de tierra parecían a punto de escapar de los pies. Por inercia miró los suyos y los vio brillar de lo bien lustrados que estaban.
—Dos no más... ¿Por qué? ¿Querías más?
Casi escuchó cómo los labios se estiraban para formar una sonrisa en el otro. Quitando la mirada del espejo y, por ende, del rostro en penumbras del hombre en la cama, se decidió por la corbata más clara. La otra la tiró al suelo y por poco sucumbe al deseo de pisarla con fuerza. En cambio, se concentró en hacer el nudo de la corbata. Tarde sintió que el otro estaba su espalda, de pie, muy cerca. Antes de que pudiera hacer algo para evitarlo, sintió las manos sobre las suyas, guiando el proceso de anudar la corbata. Se dejó hacer, sin decir nada, pero percibiendo el nacimiento de gotas de sudor en su frente. La corbata quedó lista, apretada contra el cuello, ordenada en el centro de una camisa blanca sin arrugas.
—Fue poco, pero te gustó —dijo el otro cerca de su oído. Aún no podía verle por completo el rostro, pero ya percibía el contorno de sus facciones—. Sobre todo el primero, que no estaba tan curado. Se resistió y a nosotros nos gusta eso. ¿Cierto?
Él asintió. El otro se adelantó y su rostro por fin apareció del todo en el reflejo del espejo.
—Dilo.
Los ojos de ambos se encontraron en el espejo. No había ninguna diferencia entre ellos.
—Me llamo José Pérez y soy un hombre normal.