¿No se han preguntado alguna vez qué es lo más embarazoso que les ha pasado? Cuando tienes una vida feliz, cuando aprendes a reírte de ti mismo, cuando no te importa la opinión de los demás, es difícil responder a la pregunta. Pero extrañamente, a pesar de sentirme feliz con mi vida, de haber aprendido a reírme de mí misma y mis torpezas, y sobre todo haber superado que la gente me criticase, se me hizo fácil responder a la pregunta dos semanas después de haber hecho llorar al sensible y tonto Ruggero.
Lo más vergonzoso que me ha pasado en la vida es haber sido proclamada la Reina de la Insensibilidad.
¿Cómo pude yo, Karol Sevilla, haber pasado de «perra» a «insensible»? Muy fácil, me dije. Quitándole los libros a mi compañero nerd, y diciéndole sabelotodo frente a toda la clase. Lo peor de todo, sin embargo, no era ser llamada Mujer de Hielo, Villana Antisocial o Señorita Sin Corazón. Podía soportarlo, incluso me dolía menos que ser llamada perra. Lo que me incomodaba era el sentimiento de culpa que me carcomía todos los días al llegar al salón y ver a Ruggero en su escritorio, cabizbajo, e incapaz de alzar la mirada al pizarrón siquiera. ¿O era que siempre había sido así y yo no lo había advertido? Me enfermaba que a pesar de haber sido semanas atrás aquel hecho, mis compañeros siguieran recordándomelo a cada minuto con acusaciones en voz alta, susurros malignos o anotaciones en el pizarrón donde se leía con frecuencia alguno de mis nuevos apodos.
¿Es que acaso nadie se olvidaría que le había dicho sabelotodo a Ruggero y él se había largado a llorar? No podía creérmelo. De todos los rumores que se habían creado en torno a mí, cada uno había desaparecido a los días; ninguno había perdurado tanto como este último. Y aunque no era un rumor, no era tan grave ni comprometedor. Es decir, si escuchas a alguien decir que se acostó con un guitarrista de la banda más conocida de Ohio, y escuchas a otra persona decir que hizo llorar a un nerd, ¿qué es más llamativo? Lo primero, seguro.
¡¿Entonces por qué todo el mundo seguía acordándose de las malditas lágrimas de Ruggero Pasquarelli?!
Posiblemente era lo más incoherente con lo que había lidiado.
Muy incoherente.
Demasiado para mi gusto, pensé.
―Ve y pídele disculpas al maldito chico, deja de torturarte.
Eso es lo que me diría una amiga. Si tuviera una amiga, claro. Pero como yo era la chica más odiada de la preparatoria, ni siquiera tenía clones que repitiesen mis palabras. En ese caso, creo que muchos podrían clasificarme como fracasada social. Porque ¡vamos!, mi gato Cleo no contaba como amigo y... ¿quién no tiene siquiera un amigo? Estaba segura que hasta Ruggero, con sus vulgares anteojos y su hablar sabedor, tenía al menos uno.
―Pídele perdón, ¿quieres? ―me dije a mí misma.
Estábamos en receso, y aunque muchos inventarían que había ido al baño para hacer algo inapropiado, quizá para vomitar mi desayuno (porque sí, también me acusaban de bulímica), yo estaba quejándome de mí misma, mirando mi expresión fastidiada reflejada a través de un sucio espejo.
Respiré profundamente y lamí mis labios indecisa. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. ¿Hablar con Ruggero? ¿Dejarle una nota en su casillero pidiéndole disculpas? ¿Buscarlo en la biblioteca y explicarle que no fui yo quien robó sus libros semanas atrás? Pensándolo bien, no tenía por qué sentirme culpable. ¿Entonces por qué mi estómago seguía revolviéndose cada vez que pensaba en él?
―Está bien, lo buscaré y... le diré que... ¿qué le diré? ―mascullé frustrada.
Bufé y salí del tocador.Fue cuando di la vuelta al final del corredor que sucedió la típica escena cliché de toda película norteamericana. Específicamente, la escena invertida. Atropellé con alguien, y adivinen con quién. ¡Diablos, sí! Con Ruggero Pasquarelli y su enorme pila de libros. Su sobresalto fue tal que libros y hojas salieron disparadas en el aire, hacia arriba, hacia abajo y también hacia los costados. Quiso maniobrar para recuperar todo antes de que llegase al piso. ¡Créanme, falló torpemente!
Consciente de la muchedumbre alrededor, riéndose y apuntándonos con el dedo índice, me acuclillé a su lado para ayudarlo a recoger todo. ¿Podía esa acción quitarme el rótulo de insensible? Rogué porque así fuera.
Con la mirada baja, Ruggero terminó de rejuntar las hojas en el suelo y se puso de pie ignorándome por completo.
―Es tuyo ―musité cuando estaba dándose vuelta y casi corriendo en dirección opuesta a mí―. ¡Ruggero! ―exclamé siguiéndole el paso, haciendo que la gente cayera en un silencio denso.
Siempre había pensado que la gente exageraba al decir que una persona puede enrojecer hasta parecer un tomate, pero sin duda, era cierto. Cuando se giró para mirarme, en el rostro de Ruggero no cabía otro color que no fuese el rojo.
―Aquí tienes ―murmuré extendiendo las hojas que tenía en mano, esperando que al menos se dignase a recibirlas y no me menospreciara.
―No te ganarás el cielo con esta acción ―masculló en voz baja.
Por un momento creí que había imaginado su tono voraz, casi destructor, pero no lo había imaginado; era su boca la que se movía al hablar y era su voz la que se teñía de enfado a medida que pasaban los segundos. Me estremecí.
―No quiero ganarme el cielo ―contesté; entonces me giré en mi lugar sabiendo que era el centro de atención del resto de los estudiantes y lo dejé atrás.
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Estupido Ruggero. {Ruggarol}
Fanfiction―¿Qué quieres de mí? ―Quiero que tus malditos labios se posen sobre mis malditos labios, y que nuestras malditas bocas encajen como un maldito rompecabezas. ―¿Qué se supone que...? ―Bésame. ¿O es que acaso un nerd como tú no entiende el...