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¿En serio no se quería ganar el cielo? Claro que sí lo quería

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¿En serio no se quería ganar el cielo? Claro que sí lo quería. 

Ella no me había ayudado porque era buena, porque yo le interesase o porque se había sentido presionada. Lo había hecho porque quería recuperar su status. Durante dos semanas había oído cómo todos se burlaban de ella, criticándola, usándola como centro de sus bromas y dobles sentidos. Por mí que lo siguiesen haciendo, al menos, la atención no la tenía yo. En clases no interesaba el chico que lloró, lo que realmente a todos le gustaba hacer era criticar a la chica que hizo llorar a un chico. 

Raramente alguien mencionaba algo acerca de mí. Y cuando lo hacían, yo simplemente me hundía entre las páginas de mis libros, me colocaba mis auriculares con música celta sonando suavemente, y simulaba vivir en otra dimensión. Díganme raro, pero eso me evitaba dolor. Dolor mío, claro, porque seguía sintiendo pena por Karol. Díganme imbécil también, pero aunque lo quisiera negar, ella seguía gustándome. ¡Maldita sea! Ignorarla durante clases y pretender no verla todas las mañanas cuando entraba al salón me estaba matando. Me sorprendía que la mayoría de mis compañeros pensara que yo estudiaba en clases, cuando en realidad lo único que hacía era pensar en ella. Díganme cursi si quieren, incluso, no lo negaré.

―¿Necesitas ayuda? ―oí que preguntó alguien a mi lado. Volteé para saber de quién era esa voz sumamente aguda y aniñada, y me encontré con una chica castaña, más baja que yo por bastantes centímetros y con una sonrisa extremadamente tirante―. Soy Carolina. ¿Tú eres...? ―dudó sosteniendo un par de libros por mí y recogiendo una hoja que se había soltado de mis manos. 

La gente alrededor comenzó a disiparse, dándose cuenta que el espectáculo de Karol había concluido con su huida, y contemplé a Carolina.

―Ruggero ―musité retrocediendo un paso.

―Junior ―titubeó en un simplificado modo de presentarse―. ¿Senior? ―me preguntó. 

―Sí ―apenas dije.

El timbre de la finalización del receso sonó y ella sonrió tímidamente.

―De acuerdo, aquí tienes tus cosas. Camina con cuidado por los corredores, siempre hay gente apresurada que no nos ve ―se señaló a sí misma con vergüenza―, la gente suele pensar que me puede atravesar como si fuese un fantasma ―cuchicheó entre risas, y sacudiendo la mano hacia mí, se fue rápidamente.

Me quedé mirándola; jamás la había visto. Carolina tenía un aspecto fresco, como si en vez de haber estado dentro de la escuela por tres horas continuas, hubiera estado disfrutando de unas vacaciones en Hawaii. Fruncí el ceño ante mis pensamientos. Y luego recordé el acento arrastrado en el hablar de Bella. Seguramente es nueva, pensé.

―¿Pasquarelli? ―escuché que llamaron a mi apellido

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―¿Pasquarelli? ―escuché que llamaron a mi apellido.

Alcé la vista de mi cuaderno de matemáticas y supe que el señor Mendler esperaba algún tipo de respuesta de mí. Me atraganté. ¿Desde cuándo yo no prestaba atención a las clases? 

―Es conocimiento básico de primaria. ¿No lo sabe? ―prosiguió él curvando una ceja con disgusto.

Iba a sacudir mi cabeza, sabiendo que con eso mi calificación se vería afectada, entonces algo voló hasta mi escritorio. Un pequeño papel, con muchos dobleces, yacía entre mis temblorosas manos. Lo desdoblé, intentando ser disimulado, y lo que leí me dejó aturdido.

―Base por altura dividido dos ―dije, leyendo la letra redondeada y en color azul que abarcaba la mitad del papel. 

¿Acaso era una broma? Eso, por poco, no lo había aprendido en kínder.

―Exactamente ―confirmó el señor Mendler, asintiendo con entusiasmo y satisfacción, probablemente pensando que yo no había estado desconcentrado―. Cómo les decía, son estos conocimientos adquiridos a lo largo de la... ―continuó, pero perdí el hilo de su monólogo al girar mi cabeza hacia los lados.

¿Quién me había tirado el papelito?

Aparté mis ojos de Karol en cuanto la vi. Ella había sido. Estaba seguro. Pero otra vez, ¿por qué lo había hecho? Si no quería comprarse el cielo... 

―¿Qué quieres? ―le pregunté cuando sonó el timbre para ir a la cafetería.

Todos habían comenzado a salir del salón, y yo sabía por propio conocimiento que ella era la última en salir. La detuve junto a la puerta; mi mirada viajaba desde su cabello revuelto hacia sus menudos hombros. ¡No la mires a los ojos!, me dije repetidamente.

―Un simple gracias me es suficiente ―susurró volviéndose hacia mí y sonriendo con regodeo.

―Gracias ―mascullé.

Más allá de haber sido insultado por ella, y también ayudado por la misma, había algo que seguía intacto en mí y que mis padres me habían inculcado desde niño: la capacidad de respeto y agradecimiento.

―De nada ―se jactó ella, y jugando con su mirada arrogante, me dejó solo en el salón.

Estupido Ruggero. {Ruggarol}Where stories live. Discover now