―Un simple gracias me es suficiente ―pensé en voz alta, recordando lo que le había dicho.
Mientras caminaba hacia la cafetería, mis pensamientos se hacían cada vez más embarazosos.
Sabía perfectamente que aquel encuentro tendría que haber sido más «discúlpame» de mi parte y menos «gracias» de Ruggero. Pero al verlo, impaciente a mi lado y visiblemente alterado con mi cercanía, lo único que había hecho era avergonzarlo más.
―De nada ―murmuré con arrebato, apretando los dientes.
Él me había agradecido el haberlo ayudado y yo le había dicho «de nada». ¿Existía acaso algo más cómico que eso? En vez de haberme esforzado por conseguir su perdón, le había arrebatado más su dignidad. Y por ello, la culpa comenzaba a carcomerme con más frenesí.
Tropezándome con mis propios pasos, me detuve a mitad de corredor. Y sin pensármelo dos veces, hice el camino de vuelta a Ruggero. Tenía que solucionar ese asunto, si no estaba segura que terminaría despierta toda la noche sintiéndome culpable (como lo he hecho las últimas semanas, pensé).
―¡Detente! ―exclamé tan pronto como lo vi.
Él venía caminando con su mirada clavada en el suelo, como siempre, y con sus auriculares colgando a cada lado de su cuello. En cuanto alzó la mirada, vi cómo su cuerpo se paralizó y acto seguido se giró para evitarme.
―A ti te hablo, detente ―casi grité apurando mis pasos para llegar a él.
Me planté frente a su cuerpo y, a pesar de que su rostro apuntaba al suelo, contemplé cómo el rubor de sus mejillas se esparcía con ligereza y se le acumulaba en el cuello. El contraste de su camisa blanca y el suéter beige, con el rojo de su piel, era atractivo. ¿Atractvo, Karol, en serio? Apreté los dientes.
―¿Qué quieres? Ya te dije gracias ―murmuró; por el volumen de su voz, pensé que podría estar fácilmente hablando para sí.
¿Por qué era tan difícil hablar cuando la culpa me sofocaba?
―No quiero que me agradezcas ―empecé sintiendo cómo mi garganta se apretaba con cada palabra salida de mi boca.
―¿Entonces?
Su mentón se levantó y al instante nuestras miradas se encontraron. ¿Ruggero tenía ojos marrones? Parpadeé y, detrás del vidrio de sus lentes, la realidad me golpeó. El marrón de sus ojos casi parecía el de las hojas secas en pleno otoño y era hermoso a comparación del triste y agonizante brillo que los recubría.
―Quita esa mirada de gato con botas ―balbuceé con dificultad, incapaz de sostenerle por más tiempo la mirada.
Inmediatamente, Rugge sonrío. Me sonrío.
―¿Gato con botas? ―preguntó; rodé los ojos.
―He visto Shrek, ¿de acuerdo? ¿Cuál es la parte graciosa? ―dije con fingido desinterés, aunque me suponía mucho coraje aceptarlo.
―Señorita Sin Corazón viendo una película infantil, ¡nadie se lo creería! ―comentó.
Por más que intentó sonar burlesco, mitad de una sonrisa nostálgica quedó esbozada en su rostro.
―¿Y qué esperas para decírselo al mundo? Ve ―lo animé, estirando mis brazos hacia los lados para dar énfasis a mi sugerencia.
Cualquiera podría haber leído mi proposición como satírica, o incluso como una oferta sensata. Es decir, ¡ve y diles a todos que la chica insensible es tan inocente que mira películas animadas! Nadie se lo creería, y si lo hicieran, saldría ganando yo; mi rótulo de insensible se iría y lo más probable era que mi estatus de perra malhumorada regresara una vez más. Pero sobre todo, el haber hecho llorar a Rugge quedaría en el olvido.
―No lo diré ―negó él, sorprendiéndome y pausando mis pensamientos.
―Hazlo ―le sugerí, casi dispuesta a obligarlo―. Y quedamos a mano, ¿sí? Te hice llorar delante de toda la clase, devuélvemelo. Avergüénzame delante de toda la preparatoria si quieres ―insistí renuente a seguir conviviendo con la culpabilidad.
―¿De eso se trata, eh? ―indagó. Me quedé sin palabras ante su rostro inexpresivo―. ¿Quieres quitarte la culpa? ―inquirió estrechando la mirada.
―Sí ―respondí siendo sincera.
―No quiero avergonzarte, Karol ―musitó él; tan rápido como lo dijo retrocedió un paso.
―Dime qué quieres, entonces ―dije impaciente.
―Nada.
―Maldita sea, todos quieren algo. Sólo dime qué jodida cosa quieres. ¿Quieres burlarte de mí? Te dejaré hacerlo ―gruñí a punto de un ataque de histeria.
Ruggero parpadeó, me pareció ver confusión en su mirada.
―Vete al infierno ―dije agobiada para luego desaparecer de su camino.
Eso estuvo mal Karol, me dije a mí misma. Lo único que había querido era disculparme y había terminado insultándolo. Otra vez.
―Has cometido un error Karol, asume las consecuencias ―me pareció oír.
El problema era que el dueño de esa voz hacía mucho tiempo se había ido al cielo. Pero probablemente eso es lo que habría dicho mi padre si me hubiese visto en ese instante. Y claro que tenía razón, incluso yo lo sabía.
Bufé resignada, entonces saqué un lápiz y papel de mi bolso, y comencé a escribir apresuradamente. No era una letra muy elegante la que yo tenía, sin embargo, era legible. Doblé el papel en dos y caminé por el corredor; alguien me iba a ayudar.
―Jorge ―grité viéndolo a lo lejos.
Aunque me daba la espalda, podía distinguirlo a millas de distancia; sus característicos hombros amplios de capitán de equipo de fútbol, el cabello negro en rulos y la camiseta amarilla y azul de los Lakers que se adhería a su macizo pecho. Miró sobre su hombro, y al verme giró con su cuerpo.
―¿Qué sucede, cariño? ―La última palabra contenía de todo menos amor.
―Pensé que podrías saber cuál es el casillero de Ruggero, ¿lo sabes? ―indagué conteniendo mis ganas de golpearlo mientras fingía una sonrisa coqueta.
―¿Ruggero? ¿El tonto Pasquearelli? ―preguntó suspicaz, arqueando una ceja.
―Sí ―apenas afirmé.
―A ver... ―simuló pensar, mordiéndose los labios―. Si me dices qué te traes entre manos, quizá te diga ―agregó.
Mi mandíbula dolió. ¿Por qué entre todas las personas que caminaban por el corredor justo le había preguntado al chico más extorsionador e imbécil de todos? Vacilé mientras le brindaba una sonrisa, no la más coqueta ni agradable, pero la única que podía fingir si quería su ayuda.
―Tengo que dejar algo en su casillero ―respondí.
Alcé mi mano, donde tenía el papel, y lo sacudí con desgano.
―¿Eres su admiradora secreta? ―dudó mostrando todos sus dientes en una amplia y sarcástica sonrisa.
―Sí ―mascullé con ironía, intentando controlar mi temperamento.
La mirada de Jorge se estrechó hasta tal punto que sus ojos parecían una fina línea con pestañas rubias.
―Es el cuarto de la derecha hacia la izquierda ―dijo finalmente, y haciéndome un guiño, se volteó camino al gimnasio.
Conté los casilleros, desde el comienzo, y me detuve en el indicado por mi compañero. Hazlo, me obligué. Entonces empujé la pequeña nota entre las angostas rendijas que había en la puerta de su casillero y salí de allí lo más rápido que pude.
TODOS LOS CRÉDITOS A ANNABELLESTRANGE
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Estupido Ruggero. {Ruggarol}
Fanfiction―¿Qué quieres de mí? ―Quiero que tus malditos labios se posen sobre mis malditos labios, y que nuestras malditas bocas encajen como un maldito rompecabezas. ―¿Qué se supone que...? ―Bésame. ¿O es que acaso un nerd como tú no entiende el...