La Lejanía

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Recuerdo cuando la mañana que atravesaba el ventanal recién abierto y las sirvientas de la casa me despertaron. Era hijo de una pareja de señores terratenientes. Adrià me llamaban cuando eso, era el muchacho bien parecido, blanco y de tez de casa noble.

-Buenos días, joven-me decía la sirvienta- ¿Con que ha soñado, niño Adrià? Lo noté inquieto.

-Soñé que peleaba contra el villano que habría saqueado el mercante de mi padre. 

Mi padre había mandado un navío hasta Ruhernaid, y de regreso lo abordaron, se decía que eran piratas, pero el Imperio cuando eso estaba en guerra con quien tuviera armada siquiera de filibotes o canoas ja, ja, ja. Nadie sabía que había pasado, no quedaron sobrevivientes. Fue un golpe para la familia.

Yo siempre había deseado ver el mar, o verlo de más de cerca porque desde el comedor de la casa se veía toda Gormeund que de ramales de calles caóticas llegaban hasta el puerto. Recuerdo bien el velamen de aquellas urcas mercantes y buques de guerra con los que me fascinaba al jugar con Ferran y Biel. ¿Que quienes son? Eran, eran mis hermanos.

Ya a los quince o dieciséis me escapé, pero fue muy estúpido de mi parte, ja, ja. Suponía que nadie me iba a notar con esas ropas de princesa con las que me hacían vestir, ja, ja. Al final me encontraron unos gendarmes y me escoltaron a mi casa, no pasé de la plaza central, ja, ja, ja.

La verdad había soñado que yo hundía el barco a cañonazos y mi padre abordo. Hubiera sido mejor con toda esa estirpe de locos que eran los Serrato. Si yo soy un asesino, ellos son el diablo de la aristocracia.

Yo debía ser libres, pero ellos encontraron en mi esperanza algo que aplastar con dogmas tan antiguos como la monarquía, pero no tanto como las maderas crujientes de los navíos. Trataron de inculcarme el celibato, quería cortarme el pelo que entonces era rizado. Grité y exclamé, y con Armados de la Cofradía me llevaron a la abadía de San Stefan, pero nunca la libertad estuvo tan cerca de esa prisión eclesiástica.
Le cuento más detalladamente: llegué de noche a ese condenado lugar, por suerte no me habían cortado el pelo, pero el abadía ¿lo conoce? Está cerca de la costa,  sobre una cala, y se escuchaba y resonaba el oleaje en esa habitación tan fría de piedra. Por esa misma resonancia me despertó el vivo rugir del cañón.

Las Crónicas del Navegante: La Corona de la TortugaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora