CAP. 1 "LA METAMORFOSIS"

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Amor:
He dado vueltas en la cama intentando abandonar la vigilia
inútilmente. Hace unos minutos salí a rastras de entre las cobijas buscando pluma y papel. Escribirte es el último recurso que me queda en esta fiera lucha por controlar mi torbellino mental.
Ignoro a qué me dedicaré mañana, ni si tú seguirás siendo
profesora, ni si tendremos el ánimo para continuar viviendo aquí, ni si alguna vez recuperaré la confianza en la gente como para volver a dar un consejo de amor. Lo único que sé es que mañana, cuando amanezca, no podré volver a ser el mismo...
Ésta es la primera noche que pasamos en casa después de la
tragedia. Es el punto final de una historia escrita en tres días de
angustia, incertidumbre y llanto.
Sé que tú fuiste la protagonista principal del drama, pero ¿te
gustaría saber cómo se vio el espectáculo desde mi butaca?
Estaba impartiendo una conferencia de "relaciones humanas " cuando fui interrumpido por la secretaria.
—Licenciado —profirió antes de que me hubiese acercado lo
suficiente a ella como para que los asistentes al curso no
escucharan—. ¡Su esposa! ¡Acaban de hablar del Hospital
Metropolitano! Tuvo un accidente en el trabajo. —¿Cómo? —pregunté azorado—. ¿No será una broma? —No lo creo señor Yolza. Llamó una compañera de ella.
Me dijo que un alumno la atacó y que es urgente que usted vaya...
Salí de la sala como centella sin despedirme de mis oyentes.
Subí al automóvil con movimientos torpes e inicié el precipitado viaje hacia el hospital. No vi al taxista con el que estuve a punto de chocar en un crucero, ni al autobús que se detuvo escandalosamente a unos milímetros de mi portezuela cuando efectué una maniobra prohibida.
¿Cómo era posible que un alumno te hubiese atacado? ¿No se suponía que eras profesora en uno de los mejores institutos?
Estacioné el automóvil en doble fila, bajé atolondradamente y
corrí hacia la recepción del sanatorio.
Reconocí de inmediato a tres empleadas de tu escuela sentadas en las butacas de espera. Al verme llegar se pusieron de pie.
—Fue un accidente —dijo una de ellas apresuradamente, como
para eximir responsabilidades.
—El joven que la golpeó ya fue expulsado —aclaró otra. —¿La golpeó? ¿En dónde la golpeó?
Las profesoras se quedaron mudas sin atreverse a darme la
información completa.
—En el vientre —dijo al fin una que no podía disimular su
espanto.
Cerré los ojos tratando de controlar el indecible furor que
despertaron en mí esas tres palabras. Por la preocupación que me produjo el hecho de saber que podías estar herida me había olvidado de lo más importante, ¡Dios mío!: ¡que estabas embarazada!
—¿Fue realmente un accidente? —pregunté sintiendo cómo la
sangre me cegaba.
—Bueno... sí —titubeó una de tus amigas—. Aunque el muchacho
la molestaba desde hace tiempo... De eso apenas nos enteramos
hoy.
No quise escuchar más. Me abrí paso bruscamente y fui directo al pabellón de urgencias. A lo lejos vi a tu ginecobstetra.
—¡Doctor! —lo llamé alzando una mano mientras iba a su
encuentro—. Espere, por favor... ¿Cómo está mi esposa?
—Delicada —contestó fríamente—. La intervendremos en unos
minutos.
—¿Puedo verla?
—No. —Comenzó a alejarse.
—¿Y el niño? ¿Se salvará...?
Movió negativamente la cabeza.
—Lo siento, señor Yolza...
Me quedé helado recargado en la pared del pasillo.
¡Esto no podía estar pasando! ¡No era admisible! ¡No era
creíble! Tu médico te había permitido que trabajaras medio tiempo con la condición de que lo hicieras cuidadosa y tranquilamente.
¡Yo mismo lo acepté sabiendo que se trataba de una gestación
riesgosa! ¿Pero quién iba a imaginar que un imbécil te
golpearía? ¡Y faltando tres meses para el nacimiento! Eché a caminar por los corredores entrando a zonas restringidas,
como un ladrón. Conozco a la perfección el hospital porque en él nacieron nuestros otros dos hijos y yo participé en ambos partos, así que, con la esperanza de verte, me agazapé en un cubo de luz por el que puede vislumbrarse el interior del quirófano. No tuve que esperar mucho tiempo para presenciar cómo te introducían al lugar en una camilla... Fue una escena terrible. Estabas acostada boca arriba con el brazo derecho unido a la cánula del suero y una manguera de oxígeno en tu boca. Parecías muerta. Igual que ese "volumen", antes rebosante de vida, horriblemente estático
debajo de la aséptica sábana que te cubría el vientre. Me quedé
pasmado, transido de dolor, rígido por la aflicción.
¿Qué te habían hecho? ¿Y por qué? Es verdad que los jóvenes de hoy son impulsivos, inmaduros, inconscientes; que hasta en las mejores escuelas se infiltran cretinos capaces de las peores atrocidades... Pero, ¿al grado de hacerte eso a ti... a nosotros? Sentí que las lágrimas se agolpaban en mis párpados.
Mi vida... Viendo cómo te preparaban para la operación, juré que, de ser posible, cambiaría mi lugar por el tuyo...
—Disculpe, señor, pero no puede estar aquí —me dijo un individuo enorme, vestido como guardia de seguridad, quien
amablemente pero con firmeza me encaminó hacia la sala de
espera.
Y la espera en la sala fue un suplicio lento y desgarrador. No tuve noticias tuyas durante horas.
Salí varias veces a caminar, un poco por averiguar si el aire
fresco era capaz de apagar las llamas de mi ansiedad y otro poco por evitar la proximidad de tus compañeros de trabajo.
Viví momentos inenarrables. Creí que te perdía. Fuiste
intervenida dos veces y estuviste en observación más de quince
horas.
Hoy en la tarde te dieron de alta.
Saliste del hospital tomada de mi brazo pero con la cabeza baja,
arrastrando el ánimo.
Además de haber perdido al bebé habías quedado estéril. Durante el trayecto a la casa no hablaste nada. Yo tampoco. ¿Qué palabras podían servir para atenuar la aflicción producida por esa amarga experiencia? ¿Qué bálsamo era capaz de adormecer el suplicio de esa llaga supurante? No había ninguno.
Quizá el silencio.
Abrimos la puerta de la casa y nos adentramos a su quietud
absoluta. Los niños ya dormían. Encendimos las luces y los
estáticos muebles parecieron darnos la bienvenida compadecidos.
Me ofreciste café y pan. En el ambiente se sentía pena. No
deseábamos comer, pero era parte de la rutina requerida para volver a la normalidad.
—Qué desgracia tan grande, ¿verdad? —dijiste rompiendo el silencio.
No contesté. ¡Nos resultaba muy difícil comunicarnos! En el hospital, cuando no se interpusieron doctores lo hicieron familiares o amigos... Al fin estábamos solos.
—¿Qué fue lo que pasó exactamente?
—Lo que sabes, mi amor. Un alumno de mi clase de idiomas me golpeó.
—¿Pero cómo pudo llegar a tanto? Me dijeron que desde
hace tiempo te molestaba y que no se lo dijiste a nadie. ¡Ni
siquiera a mí!
—Es un joven desubicado y tímido. Creí que necesitaba apoyo, comprensión. Quise ayudarlo... Jamás pensé que reaccionaría como lo hizo.
Me puse de pie furioso, sintiendo que la sangre me cegaba, y
caminé de un lado a otro de la cocina con las manos en la cabeza, respirando agitadamente.
—¿Pero cómo pudo ser? Ambos deseábamos más que nada en el
mundo la llegada de este hijo. ¿Cómo te permitiste, por ayudar a un lunático, correr un riesgo de ese tamaño? Y, sobre todo,¿cómo pudiste mantenerme al margen del problema? —No me lo reproches. Fue un accidente. ¿Quién iba a imaginar que el muchacho llegaría tan lejos? —Y tu voz se quebró en una manifestación de enorme dolor.
Al verte afligida controlé un poco mi creciente furor. Tú fuiste
quien padeció la tortura de la intervención quirúrgica. De tus
entrañas, no de las mías, extrajeron ese pequeño ser que se nutría con tu sangre. En una palabra, tú eras la madre. No existe en la tierra persona más afectada física y emocionalmente por la pérdida de ese bebé, así que era injusto que te recriminará.
Volví a sentarme tratando de calmarme. Permanecimos callados durante el resto de la merienda. Le di a mi café unos pequeños sorbos, más por atención que por gusto. En mi mente desfilaban una tras otra las distintas formas de cómo podía vengarme. En primer lugar adquiriría un arma y te enseñaría a usarla; en segundo lugar, demandaría al muchacho por asesinato y no pararía hasta verlo refundido en prisión purgando la condena más severa que pudiera dictarse por su falta; en tercer lugar, dejaría de dar estúpidos cursos sobre "pensamiento positivo" y cambiaría radicalmente el giro de mi negocio; en cuarto lugar...
No podía estar sentado. Me levanté nuevamente lleno de
excitación.
En cuarto lugar tenía que devolver el golpe a más granujas como él. No bastaba con desaparecer de la sociedad al
culpable de esta desgracia cuando pululaban millones de
muchachos igualmente mines por todas partes.
Miré mi rostro sin rasurar en el espejo de la cocina integral y por
primera vez me percaté de que llevaba puesta la misma ropa
desde hacía tres días.
—Quisiera darme un baño.
Asentiste sin decir palabra. Y es que a la consternación de tu
reciente pérdida se le aunaba el dolor de adivinar en mí un
peligroso rencor, un enfermizo deseo de venganza que nunca
antes me habías visto.
Te di las gracias por el café y fui directo a la regadera sin más
preámbulo.
Me introduje en el agua caliente y dejé que el divino líquido
corriera por mi cabeza y mi cuerpo, relajándome. Cerré los ojos y
permanecí inmóvil como una estatua que se encoge un poco al
sentir la lluvia cayendo sobre sus hombros.
Permanecí varios minutos en esa posición, sin pensar en nada.
Entonces escuché la puerta del cuarto de baño y a través del
acrílico blanco vi tu silueta entrando.
Deslicé el cancel corredizo y te miré de pie junto al lavabo.
Te habías puesto tu bata de dormir.
—¿Venías a despedirte?
—rio.
La nube de vapor comenzó a extenderse alrededor de ti.
No cerré la llave del agua.
—Me preocupas, cariño —murmuraste.
—Y tú me preocupas a mí —contesté—. Lo que te ha ocurrido es
terrible.
Te quedaste callada mirándome tiernamente. Sabías que eso no
era verdad. Si estuviera afligido por tu dolor estaría brindándote
mi apoyo, como solía hacerlo cuando tenías algún problema.
—¡Maldición! —mascullé dando un fuerte puñetazo en la
pared—. ¡Esto no debió haber pasado!
—¡Pero pasó! Ahora debemos reponernos para no perder más de
lo que ya perdimos. ¡Tenemos dos hijos vivos! ¿Recuerdas?
Me froté fuertemente la cara sintiéndome un desdichado.
—Nada va a volver a ser como antes. Percibo la maldad
corriendo por mis venas.
—No, no —rebatiste—. El joven que me atacó es producto de una
sociedad corrupta que a la vez es el resultado de familias
torcidas. Tú eres la cabeza de esta familia y si te dejas llevar por
el deseo de venganza que supones corre por tus venas, ten la
seguridad que nuestros hijos también acabarán, tarde o
temprano, hundidos en el fango de la degradación que los espera
afuera.
—Amor —susurré sintiendo cómo las palabras se negaban a
salir—. No puedo quedarme con los brazos cruzados después de
que han matado a un hijo nuestro.
—Entiende que no fue intencional...
—¿Y tú entendiste... ? —pero me quedé con la frase en el aire.
¿Entiende qué? Dios mío. Tenía tantas ganas de llorar...
Entonces comprendí el gran error: he dedicado el trabajo de toda
mi vida a brindar elementos de superación a empresarios, cuando
son otras las personas que realmente necesitan de él.
—Vida —me dijiste—. En este momento no sé por qué estoy más
triste: si por la muerte del bebé o por tu actitud hacia mí.
Con ese comentario me aniquilaste. Sentí que perdía fuerzas y con
las fuerzas la ira. Quise abrazarte, pero tú estabas vestida y seca
y yo desnudo y mojado bajo la regadera.
—Perdóname —logré articular al fin—. No debo comportarme
así, porque entre todo lo malo que ha pasado hay algo
verdaderamente hermoso: que ahora te amo muchísimo más...
Esta vez mi tono de voz sonó intensamente afligido, una lágrima
se deslizó por mi mejilla confundiéndose de inmediato con el agua
que caía sobre mí.
Te me acercaste neviosamente. El chorro, al golpear mi cuerpo,
comenzó a salpicarte. No te importó.
—¿Sabes...? —te dije—. Cuando estabas en el quirófano juré que
si pudiera cambiaría mi lugar por el tuyo...
Tú no soportaste esas palabras y yo no soporté más tu dulce
mirada.

Un Grito DesesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora