La caligrafía perfecta brillaba delante de mí. La observé superficialmente con gran desconfianza. Su lectura me había dejado un extraño sabor metálico en el paladar. ¿Quién hubiera pensado que en ese portafolios robado iba a encontrar documentos tan personales? ¿Todos serían así... ? Tenía conocimiento de que el colegio al que asistía había sido originalmente un centro de capacitación para empresas. Incluso a la fecha aún se daban cursos de "principios para el éxito", "relaciones humanas" y "personalidad", pero desde hacía unos cinco años el motivo central del Instituto no eran los cursos sino la Preparatoria Intensiva. ¿El cambio de giro tendría alguna relación con la penosa experiencia relatada por el autor de aquella carta? Pudiera ser... Pero si era así, no me conmovía. En realidad había muy pocas cosas que podían conmoverme. Quizá ninguna.
Estaba acostumbrado a reaccionar como la "carga social", "el delincuente en potencia" que me habían convencido que era. Sin embargo, a veces mi papel me disgustaba. Sobre todo cuando
motivado por alguna circunstancia especial percibía la sensación interna de no ser tan malo. Y la lectura de esa carta había despertado en mí una sensación así.
Sacudí la cabeza aprensivamente y arrojé los folios al guardarropa. Seguramente todo lo escrito ahí no era más que una fantasía imaginada por ese hombre a quien yo detestaba sobre manera. En mi entendimiento no cabía la posibilidad de que
alguien pudiera experimentar sentimientos tan nobles. Y menos él.... Me consolé con razonamientos apropiados: si esa carta era verdad, el director de mi escuela era un fanático santurrón o un marica declarado.
Exactamente... Para poder relatar cómo hurté ese portafolios primero necesito hablar de un personaje importantísimo en aquella época de mi vida: mi hermano Saúl.
Era un tipo bastante impredecible. Se tomaba muy en serio su papel de hermano mayor, atribuyéndose el privilegio de a molestarnos a Laura y a mí a diario. Cuando lo desafiábamos se alteraba inmoderadamente y no le hablaba a nadie durante días.
Con frecuencia discutía con el tirano de papá y consolaba a la
mártir de mamá, pero nada mejoraba en casa; no entendía mis consejos de que aceptara las cosas así. Realmente era un sujeto raro y, por ello, incluso se había ganado mi secreta admiración. Le gustaba tocar la guitarra hasta altas horas de la noche y también escribía poesías (mis amigos y yo nos burlábamos mucho de esto).
una mañana sus compañeros de grupo le jugaron una broma, que él mismo planeó y consintió, cuyas consecuencias llegaron a
extremos inverosímiles: Lo encerraron en el baño con una muchacha; clausuraron las
aldabas exteriores usando un enorme candado y tiraron la llave por la coladera.
La algarabía resonó en todos los pasillos. Hubo aplausos, cantos,
gritos. A los pocos minutos la escuela entera estaba enterada de que Saúl y su novia se hallaban solos en los sanitarios haciendo
quién sabe qué suciedades.
Hubo que llamar a un cerrajero para que pudiera abrirles, y como fue imposible dar con los cómplices de tan original travesura, detuvieron en la dirección a los amantes protagonistas.
Acudí a las oficinas para esperar que lo pusieran en libertad
después de amonestarlo. Pero el asunto se complicó: llamaron por teléfono a mi padre. ¡Nunca lo hubieran hecho! Lo vi entrar a la recepción del colegio con aire de prepotencia sin siquiera haberse quitado la bata blanca que lo distinguía en su trabajo.
—Soy el doctor Hernández —le gritó a la secretaria—. Me llamaron para decirme que iban a expulsar a mi hijo. Tengo
muchos pacientes y no puedo darme el lujo de hacer antesala, así que haga el favor de anunciarme de inmediato con el director.
El máximo censor salió a recibir al escandaloso visitante.
—Pase, por favor. Saúl está aquí, con su novia.
Me quedé afuera tratando de escuchar lo que se decía en el
privado. No fue difícil. Papá recibió las quejas haciendo grandes aspavientos, preguntando teatralmente cómo era posible todo eso.
Mi hermano alzó la voz para defenderse y fue abofeteado
cruelmente frente al director y la novia. Después hubo un
momento en el que no se escuchó nada. En ese silencio imaginé a
la chica llorando a cántaros, al
administrador como estatua de hielo, incrédulo de la agresividad que había presenciado, y a mi hermano aguantando estoico el
dolor de la humillación.
unos minutos después se abrió la puerta del depacho y salió Saúl.
Detrás papá.
—¿A dónde crees que vas, muchachito? —Y al decir esto lo
sujetó por la oreja.
Saúl sudaba y tenía el rostro extremadamente rojo. Se liberó de la mano opresora de un zarpazo y echó a caminar hacia afuera sin decir nada.
—¡ün momento! ¡Detente o te arrepentirás toda tu vida!
En la calle varios estudiantes observamos la penosa escena en la que el adulto trataba de sujetar al joven jalándolo de los cabellos mientras éste se defendía ágil y ferozmente para alejarse a pasos rápidos del lugar.
Saúl no volvió a casa. Nadie supo a dónde fue.
Por lo que papá se la pasó llamando por teléfono a todas las autoridades de la ciudad para reportar al fugitivo, mamá estuvo llorando inconsolablemente y Laura y yo nos acostamos con la excitante novedad de que el primogénito había abandonado el nido. No podíamos creer que hubiera tenido tanto valor y con el
pensamiento le mandábamos nuestras más calurosas felicitaciones.
Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Me preguntaba constantemente a qué lugar iría un joven al escapar de casa.
Deseaba saberlo para tener la opción de hacer lo mismo cuando mi familia me hartara. Y no faltaba mucho para ello.
Al día siguiente muy temprano, diríase de madrugada, papá entró a mi habitación haciendo mucho ruido y llamándome holgazán.
Me destapó arrojando las cobijas al suelo y azuzándome para que me levantara.
—Desperézate, muchachito. Voy a ir contigo a la escuela para
vigilar la entrada de los alumnos a ver si aparece tu hermano.
—¿Sinceramente crees que irá a clases después de escapar de
casa? —Me incorporé para recoger las sábanas y echármelas
nuevamente encima—. Permíteme que me ría: Jo jo jo.
Papá se puso verde, más por tener yo la razón que por mi
insolencia, pues ante él, tener la razón era un pecado mortal.
—De cualquier modo iremos a la escuela. Quiero hablar con el
señor Yolza para ponerlo al tanto de lo que hizo tu hermano.
—Ese maldito director chismoso —susurré—. Por su culpa está
pasando lo que está pasando.
Me levanté indolentemente y me vestí.
Estuvimos en el colegio justo antes de la hora de entrada. Al poco tiempo llegó el director. Papá lo interceptó para preguntarle de
modo presuntuoso por qué se había propuesto echar a perder la vida de sus hijos, lo cual, por agresivo e incoherente, me asombró bastante.
Varios compañeros curiosos se detuvieron a escuchar la inminente discusión, pero el licenciado Yolza los evadió invitándonos a pasar a su privado.
Ya dentro, los dos hombres se miraron fijamente como viejos
enemigos. Mi padre se calmó un poco, pero no dejó de levantar la voz.
—usted no ha sabido guiar a mis hijos. Uno viene aquí
brindándole toda la confianza, paga puntualmente las colegiaturas ¿y qué recibe a cambio? unos muchachos tímidos y acomplejados.
Saúl ha caído tan bajo por culpa de usted.
El señor Yolza se frotó la barbilla con aire preocupado. Su trabajo consistía en atender vecinos quejosos, empleados irresponsables, inspectores corruptos, sindicalistas prepotentes, alumnos groseros
(como yo) y padres de familia desequilibrados (como el mío). Sin embargo, no parecía haberse acostumbrado del todo a tales
situaciones.
Tomó asiento y con ademán cortés invitó a papá a hacer lo mismo frente a él. También a mí, con una mirada, me indicó que me sentara.
—¿Quiere explicarme de qué se trata exactamente, doctor
Hernández?
—Ayer mi hijo Saúl se fue de la casa.
—¿De veras? —preguntó interesado—. ¿Y qué le hace suponer que fue por mi culpa?
—Que no había necesidad de llamarme para darme la queja.
Todos los jóvenes llegan al sexo con sus novias.
El director abrió el cajón central de su escritorio para extraer una cajita con pastillas medicinales; tomó una y se la echó a la boca de inmediato mientras movía la cabeza negativamente (¡vaya manera de empezar el día!). Acto seguido descolgó su intercomunicador para pedirle al archivista el expediente de Saúl y el mío. Sin quererlo salté de mi silla. ¿El mío? Yo solamente estaba de mirón, no tenía vela en ese entierro. ¿Por qué pediría también mi expediente?
Me volví a sentar. Hubo un silencio desagradable. Finalmente la secretaria entró presentándole las carpetas y el licenciado comenzó a decir con voz firme:
—Doctor Hernández: su hijo Saúl tiene antecedentes muy graves
y fue admitido aquí condicionalmente. Aún así, su historial está lleno de irregularidades. Ayer no hubo tiempo de analizarlo, pero
"fumar en clase", "contestar altaneramente a los profesores", "no cumplir con tareas" e "irse de pinta" son notas comunes y
repetitivas en este registro. Además, ya había estado a punto de ser expulsado en otra ocasión. —Mi padre alzó las cejas
simulándose indignado y me reí interiormente de él—. Se dio de
golpes con otro joven que al parecer pretendía a su novia "en turno". En esa oportunidad armó un gran alboroto. Vinieron
patrullas y los vecinos me citaron para hacerme prometer que eso no volvería a suceder en esta calle. Lo tuve detenido en mi oficina durante casi una hora. Intentamos comunicarnos con usted, pero fue inútil. Tampoco su esposa pudo ser localizada. Así que llené su forma de expulsión y se la entregué. Entonces su hijo me dijo
que me odiaba, que odiaba este mundo, esta vida, esta escuela y a sus padres. Después de eso se echó a llorar y su llanto demostraba una congoja enorme.
—El licenciado se levantó ligeramente apuntando con el índice— Doctor Hernández, si no ha visto a su hijo llorar de esa manera últimamente, usted está muy lejos de él para poder ayudarle. —Volvió a sentarse y antes de continuar pareció escoger las palabras—: Ante
una situación tan patética no pude dejar de darle otra oportunidad.
Sentí que, en el fondo, Saúl no era culpable de sus yerros, un joven que se desprecia tanto a sí mismo debe tener una pésima familia. El origen de la autovaloración de un individuo se halla en su familia. La gente se comporta en la calle como aprendió a hacerlo en su casa. Si Saúl está en malos pasos no hay más culpables que usted y su
esposa... Mi padre estaba petrificado. El matiz sanguíneo de sus mejillas me hizo percibir su cólera. Ésta era tal que no podía hablar. El director, en
cambio, se mostraba mucho más seguro e impertérrito que al principio.
Seguidamente abrió mi expediente y comenzó a hojearlo con detenimiento.
—Su hijo Gerardo es otra muestra de lo que le estoy diciendo.
Para que se callara lo miré con todo el repudio que pude..., pero al individuo pareció no importarle mi amenaza visual.
—Es impuntual, faltista, flojo. Los profesores lo reportan como un alumno de última categoría. Por si no lo sabía, él también ha estado a punto de ser expulsado. No por irregularidades graves sino por una infinidad de reportes sencillos de indisciplina y apatía. Gerardo es un cabecilla para los malos actos. Incita a sus compañeros a cometer pillerías encontrando siempre la forma de salir exculpado, pero los maestros y yo nos hemos dado cuenta de su juego. Detrás de las infracciones de sus amigos siempre está él. Reconozco que es muy inteligente y estoy casi seguro de que también en su casa aparenta ser un buen hijo, pero secretamente acumula un gran rencor que lo hace atentar contra todos cuando se siente resguardado.
Mi padre, mordiéndose feamente el labio inferior, se volvió hacia mí con claras intenciones de matarme, pero yo me hice el disimulado clavándole la vista al directorsucho. Tarde o temprano me las pagaría.
Papá se puso de pie listo para salir de allí.
El señor Tadeo Yolza levantó la voz con la firmeza de alguien que ha ganado un envite.
—Doctor Hernández: sus rabietas de padre indignado no ayudarán en nada. Sus hijos son listos pero terriblemente infelices. Tanto
Saúl como Gerardo necesitan recuperar en primer lugar su
autoestima. ¿Entiende esto? ¿Cómo suele corregirlos? ¿Se acerca a ellos para tratar de entender sus razones y después los guía con mano fuerte pero amistosa, o simplemente les grita, los insulta y abofetea, como hizo ayer con Saúl en esta oficina? ¿Permite que en su hogar se apliquen sobrenombres, se hagan burlas y críticas
destructivas, se exalten las capacidades de unos para menospreciar las de otros, se invoquen deseos de que tal o cual hijo sea distinto, o se admiren envidiosamente las condiciones de otras familias? Si así ha sido, usted ha creado en ellos una autovaloración peligrosa-
mente pobre. Todo ser humano aprende a autovalorarse en el lugar donde crece, ayudado de las personas con quienes convive. En la familia nacen las expectativas del individuo, su moral, su forma de sentir, su personalidad... El director parecía ansioso de continuar hablando, como si hubiese
esperado durante meses la oportunidad de decirle todo eso.
Mi padre se volvió hacia él con la vista desencajada. Por un
momento pensé que se le echaría encima.
—ustedes, los ma... maestros —tartamudeó visiblemente
afectado—, son demagogos y engreídos. Creen tener el derecho de meterse en la vida de los demás como si fuesen perfectos.
—Doctor Hernández, usted y yo ya nos conocíamos. Yo lo
consideraba un hombre sensato, pero en estas dos últimas
entrevistas me he percatado de que necesita una gran ayuda. Si sus hijos se pierden o fracasan no habrá otro responsable directo más que usted.
Vi cómo mi progenitor apretaba los puños hasta que los nudillos
se le pusieron blancos. Su siguiente objeción apenas fue
inteligible:
—Ustedes los maestros se creen sabios... Le devuelven la
responsabilidad a uno, pero son incapaces de hacer algo por los
muchachos.
Cabizbajo, dio la vuelta y sin despedirse salió bruscamente del lugar.
Al verlo alejarse, por primera vez me percaté de que no era tan
inmune como yo había pensado. Sentí lástima por él. Además, su
estatura me pareció más baja de lo que siempre creí.
El director corrió para alcanzarlo. Posiblemente no deseaba que la desavenencia terminara de ese modo.
Me quedé en la oficina solo. Miré a mi alrededor buscando algo,
algo... no sabía qué... ¡El portafolios personal del señor Tadeo Yolza estaba a un lado del escritorio! Lo tomé y salí como
relámpago para evitar ser detenido por la secretaria. En la calle los dos adultos aún discutían. No me detuve: no quería saber más nada del asunto.
Durante horas caminé por las avenidas abrazando fuertemente el portafolios robado. Sentía ganas de llorar, pero no comprendía la razón. Quizá por haberse dicho en mi presencia conceptos muy serios en los que jamás había pensado, uno especialmente cruel y verdadero me taladraba las sienes: que mis hermanos y yo éramos inteligentes pero terriblemente infelices.
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Un Grito Desesperado
Teen FictionEste libro es un mensaje urgente de superación familiar. Cuando una familia muestra síntomas de violencia y destrucción, no es posible seguir fingiéndose sordo ante el grito desesperado de un hogar que cada día se desintegra más. Si le es posible de...