Aquella noche, el ciego soñó que estaba ciego. Al ofrecerse para
ayudar al ciego, el hombre que luego robó el coche no tenía, en aquel
preciso momento, ninguna intención malévola, muy al contrario, lo que
hizo no fue más que obedecer a aquellos sentimientos de generosidad
y de altruismo que son, como todo el mundo sabe, dos de las mejores
características del género humano, que pueden hallarse, incluso, en
delincuentes más empedernidos que éste, un simple ladronzuelo de
automóviles sin esperanza de ascenso en su carrera, explotado por
los verdaderos amos del negocio, que son los que se aprovechan de
las necesidades de quien es pobre. A fin de cuentas, no es tan grande
la diferencia entre ayudar a un ciego para robarle luego y cuidar a un
viejo caduco y baboso con el ojo puesto en la herencia. Sólo cuando
estaba cerca de la casa del ciego se le ocurrió la idea con toda
naturalidad, exactamente, podríamos decir, como si hubiera decidido
comprar un billete de lotería por encontrarse al vendedor, no tuvo
ningún presentimiento, compró el billete para ver qué pasaba,
conforme de antemano con lo que la voluble fortuna le trajese, algo o
nada, otros dirían que actuó según un reflejo condicionado de su
personalidad. Los escépticos sobre la naturaleza humana, que son
muchos y obstinados, vienen sosteniendo que, si bien es cierto que la
ocasión no siempre hace al ladrón, también es cierto que ayuda
mucho. En cuanto a nosotros, nos permitiremos pensar que si el ciego
hubiera aceptado el segundo ofrecimiento del, en definitiva, falso
samaritano, en aquel último instante en que la bondad podría haber
prevalecido aún, nos referimos al ofrecimiento de quedarse haciéndole
compañía hasta que llegase la mujer, quién sabe si el efecto de la
responsabilidad moral resultante de la confianza así otorgada no
habría inhibido la tentación delictiva y hubiera facilitado que aflorase lo
que de luminoso y noble podrá siempre encontrarse hasta en las
almas endurecidas por la maldad. Concluyendo de manera plebeya,
como no se cansa de enseñarnos el proverbio antiguo, el ciego,
creyendo que se santiguaba, se rompió la nariz.
La conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y
de la que muchos más han renegado, es cosa que existe y existió
siempre, no ha sido un invento de los filósofos del Cuaternario, cuando
el alma apenas era un proyecto confuso. Con la marcha de los
tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los
intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el color
de la sangre y en la sal de las lágrimas, y, como si tanto fuera aúnpoco, hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro,
con el resultado, muchas veces, de que acaban mostrando sin reserva
lo que estábamos tratando de negar con la boca. A esto, que es
general, se añade la circunstancia particular de que, en espíritus
simples, el remordimiento causado por el mal cometido se confunde
frecuentemente con miedos ancestrales de todo tipo, de lo que resulta
que el castigo del prevaricador acaba siendo, sin palo ni piedra, dos
veces el merecido. No será posible, pues, en este caso, deslindar qué
parte de los miedos y qué parte de la conciencia abatida empezaron a
conturbar al ladrón en cuanto puso el coche en marcha. Sin duda, no
podría resultar tranquilizador ir sentado en el lugar de alguien que
sostenía con las manos este mismo volante en el momento en que se
quedó ciego, que miró a través de este parabrisas en el momento en
que, de repente, sus ojos dejaron de ver, no es preciso estar dotado
de mucha imaginación para que tales pensamientos despierten la
inmunda y rastrera bestia del pavor, ahí está, alzando ya la cabeza.
Pero era también el remordimiento, expresión agravada de una
conciencia, como antes dijimos, o, si queremos describirlo en términos
sugestivos, una conciencia con dientes para morder, quien ponía ante
él la imagen desamparada del ciego cerrando la puerta, No es
necesario, no es necesario, había dicho el pobre hombre, y desde
aquel momento en adelante no podría dar un paso sin ayuda.
El ladrón redobló la atención sobre el tráfico para impedir que
pensamientos tan atemorizadores ocuparan por entero su espíritu,
sabía bien que no debía permitirse el menor error, la mínima
distracción. La policía andaba por allí, bastaba que algún guardia lo
mandara parar, A ver, la documentación del coche, el carné, y otra vez
a la cárcel, la dureza de la vida. Ponía el mayor cuidado en obedecer
los semáforos, nunca pasarse el rojo, respetar el amarillo, esperar con
paciencia hasta que aparezca el verde. A cierta altura se dio cuenta de
que estaba empezando a mirar las luces de forma obsesiva. Pasó
entonces a regular la velocidad de manera que pudiera coger la onda
verde, aunque a veces, para conseguirlo, tuviera que aumentar la
velocidad, o, al contrario, reducirla hasta el punto de provocar la
irritación de los conductores que venían detrás. Al fin, desorientado,
tenso a más no poder, acabó por dirigir el coche hacia una calle
transversal secundaria en la que no había semáforos, y lo estacionó
casi sin mirar, que buen conductor sí era. Estaba al borde de un
ataque de nervios, con estas palabras exactas lo pensó, A ver si ahorame da algo. Jadeaba dentro del coche. Bajó las ventanillas de los dos
lados, pero el aire de fuera, aunque se movía, no refrescó la atmósfera
interior. Qué hago, se preguntó. El barracón al que debería llevar el
coche quedaba lejos, a las afueras de la ciudad, y con aquellos
nervios no iba a llegar nunca, Me atrapa un guardia, o tengo un
accidente, que todavía sería peor, murmuró. Pensó entonces que lo
mejor sería salir un rato del coche, dar una vuelta, airear las ideas, A
ver si me quito las telarañas de la cabeza, por el hecho de que el tipo
aquel se quedara ciego no me va a pasar lo mismo a mí, esto no es
una gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se me pasa.
Salió, no valía la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un
momento, y se alejó. Aún no había andado treinta pasos cuando se
quedó ciego.
En el consultorio el último cliente atendido fue el viejo
bondadoso, el que había dicho palabras tan llenas de piedad por aquel
pobre hombre que se había quedado ciego de repente. Iba sólo para
que le dieran la fecha de la operación de catarata en el único ojo que
le quedaba, que la venda tapaba una ausencia y no tenía nada que
ver con el caso de ahora. Son cosas que vienen con la edad, le había
dicho el médico tiempo atrás, cuando la catarata esté madura la
quitamos, luego no va a reconocer el mundo en que vivió, ya verá.
Cuando salió el viejo de la venda negra, y la enfermera dijo que no
había más pacientes en la sala de espera, el médico cogió la ficha del
hombre que se había quedado ciego súbitamente, la leyó una, dos
veces, pensó durante unos minutos, y luego fue al teléfono y llamó a
un colega, con quien sostuvo la siguiente conversación, Oye, mira, he
tenido hoy un caso extrañísimo, un hombre que perdió la vista de
repente, el examen no ha mostrado nada, ninguna lesión perceptible,
ni indicios de malformación de nacimiento, dice que lo ve todo blanco,
con una especie de blancura lechosa, espesa, que se le agarra a los
ojos, estoy intentando expresar del mejor modo posible la descripción
que me hizo, sí, claro que es subjetivo, no, el hombre es joven, treinta
y ocho años, tienes noticia de algún caso semejante, has leído, oíste
hablar de algo así, ya lo pensaba yo, por ahora no le veo solución,
para ganar tiempo le mandé que se hiciera unos análisis, sí, podemos
verlo juntos uno de estos días, después de cenar voy a echar un
vistazo a los libros, revisar bibliografía, a ver si se me ocurre algo, sí,
ya sé, la agnosis, la ceguera psíquica, podría ser, pero se trataría
entonces del primer caso de estas características, porque de lo que nohay duda es de que el hombre está ciego, la agnosis, lo sabemos, es
la incapacidad de reconocer lo que se ve, también he pensado en eso,
o en que se tratase de una amaurosis, pero recuerda lo que te he
dicho, es una ceguera blanca, precisamente lo contrario de la
amaurosis, que es tiniebla total, a no ser que exista una amaurosis
blanca, una tiniebla blanca, por así decirlo, sí, ya sé, algo que no se ha
visto nunca, de acuerdo, mañana le llamo, le digo que queremos
examinarlo los dos. Terminada la conversación, el médico se recostó
en el sillón, se quedó así unos minutos, luego se levantó, se quitó la
bata con movimientos fatigados, lentos. Fue al baño para lavarse las
manos, pero esta vez no le preguntó al espejo, metafísicamente, Qué
será eso, había recuperado el espíritu científico, el hecho de que la
agnosis y la amaurosis se encontraran identificadas y definidas con
precisión en los libros y en la práctica no significaba que no surgieran
variedades, mutaciones, si es adecuada la palabra, y ahora parecían
haber llegado. Hay mil razones para que el cerebro se cierre, sólo
esto, y nada más, como una visita tardía que encontrara clausurados
sus propios umbrales. El oftalmólogo tenía gustos literarios y
encontraba citas oportunas.
Por la noche, después de cenar, le dijo a la mujer, Vino a la
consulta un hombre con un caso extraño, podría tratarse de una
variante de ceguera psíquica o de amaurosis, pero no consta que tal
cosa se haya comprobado alguna vez, Qué enfermedades son ésas,
lo de la amaurosis y lo otro, preguntó la mujer. El médico dio unas
explicaciones accesibles a un entendimiento normal y, satisfecha la
curiosidad, fue al estante, a buscar en los libros de la especialidad,
unos antiguos, de los años de Facultad, otros más modernos, algunos
de publicación reciente que aún no había tenido tiempo de estudiar.
Consultó los índices metódicamente, leyó todo lo que encontraba allí
sobre la agnosis y la amaurosis, con la impresión incómoda de
sentirse intruso en un terreno que no era el suyo, el misterioso campo
de la neurocirugía, sobre el que sólo tenía escasas luces. Avanzada la
noche, apartó los libros que había estado consultando, se frotó los
ojos fatigados y se reclinó en el sillón. En aquel momento, la
alternativa se le presentaba con toda claridad. Si el caso era agnosis,
el paciente estaría viendo ahora lo que siempre había visto, es decir,
no habría sobrevenido disminución alguna de agudeza visual,
simplemente ocurría que el cerebro se habría vuelto incapaz de
reconocer una silla donde hubiera una silla, seguiría, pues,reaccionando correctamente a los estímulos luminosos a través del
nervio óptico, pero, para decirlo en lenguaje común, al alcance de
gente poco informada, habría perdido la capacidad de saber que
sabía, y, más aún, de decirlo. En cuanto a la amaurosis, no cabía la
menor duda. Para que lo fuese efectivamente, el paciente tendría que
verlo todo negro, salvando, desde luego, el uso de tal verbo, ver,
cuando de tinieblas absolutas se trata. El ciego había afirmado
categóricamente que veía, salvado sea también el verbo, un color
blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se encontrara
sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser
etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad
neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las
imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por
decirlo así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura
blanca sin tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la
misma realidad presentase a una visión normal, por problemático que
resulte hablar, con efectiva propiedad, de visión normal. Con la
conciencia clarísima de encontrarse metido en un callejón aparen-
temente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado y miró a su
alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que se
le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me
voy a acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la
mesa se veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto
sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante
siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió
nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para
ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había
dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.
El mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía
sólo una conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había
recetado el médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante
estos días sólo se tiene que quitar las gafas para dormir, le había
dicho. La broma era antigua, seguro que había pasado de generación
en generación de oftalmólogos, pero el efecto se repetía siempre, el
médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y en este caso
valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo
mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la
vida, cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la
vida de esta mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasabade ser artimaña del oficio, pero sería una afirmación malvada y
gratuita, porque aquella sonrisa ya era así en los tiempos, no tan
distantes, en los que aquella mujer era una chiquilla, palabra en
desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún estaba por nacer
la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría incluir a esta
mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la complejidad
del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas,
tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja
moderar cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos,
manía de la que, por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos
librarnos. Aunque sea evidente lo mucho que de nube hay en Juno, no
es lícito obstinarse en confundir con una diosa griega lo que no pasa
de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en la atmósfera. Sin
duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría,
probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta,
pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella quiere,
no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho
deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido
como un todo. Ella tiene, como la gente normal, una profesión, y,
también, como la gente normal, aprovecha las horas que le quedan
libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones
a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Si no
se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en definitiva
debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le apetece y,
además, saca de ello todo el placer que puede.
Se había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se
quitó las gafas, la iluminación de las calles le molestaba,
especialmente la de los anuncios. Entró en una farmacia a comprar el
colirio que el médico le había recetado, decidió no darse por aludida
cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos ojos anden
cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de
impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de
botica, imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas
oscuras le daban un aire embriagador y misterioso capaz de provocar
el interés de los hombres que pasaban, y, eventualmente,
corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de que alguien la
está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo referente a
satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El
hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ellale dijera que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico
no le había dado aún orden al respecto, el caso es que al hombre
hasta le hizo gracia, era una novedad. A la salida de la farmacia, la
muchacha llamó un taxi, dio el nombre de un hotel. Recostada en el
asiento, prelibaba ya, si se acepta el término, las distintas y múltiples
sensaciones del goce sensual, desde el primer y sabio roce de labios,
desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas explosiones de un
orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la estuvieran
crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y
vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las
gafas oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y
técnica, con su obligación, paga siempre por adelantado y el doble de
lo que luego cobra. En medio de estos pensamientos, sin duda porque
había pagado hacía un momento una consulta, se preguntó si no sería
conveniente subir, a partir de hoy mismo, su tarifa, lo que, con risueño
optimismo, solía llamar su justo nivel de compensación.
Mandó parar el taxi una manzana antes, se mezcló con la gente
que iba en la misma dirección, como dejándose llevar por ella,
anónima y sin ninguna culpa notoria. Entró en el hotel con aire natural,
cruzó el vestíbulo hacia el bar. Llegaba con unos minutos de adelanto,
y tendría que esperar, pues la hora de la cita había sido fijada con
precisión. Pidió un refresco y lo tomó sosegadamente, sin posar los
ojos en nadie, no quería que la confundieran con una vulgar cazadora
de hombres. Un poco más tarde, como una turista que sube al cuarto
a descansar después de haber pasado la tarde por los museos, se
dirigió al ascensor. La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre
encuentra escollos en el durísimo camino de la perfección, pero el
pecado y el vicio se ven tan favorecidos por la fortuna que todo fue
llegar y se abrieron ante ella las puertas del ascensor. Salieron dos
huéspedes, un matrimonio de edad avanzada, ella entró y apretó el
botón del tercero, trescientos doce era el número que la esperaba, es
aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después estaba ya
desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de
amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a
perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba
de placer, a los veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la
conciencia, dijo, agotada y feliz, Aún lo veo todo blanco.
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ensayo sobre la ceguera
Random, muchos dicen que la ceguera es obscura y que no hay color en ella, pero y si ¿la ceguera fuese blanca? , ¿que pasaría en todo el mundo si está se exparciera?