capitulo 4

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Al ladrón del coche lo llevó un policía a casa. No podía el
circunspecto y compasivo agente de la autoridad imaginar que llevaba
a un empedernido delincuente cogido por el brazo, y no para impedir
que se escapara, como habría ocurrido en otra ocasión, sino,
simplemente, para que el pobre hombre no tropezara y se cayera. En
compensación, nos es muy fácil imaginar el susto de la mujer del
ladrón cuando, al abrir la puerta, se encontró ante ella con un policía
de uniforme que traía sujeto, o así le pareció, a un decaído prisionero,
a quien, a juzgar por la tristeza de la cara, debía de haberle ocurrido
algo peor que la detención. Por un instante, pensó la mujer que
habrían atrapado a su hombre en flagrante delito y que el policía
estaba allí para registrar la casa, idea ésta, por otra parte, y por
paradójico que parezca, bastante tranquilizadora, considerando que el
marido sólo robaba coches, objetos que, por su tamaño, no se pueden
ocultar bajo la cama. No duró mucho la duda, pues el policía dijo, Este
señor está ciego, encárguese de él, y la mujer, que debería sentirse
aliviada porque el agente venía al fin sólo de acompañante, percibió la
dimensión de la fatalidad que le entraba por la puerta cuando un
marido deshecho en lágrimas cayó en sus brazos diciendo lo que ya
sabemos.
La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de
sus padres por un policía, pero lo picante de las circunstancias en que
la ceguera se manifestó, una mujer desnuda, gritando en un hotel,
alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella
intentaba escabullirse embutiéndose trabajosamente los pantalones,
moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de la situación. La
ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en todo compatible, por
mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos,
con los mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los
gritos lacerantes que dio al comprender que la pérdida de visión no era
una nueva e imprevista consecuencia del placer, apenas se atrevía a
llorar y lamentarse cuando, con malos modos, vestida a toda prisa,
casi a empujones, la llevaron fuera del hotel. El policía, en tono que
sería sarcástico si no fuera simplemente grosero, quiso saber,
después de haberle preguntado dónde vivía, si tenía dinero para eltaxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que,
anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que
esas personas pertenecen al número de las que no pagan impuestos
sobre el rendimiento de sus inmorales réditos. Ella afirmó con la
cabeza, pero, estando ciega como estaba, pensó que quizá el policía
no había visto su gesto y murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá
no lo tuviera, palabras que nos parecerán fuera de lugar, pero que, si
atendemos a las circunvoluciones del espíritu humano, donde no
existen caminos cortos y rectos, acaban, esas palabras, por resultar
absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido castigada
por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le
dijo a su madre que no iría a cenar, y ahora resulta que iba a llegar
muy a tiempo, antes incluso que el padre.
Diferente fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque estaba
en casa cuando le atacó la ceguera, sino porque, siendo médico, no
iba a entregarse sin más a la desesperación, como hacen aquellos
que de su cuerpo sólo saben cuando les duele. Hasta en una situación
como ésta, angustiado, teniendo por delante una noche de ansiedad,
fue aún capaz de recordar lo que Homero escribió en la Ilíada, poema
de la muerte y el sufrimiento sobre cualquier otro, Un médico, sólo por
sí, vale por varios hombres, palabras que no vamos a entender como
directamente cuantitativas sino cualitativamente, como
comprobaremos enseguida. Tuvo el valor de acostarse sin despertar a
la mujer, ni siquiera cuando ella, murmurando medio dormida, se
movió en la cama para sentirlo más próximo. Horas y horas despierto,
lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba que
no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era
curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo
quería que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas
palabras lo pensó, La luz del día, sabiendo que no iba a verla.
Realmente, un oftalmólogo ciego no serviría para mucho, pero tenía
que informar a las autoridades sanitarias, avisar de lo que podría estar
convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada más y nada menos
que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto
de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa
existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso
o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a
verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una
miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que de momentohabía decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de
ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en
perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o
adquirida. Recordó el examen minucioso que había hecho al ciego, y
cómo las diversas partes del ojo accesibles al oftalmoscopio se
presentaban sanas, sin señal de alteraciones mórbidas, situación muy
rara a los treinta y ocho años que el hombre había dicho tener, y hasta
en gente, de menos edad. Aquel hombre no debía de estar ciego,
pensó, olvidando por unos instantes que también él lo estaba, hasta
este punto puede llegar la abnegación, y esto no es cosa de ahora,
recordemos lo que dijo Homero, aunque con palabras que parecen
diferentes.
Cuando la mujer se levantó, se fingió dormido. Sintió el beso que
ella le dio en la frente, muy suave, como si no quisiera despertarlo de
lo que creía un sueño profundo, quizá había pensado, Pobrecillo, se
acostó tarde, estudiando aquel extraordinario caso del infeliz hombre
ciego. Solo, como si se fuera apoderando de él lentamente una nube
espesa que le cargase sobre el pecho y le entrase por las narices
cegándolo por dentro, el médico dejó brotar un gemido breve, permitió
que dos lágrimas, Serán blancas, pensó, le inundaran los ojos y se
derramaran por las mejillas, a un lado y a otro de la cara, ahora
comprendía el miedo de sus pacientes cuando le decían, Doctor, me
parece que estoy perdiendo la vista. Llegaban hasta el dormitorio los
pequeños ruidos domésticos, no tardaría la mujer en acercarse a ver si
seguía durmiendo, era ya casi la hora de salir para el hospital. Se
levantó con cuidado, a tientas buscó y se puso el batín, entró en el
cuarto de baño, orinó. Luego se volvió hacia donde sabía que estaba
el espejo, esta vez no preguntó Qué será esto, no dijo Hay mil razones
para que el cerebro humano se cierre, sólo extendió las manos hasta
tocar el vidrio, sabía que su imagen estaba allí, mirándolo, la imagen lo
veía a él, él no veía la imagen. Oyó que la mujer entraba en el cuarto,
Ah, estás ya levantado, dijo, y él respondió, Sí. Luego la sintió a su
lado, Buenos días, amor, se saludaban aún con palabras de cariño
después de tantos años de casados, y entonces él dijo, como si los
dos estuvieran representando un papel y ésta fuera la señal para que
iniciara su frase, Creo que no van a ser muy buenos, tengo algo en la
vista. Ella sólo prestó atención a la última parte de la frase, Déjame
ver, pidió, le examinó los ojos con atención, No veo nada, la frase
estaba evidentemente cambiada, no correspondía al papel de la mujer,era él quien tenía que pronunciarla, pero la dijo sencillamente, así, No
veo, y añadió, Supongo que el enfermo de ayer me ha contagiado su
mal.
Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los médicos acaban
también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en todo a
su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no
se pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera
es una cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació. En
todo caso, un médico tiene la obligación de saber lo que dice, para eso
ha ido a la Facultad, y si éste, aparte de haberse declarado ciego,
admite la posibilidad de que le hayan contagiado, quién es la mujer
para dudarlo, por mucho de médico que sea. Se comprende, pues,
que la pobre señora, ante la evidencia indiscutible, acabara por
reaccionar como cualquier esposa vulgar, dos conocemos ya,
abrazándose al marido, ofreciendo las naturales muestras de dolor, Y
ahora, qué vamos a hacer, preguntaba entre lágrimas, Tenemos que
avisar a las autoridades sanitarias, al ministerio, es lo más urgente, si
se trata realmente de una epidemia hay que tomar providencias, Pero
una epidemia de ceguera es algo que nunca se ha visto, alegó la
mujer queriendo agarrarse a esta última esperanza, Tampoco se ha
visto nunca un ciego sin motivos aparentes para serlo, y en este mo-
mento hay, al menos, dos. Apenas había acabado de pronunciar la
última palabra cuando se le transformó el rostro. Empujó a la mujer
casi con violencia, él mismo retrocedió, Apártate, no te acerques a mí,
puedo contagiarte, y luego, golpeándose la cabeza con los puños
cerrados, Estúpido, estúpido, médico idiota, cómo no lo pensé, una
noche entera juntos, tendría que haberme quedado en el despacho,
con la puerta cerrada, e incluso así, Por favor, no hables de esa
manera, lo que haya de ser, será, anda, ven, te voy a preparar el
desayuno, Déjame, déjame, No te dejo, gritó la mujer, qué quieres ha-
cer, andar por ahí dando tumbos, chocando contra los muebles,
buscando a tientas el teléfono, sin ojos para encontrar en el listín los
números que necesitas, mientras yo asisto tranquilamente al
espectáculo, metida en una redoma de cristal a prueba de
contaminación. Lo agarró del brazo con firmeza, y dijo, Vamos, amor.
Era aún temprano cuando el médico acabó de tomar,
imaginemos con qué placer, su taza de café y la tostada que la mujer
se empeñó en prepararle, demasiado temprano para encontrar en su
sitio de trabajo a las personas a quienes debería informar. La lógica yla eficacia mandaban que su participación de lo que estaba ocurriendo
se hiciera directamente, comunicándolo lo antes posible a un alto
cargo responsable del ministerio de la Salud, pero no tardó en cambiar
de idea cuando se dio cuenta de que presentarse sólo como un
médico que tenía una información importante y urgente que comunicar
no era suficiente para convencer al funcionario medio con quien, por
fin, después de muchos ruegos, la telefonista condescendió a ponerlo
en contacto. El hombre quiso saber de qué se trataba, antes de
pasarlo a su superior inmediato, y estaba claro que cualquier médico
con sentido de la responsabilidad no iba a ponerse a anunciar la
aparición de una epidemia de ceguera al primer subalterno que se le
pusiera delante, el pánico sería inmediato. Respondía desde el otro
lado el funcionario, Me dice usted que es médico, si quiere que le diga
que le creo, sí, le creo, pero yo tengo órdenes, o me dice de qué se
trata, o cuelgo, Es un asunto confidencial, Los asuntos confidenciales
no se tratan por teléfono, será mejor que venga aquí personalmente,
No puedo salir de casa, Quiere decir que está enfermo, Sí, estoy
enfermo, dijo el ciego tras una breve vacilación, En ese caso, lo que
tiene que hacer es llamar al médico, a un médico auténtico, replicó el
funcionario, y, muy satisfecho de su ingenio, colgó el teléfono.
El médico recibió aquella insolencia como una bofetada. Sólo
pasados unos minutos tuvo serenidad suficiente para contar a la mujer
la grosería con que le habían tratado. Después, como si acabase de
descubrir algo que estuviera obligado a saber desde mucho tiempo
antes, murmuró, triste, De esa masa estamos hechos, mitad
indiferencia y mitad ruindad. Iba a preguntar, vacilante, Y ahora qué
hago, cuando comprendió que había estado perdiendo el tiempo, que
la única forma de hacer llegar la información a donde convenía, y por
vía segura, sería hablar con el director de su propio servicio
hospitalario, de médico a médico, sin burócratas por medio, y que él
se encargase luego de poner en marcha el maldito engranaje oficial.
La mujer marcó el número, lo sabía de memoria. El médico se
identificó cuando se pusieron al teléfono, luego dijo rápidamente, Bien,
gracias, sin duda la telefonista le había preguntado, Cómo está,
doctor, es lo que decimos cuando no queremos mostrar nuestra
debilidad, decimos, Bien, aunque nos estemos muriendo, a esto le
llama el vulgo hacer de tripas corazón, fenómeno de conversión
visceral que sólo en la especie humana ha sido observado. Cuando el
director atendió el teléfono, Hola, qué hay, qué pasa, el médico lepreguntó si estaba solo, si no había nadie cerca que pudiera oír, de la
telefonista nada había que temer, tenía más cosas que hacer que
escuchar conversaciones sobre oftalmopatías, a ella sólo le interesaba
la ginecología. El relato del médico fue breve pero completo, sin
rodeos, sin palabras de más, sin redundancias, y hecho con una
sequedad clínica que, teniendo en cuenta la situación, incluso
sorprendió al director, Pero realmente está usted ciego, preguntó,
Totalmente ciego, En todo caso, podría tratarse de una coincidencia,
podría no ser realmente, en su sentido exacto, un contagio, De
acuerdo, el contagio no está demostrado, pero no se trata de que nos
quedáramos ciegos él y yo, cada uno en su casa, sin habernos visto,
el hombre llegó ciego a mi consulta y yo me quedé ciego pocas horas
después, Cómo podríamos encontrar a ese hombre, Tengo su nombre
y su dirección en el consultorio, Mandaré inmediatamente a alguien,
Un médico, Sí, claro, un colega, No le parece que tendríamos que
comunicar al ministerio lo que está pasando, Por ahora me parece
prematuro, piense en la alarma pública que causaría una noticia así,
por todos los diablos, la ceguera no se pega, Tampoco la muerte se
pega, y todos nos morimos, Bien, quédese en casa mientras trato el
caso, luego lo mandaré a buscar, quiero observarlo, Recuerde que
estoy ciego por haber observado a un ciego, No hay seguridad de eso,
Hay, al menos, una buena presunción de causa a efecto, Sin duda, no
obstante, es aún demasiado pronto para sacar conclusiones, dos
casos aislados no tienen significación estadística, Salvo si somos ya
más de dos, Comprendo su estado de ánimo, pero tenemos que
defendernos de pesimismos que podrían resultar infundados, Gracias,
Volveremos a hablar, Hasta luego.
Media hora después, el médico, torpemente y con ayuda de la mujer,
había acabado de afeitarse. Sonó el teléfono. Era otra vez el director
del servicio oftalmológico, pero la voz, ahora, sonaba distinta,
Tenemos aquí a un niño que también se ha quedado ciego de repente,
lo ve todo blanco, la madre dice que estuvo ayer con él en su
consultorio, Supongo que es un niño que sufre estrabismo divergente
del ojo izquierdo, Sí, No hay duda, es él, Empiezo a estar preocupado,
la situación es realmente seria, El ministerio, Sí, claro, voy a hablar
inmediatamente con la dirección. Pasadas unas tres horas, cuando el
médico y su mujer estaban comiendo en silencio, él tanteando con el
tenedor las tajaditas de carne que ella le había cortado, volvió a sonar
el teléfono. La mujer lo atendió, volvió inmediatamente, Tienes que irtú, es del ministerio. Le ayudó a levantarse, lo condujo hasta el
despacho y le dio el auricular. La conversación fue rápida. El ministerio
quería saber la identidad de los pacientes que habían estado el día
anterior en su consultorio, el médico respondió que en sus respectivas
fichas clínicas figuraban todos los elementos de identificación, el
nombre, la edad, el estado civil, la profesión, el domicilio, y terminó
declarándose dispuesto a acompañar a la persona o personas que
fuesen a recogerlos. Del otro lado, el tono fue cortante, No lo
necesitamos. El teléfono cambió de mano, la voz que salió de él era
diferente, Buenas tardes, habla el ministro, en nombre del Gobierno le
agradezco su celo, estoy seguro de que gracias a la rapidez con que
usted ha actuado vamos a poder circunscribir y controlar la situación,
entretanto, haga el favor de permanecer en su casa. Las palabras
finales fueron pronunciadas con expresión formalmente cortés, pero
no dejaban la menor duda sobre el hecho de que eran una orden. El
médico respondió, Sí, señor ministro, pero ya habían colgado.
Pocos minutos después, otra voz al teléfono. Era el director
clínico del hospital, nervioso, hablando atropelladamente, Ahora
mismo acabo de recibir información de la policía de que hay dos casos
más de ceguera fulminante, Policías, No, un hombre y una mujer, a él
lo encontraron en la calle, gritando que estaba ciego, y ella estaba en
un hotel cuando perdió la vista, una historia de cama, según parece,
Es necesario averiguar si se trata también de enfermos míos, sabe
cómo se llaman, No me lo han dicho, Del ministerio han hablado ya
conmigo, van a ir al consultorio a recoger las fichas, Qué situación,
Dígamelo a mí. El médico colgó el teléfono, se llevó las manos a los
ojos, allí las dejó como si quisiera defenderlos de males peores, al fin
exclamó sordamente, Qué cansado estoy, Duerme un poco, te llevaré
hasta la cama, dijo la mujer, No vale la pena, no podría dormir,
además, todavía no se ha acabado el día, algo más va a ocurrir.
Eran casi las seis cuando sonó el teléfono por última vez. El
médico estaba sentado al lado, levantó el auricular, Sí, soy yo, dijo,
escuchó con atención lo que le estaban diciendo, y sólo hizo un leve
movimiento de cabeza antes de colgar. Quién era, preguntó la mujer,
Del ministerio, viene una ambulancia a buscarme dentro de media
hora, Eso era lo que esperabas que ocurriera, Más o menos, sí,
Adónde te llevan, No lo sé, supongo que a un hospital, Te voy a
preparar la maleta, algo de ropa, No es un viaje, No sabemos qué es.
Lo llevó con cuidado hasta el dormitorio, lo hizo sentarse en la cama,Quédate ahí tranquilo, yo me encargo de todo. La oyó moverse de un
lado a otro, abrir y cerrar cajones, armarios, sacar ropa y luego
ordenarla en la maleta colocada en el suelo, pero lo que él no pudo ver
es que, aparte de su propia ropa, había metido unas cuantas faldas y
blusas, ropa interior, un vestido, unos zapatos que sólo podían ser de
mujer. Pensó vagamente que no iba a necesitar tantas cosas, pero se
calló porque no era el momento de hablar de insignificancias. Se oyó
el restallido de las cerraduras, luego la mujer dijo, Bueno, ya puede
venir la ambulancia. Llevó la maleta al vestíbulo, la dejó junto a la
puerta, rechazando la ayuda del marido, que decía, Déjame ayudarte,
eso puedo hacerlo yo, no estoy tan inválido. Luego se sentaron en el
sofá de la sala, esperando. Tenían las manos cogidas, y él dijo, No sé
cuánto tiempo vamos a tener que estar separados, y ella respondió,
No te preocupes.
Esperaron casi una hora. Cuando sonó el timbre de la puerta,
ella se levantó y fue a abrir, pero en el descansillo no había nadie.
Descolgó el interfono, Muy bien, ahora baja, respondió. Se volvió hacia
el marido y le dijo, Que esperan ahí abajo, tienen orden expresa de no
subir, Por lo visto en el ministerio están realmente asustados, Vamos.
Tomaron el ascensor, ella ayudó al marido a bajar los últimos
escalones, luego a entrar en la ambulancia, volvió al portal a buscar la
maleta, la alzó ella sola y la empujó hacia dentro. Después subió a la
ambulancia y se sentó al lado del marido. El conductor protestó desde
el asiento delantero. Sólo puedo llevarlo a él, son las órdenes que
tengo, tiene usted que salir. La mujer respondió con calma, Tiene que
llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega.

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