Volver a vivir.

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Volver a vivir

¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las lámparas! / ¡Y qué pequeño es a los ojos del recuerdo!

(Charles Baudelaire)

Cerró la puerta detrás de sí y se sentó en la enorme silla de piel que yacía frente al escritorio donde un hombre, impaciente, esperaba. Pasaron varios minutos de sólo verse fijamente y esperó a que él hablara.

- ¿Por qué a esperado usted hasta el día de hoy para hacer esto?

- Apenas hoy me he armado de valor para poder admitir que nunca es demasiado tarde. Que no importa cuánto lo haya intentado, cada segundo que no hayamos estado juntos, ha sido un desperdicio de tiempo.

- Si ha sido usted lo suficientemente cobarde como para no hacer esto antes, ¿qué es hoy diferente?

- Que lo que callamos nos puede matar. Yo ya no puedo hacerlo. Mi vida murió y no murió con él: vivo en cada uno de los momentos suspendidos en el tiempo en los cuales aún estamos juntos. Y vuelvo a morir un poquito en ellos.

Charles tomó su pluma, convencido que éste era el caso más extraño que le había llegado alguna vez.

- ¿Qué consideraciones debo tomar al llevar su historia al lector?

- Ninguna. Me he hartado de tomarme consideraciones; es por los prejuicios, por los pensamientos y las palabras de la gente, que yo he dejado de vivir.

Comenzó a escribir. La mujer daba indicios de que era una historia larga. Volvemos, cómodamente -como si así debiera ser-, al pasado.

*

Ella era una princesa de nuestros tiempos modernos. El cabello corto y ondulado le llegaba apenas a los hombros y en una brillante sonrisa se alcanzaban a apreciar dos enormes dientes separados que, más que un defecto, le distinguían. Paseaba como un objeto más en la escenografía de las fiestas adolescentes, no ingería aquellos menjurjes líquidos que llevan siempre a una salida fácil y rechazaba siempre una invitación que probablemente de aceptar, llegaría a algo más. Era engreída, caprichosa y madura en todos los sentidos: apenas una niña y a la vez, podría ser la mujer ideal de cualquier hombre. 

Caminaba sin prisas, pero sin pausas. Tenía la costumbre de morderse la boca cuando leía, y cada vez que sonreía, dos singulares comillas adornaban el contorno de sus labios. 

Aquel hombre para la que ella podría ser ideal, desde pequeño aprendió a hacer las cosas más sencillas para un niño, pero difíciles de disfrutar por un simple adulto. Estas cosas eran de todo, menos aburridas y simples. Durante años disfrutó de ver los rayos del sol colarse juguetones entre las hojas de los árboles, las líneas de expresión en los rostros de las personas, observar la luna durante la noche y el pasar de las fugaces y cambiantes nubes en el cielo. Su vida estaba marcada de acontecimientos permanentes: un día su padre se fue sin siquiera decir adiós, aquellos amigos en la carísima escuela que asistía lo dejaron (o más bien, él los dejó) y tuvo que decirle adiós a muchos de sus sueños, que nunca se podría hacer realidad por cumplir con otras responsabilidades que al final no eran sacrificios, sino su única opción y un nuevo estilo de vida.

Su nombre. Catalina. Tenía apenas quince años cuando la conoció y jamás en su vida consideró haber conocido una mujer (si se le podía llamar así) que le hubiese impactado desde el primer momento como ella. Estoy informado sobre como nació en Junio y ahora que releo éstas líneas considero que quizá a eso se deba su carácter bipolar, entre niña y mujer, entre apasionada y fría. Lo tenía todo, absolutamente todo lo que podía pedir, y aun así, se sentía vacía, como girasol en pleno otoño, como un grito suspendido en el aire. Con el tiempo descubrí que ella era distinta, que tenía un brillo en su personalidad, como si dentro de su sonrisa tenue y esos ojos tristes algo por dentro quisiera gritar “¿por qué yo? ¿por qué a mí?”, preguntas que la invadían siempre en sus destellos de irremediable perfeccionismo.

Él también tenía muy marcada su línea. Era diferente. Desde pequeño lo comprendió y decidió vivir con ello. Aprendió entre todas las cosas a ser exigente consigo mismo; a esperar y dar más en cada situación, a exigirle a las personas. Él mismo decidió levantarse con la luna todas las mañanas, inventar pretextos para no asistir a esas divertidas tardes de futbol y cambiar su televisión por un par de trabajadoras manos dedicadas al servicio, en tardes que definitivamente, se quedaron marcadas por siempre en su esencia. Tardes de esfuerzo. Tardes que nadie le regresaría jamás. Tardes de trabajo y de ganarse la vida para él y su madre, la mujer de su vida y la principal admiradora de un niño que desde pequeño, ya era un hombre que transitaba por un camino recto.

 Puedo sentir a través de sus palabras, del papel, las sonrisas y el llanto de esta historia. Sonrisas y llanto que no pueden describirse en palabras, pero que se transmiten cuando sus enormes ojos color chocolate fijan en dirección del interlocutor su destino. Ojos transparentes. Trato de no juzgar su historia, de recordar que en el mundo -aunque cada vez lo parezca menos- hay personas maravillosas. Me recuerda también, cómo cada persona aparece por algún motivo en la vida de los demás y después uno debe poner su granito de arena. La escucho: es todo menos un granito de arena, me dá la impresión de que más bien es una tormenta que sacude pueblos, estados, países, ciudades; que convierte paisajes. Que trae el agua y la ayuda a fluir dentro de aquellos cuya vida es un desierto.

Me habla sobre su vida, su sufrimiento; lo que pasó él a través de ella. Ése dolor que uno experimenta cuando se conocen aquellos fantasmas que rondan por los pasillos de la existencia de la persona que se ama. El dolor acompañado de impotencia pura, aquella que te inunda cuando sabes que no haz podido hacer nada para rescatar a aquella persona que está destinada a ser tu amor por siempre. La mujer sobre la cual se escribe todo el existir de una sola persona. "Ése hombre que nació en Octubre", dice ella.

En el paso de quince veces cada estación la primavera pareció saltarse al verano y el verano al otoño, y pasaron muchos inviernos, fríos y solitarios para alguien que, aparentemente, lo tenía todo. Y con todo, definitivamente no me refiero a nada material. Está claro que para algunos la felicidad representa dinero, poder o interés, sin embargo para él, la verdadera felicidad estaba basada en el respeto, el valor, la honestidad y un eterno amor a lo que hacía. Sí, definitivamente esa es (y no sólo para él), la verdadera felicidad. Con una vida cargada de felicidad y trabajo fue como pasaron veinte inviernos y tras cumplir sus 32 años, Eduardo era el hombre más pleno de todos sus compañeros: tenía al menos ocho años que había terminado su carrera, trabajaba en algo relacionado en ella y a fin de cuentas, había ganado grandes reconocimientos en la escuela de la vida a lo largo de su corta y próspera vida.

Pero claro, debo caer en cuenta este rompecabezas completo no cuadraría perfectamente sin ese bohemio día que trajo consigo un ése par de hermosos ojos cafés a su finalmente feliz destino, a pesar de que aún tenemos mucho que hablar de él. Con una luna de octubre, precisamente, fue como llegó ella. Una hermosa joven (a su manera) con alas en los dedos, estrellas en los ojos y una divina presencia. Un huracán que quizá no se podría resumir en ocho letras, y que me tomará describir, al menos, unos cinco libros más…

Mejor me pongo cómodo.

Lunas de Octubre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora