Capítulo 2 Autoterapia

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«La vida es sencilla para el corazón que late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una especie de gentlemen’s agreement por el que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje convirtiéndolo todo en cenizas. Entonces, el cambio, es irrevocable. Nada puede ya detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse por el interior del cuerpo o al coche que viene a una velocidad muy alta, mientras es conducido por un hombre ebrio. Si lo hubiera intentado tan sólo unas horas antes, salir del trabajo solo unos minutos antes se habrían encontrado con un solo muerto y no con dos, pero ahora todo está quieto ya no hay culpables, y solo quedan estos pensamientos que penetran cada vez más en lo húmedo y lo oscuro impregnándose como bacterias que me van consumiendo poco a poco, hasta que alcanzan el corazón y ya no hay marcha atrás. Éste aun sigue intacto, pero como ya no goza del movimiento al que toda su construcción está dirigida, hay algo de abandonado en él, podríamos imaginarnos algo así como una obra que los obreros han tenido que abandonar a toda prisa, dejando toda la maquinaria allí como si nada.
En el instante en que la vida abandona el cuerpo, el cuerpo pertenece a lo muerto. Las lámparas, las maletas, las alfombras, las manillas de las puertas, las ventanas. Los campos labrados, los pantanos, los arroyos, las nubes, el cielo, las gotas de lluvia que antes nos gustaban tanto, se vuelve vacio, incluso mas de lo que ya era antes. Nada de todo esto nos es desconocido. Estamos constantemente rodeados de objetos y fenómenos del mundo muerto. Y, sin embargo, hay pocas cosas que nos desagraden más que ver a un ser humano capturado en ese mundo muerto, al menos a juzgar por los esfuerzos que hacemos por mantener los cuerpos muertos fuera de nuestra vista. En los hospitales grandes no sólo se guardan escondidos en oportunas salas inaccesibles, sino que también las vías para llegar hasta ellas están ocultas, con ascensores y caminos propios por los sótanos, y aunque por casualidad uno diera con alguno de esos lugares, los cuerpos muertos con los que se encontraría en las camillas están siempre tapados. Para llevárselos del hospital se sacan por una salida especial, en coches con ventanillas tintadas. En el recinto del cementerio hay para ellos una sala especial sin ventanas; durante la ceremonia funeraria están metidos en ataúdes cerrados, hasta que son enterrados o quemados en el horno. Resulta difícil encontrar alguna razón práctica que justifique este procedimiento. Los cuerpos muertos podrían por ejemplo llevarse sin tapar en camillas por los pasillos del hospital, y de allí transportarse en un taxi normal y corriente, sin que eso representara ningún riesgo para nadie. Ese anciano que se muere en el cine durante la proyección podría quedarse sentado en su asiento hasta que acabe la película, por no decir también durante la sesión siguiente. El profesor que sufre un infarto en el patio de recreo no tiene por qué ser sacado de allí a toda prisa, pues no pasa nada si se queda en el suelo hasta que el conserje pueda ocuparse de él, aunque no sea hasta bastante más tarde. Si un pájaro se posara sobre él y lo picoteara, ¿qué podría importar? ¿Es mejor lo que le espera en la tumba sólo porque nosotros no lo vemos?. Mientras el muerto no estorbe físicamente, no hay razón alguna para tanta prisa, pues no puede morir por segunda vez. Esto vale sobre todo para las épocas de frío. Los indigentes que mueren congelados sobre bancos y en portales, suicidas que saltan de puentes y de edificios altos, ancianas que caen fulminadas en las escaleras de su casa, muertos por accidente que quedan atrapados en sus coches destrozados, el joven que embriagado  maneja un coche a una velocidad muy alta y no puede frenar, ¿por qué esas prisas para esconderlos? ¿No sería más decente permitir a los padres de la niña verla una o dos horas más tarde, yaciendo en la nieve junto al lugar del accidente, con la cabeza destrozada visible, así como el cuerpo entero, el pelo manchado de sangre y la chaqueta de plumas limpia? La niña estaría abierta hacia el mundo, sin secretos. Pero incluso esa única hora en la nieve es impensable. Una ciudad que no mantiene a sus muertos fuera de la vista, una ciudad donde se los puede ver diseminados por calles y parques, en los aparcamientos, no es una ciudad, sino un infierno. El que este infierno refleje nuestras condiciones de vida de un modo más realista y estrictamente más verdadero no importa. Sabemos que es así, pero no queremos verlo. Y de ahí viene ese acto colectivo de represión que constituye la reclusión de los muertos.
Ahora bien, no resulta fácil decir qué es exactamente lo que reprimimos. No puede ser la muerte en sí, pues su presencia en la sociedad es demasiado grande para ello. El número de muertos indicado en los periódicos y mostrados en la televisión a diario varía un poco según las circunstancias, pero de año en año debe de tratarse de un número bastante constante, y como está disperso entre tantos canales, es casi imposible de evitar. Esa muerte, sin embargo, no parece amenazante. Al contrario, es algo que queremos y por lo que pagamos gustosamente para ver. Si añadimos esa enorme cantidad de muertes que produce la ficción, resulta aún más difícil entender el sistema que mantiene ocultos a los muertos. Si la muerte como fenómeno no nos aterra, ¿por qué entonces ese malestar ante los cuerpos muertos?
Tiene que significar que existen dos clases de muerte, o que existe una contradicción entre nuestra idea de la muerte y la muerte como es realmente, lo que en el fondo es lo mismo: lo esencial en este contexto es que nuestra idea de la muerte tiene una fijación tan fuerte en nuestra conciencia que no sólo nos estremecemos al ver que la realidad no concuerda con ella, sino que también intentamos ocultarlo por todos los medios. No como resultado de una meditada ponderación, como es el caso de los ritos, por ejemplo, el funerario, cuyo contenido y sentido en nuestro tiempo puede negociarse y de esa manera ser trasladado de la esfera irracional a la racional, de la colectiva a la individual..., pues la manera en que apartamos de la vista a los muertos nunca ha sido objeto de discusión, siempre ha sido algo que hemos hecho sin más, basándonos en una necesidad que nadie es capaz de razonar, pero que todo el mundo conoce: si tu padre se muere en el césped un ventoso domingo de otoño, si puedes lo metes en casa, y si no, al menos lo tapas con una manta. Pero ese impulso no es el único que tenemos ante los muertos. Igual de llamativo que el hecho de que siempre escondamos a los muertos es que siempre haya que bajarlos cuanto antes al nivel del suelo. Un hospital que lleve hacia arriba a sus muertos, que coloque sus salas de autopsia y de cadáveres en las plantas superiores del edificio, resulta más o menos impensable, aunque muchos digan que al morir pasamos directamente al cielo. A los muertos se los guarda lo más cerca posible del suelo. Y el mismo principio se transfiere a las empresas que se ocupan de ellos: una compañía de seguros puede muy bien tener sus oficinas en la octava planta, pero no así una funeraria. Todas las funerarias tienen sus oficinas lo más cerca posible del nivel de calle.
No resulta fácil saber por qué es así; uno podría sentirse tentado a creer que se debería originalmente a una vieja convención que en un principio tenía un objetivo práctico, como por ejemplo que el sótano es frío y por ello el lugar más adecuado para guardar los cadáveres, y que este principio se ha mantenido hasta nuestros tiempos de neveras y cámaras frigoríficas, si no fuera porque la idea de transportar a los muertos hacia arriba en los edificios nos resulte contra natura, como si altura y muerte se excluyesen recíprocamente. Como si dispusiéramos de una especie de instinto cónico, algo muy dentro de nosotros que tiene que bajar a nuestros muertos a esa tierra de la que procedemos. Con esto puede parecer que la muerte se distribuye a través de dos sistemas diferentes, uno relacionado con ocultación y peso, tierra y oscuridad, y el otro con transparencia y levedad, oscuridad y luz. Un padre y su hijo son abatidos en el momento en que el padre intenta sacar a su hijo de la línea de fuego en una ciudad de algún lugar de Oriente Medio, y la imagen de ambos, estrechamente abrazados en el instante en que las balas les penetran en la carne y los cuerpos parecen temblar, es capturada por una cámara, enviada a más de mil satélites que se mueven en órbita alrededor de la tierra y difundida a los televisores del mundo entero, desde los que se deslizan dentro de nuestra conciencia como una imagen más de muertos o agonizantes. Estas imágenes no tienen ningún peso, ninguna extensión. Ningún tiempo o lugar, y tampoco ninguna relación con esos cuerpos a los que pertenecían en un principio. Están en todas partes y en ninguna. La mayoría de ellas simplemente se deslizan a través de nosotros y desaparecen, algunas se quedan, por razones diversas, a vivir su propia vida en la oscuridad de nuestro cerebro. Una esquiadora se cae en pleno descenso y se secciona una arteria del muslo, la sangre chorrea tras ella cuesta abajo en la nieve blanca, la esquiadora está muerta antes de que su cuerpo se detenga. Un avión despega, salen llamas de las alas al tomar altura, el cielo por encima de las casas del extrarradio está azul, el avión estalla en una bola de fuego debajo de él. Un barco pesquero se hunde una tarde en la costa del norte de Noruega, la tripulación formada por siete personas se ahoga, a la mañana siguiente el suceso está en todos los periódicos, porque es considerado un misterio, el mar estaba en calma y desde el barco no se había lanzado ninguna bengala de socorro, simplemente desapareció, hecho en el que insisten los reporteros televisivos, sobrevolando el lugar del naufragio y mostrando las imágenes del mar vacío. Está nublado, y las olas de color verde grisáceo son tranquilas y lentas, como si tuvieran un temperamento distinto al de las crestas rápidas y curvas que aparecen de vez en cuando. Estoy sentada sola viéndolo, seguramente es primavera, porque mi padre está trabajando en el jardín. Miro fijamente la superficie del mar, sin escuchar lo que dice el reportero, y de repente aparece el contorno de un rostro. No sé de cuánto tiempo se trata, tal vez de unos segundos, pero lo suficiente para causarme una hondísima impresión. En el instante en que la imagen desaparece, me levanto a buscar a alguien a quien contárselo. Mi madre tiene que trabajar esa noche, mi hermano está jugando un partido, y los demás chicos de la urbanización no me quieren escuchar, así que tendré que decírselo a papá, pienso, bajo la escalera a toda prisa, me pongo los zapatos y la chaqueta, abro la puerta y salgo disparada. Tenemos prohibido correr por la parcela, de manera que justo antes de entrar en el campo de visión de mi padre, reduzco la velocidad y me pongo a andar. Él está en la parte trasera de la casa, metido en lo que va a ser la huerta, golpeando una roca con un mazo. Aunque el hoyo sólo tiene un par de metros de profundidad, la negra tierra excavada que está pisando y el tupido conjunto de serbales que crecen al otro lado de la valla detrás de él anticipan la penumbra del crepúsculo. Cuando se endereza para volverse hacia mí, su cara está casi oculta por la oscuridad. Y sin embargo dispongo de información más que suficiente sobre el humor del que se encuentra. Lo suyo no está en la expresión de la cara, sino en el lenguaje del cuerpo, y no se interpreta con los pensamientos, sino con la intuición. Deja el mazo en el suelo y se quita los guantes.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—He visto ahora mismo en la televisión una cara en el mar —digo parándome en el césped delante de él. El vecino acaba de cortar un pino y el aire está impregnado de un fuerte olor a la resina y de la leña al otro lado de la valla de piedra.
—¿Un buzo? —dice mi padre. Sabe que me interesan los buzos, y no es capaz de imaginarse que me interese otra cosa tanto como para salir y contárselo. Niego con la cabeza.
—No era una persona. Sino una especie de imagen en el mar.
—¿Una especie de imagen, dices? —pregunta, sacando el paquete de tabaco del bolsillo de la camisa. Esta vez asiento con la cabeza y me doy la vuelta para volver a meterme en casa —Espera un momento —dice él. Enciende una cerilla e inclina ligeramente la cabeza hacia delante para encender el cigarrillo. La llama excava una pequeña cueva de luz en el crepúsculo gris. —Vaya —dice. Tras haber inhalado profundamente, coloca un pie en la roca y se pone a mirar el bosque al otro lado de la calle. O acaso sea el cielo por encima de los árboles lo que contempla. —Sería solo tu imaginación pequeña tranquila— dice para tranquilizarme, pero yo hago un gesto negativo con la cabeza.
—No era mi imaginación papa —contesto.
—Estoy tentado de decir que menos mal —dice mi padre con una sonrisa. Arriba en la cuesta se oye el lejano silbido de llantas de bicicleta sobre el asfalto. El sonido crece rápidamente, y hay tanto silencio en la urbanización que el tono bajo y cantarín que surge dentro del silbido suena nítidamente cuando la bicicleta pasa por la calle cerca de nosotros un instante después. Era Emer mi hermano mayor y mi padre da otra calada al cigarrillo, para acto seguido tirarlo a medio fumar al otro lado de la valla, tose un par de veces, se pone los guantes y vuelve a coger el mazo. —No pienses más en ello —dice, mirándome fijamente a los ojos se acerca y me da un beso en la frente.
Yo tenía ocho años aquella tarde, mi padre treinta y dos. Aunque sigo sin entenderlo, ni sé qué clase de persona fue, el hecho de que yo ahora tenga siete años más de los que él tenía entonces, me hace entender mejor ciertas cosas. Por ejemplo, la gran diferencia entre mis días y los suyos. Los míos estaban repletos de sentido, cada paso abría una nueva posibilidad, y cada posibilidad me llenaba del todo de una manera que ahora me resulta incomprensible, en cambio el sentido de sus días no se centraba en acontecimientos aislados, sino que se extendía por superficies tan grandes que sólo era posible captar mediante conceptos abstractos. «Familia» era uno, «carrera» otro. En el transcurso de sus días se abrirían pocas o ninguna posibilidad inesperada, sabría siempre a grandes rasgos lo que le esperaba y cómo tenía que actuar ante ello. Él ya llevaba doce años casado, y ocho trabajando de profesor en la enseñanza media, tenía dos hijos, casa y coche. Había sido elegido concejal del ayuntamiento como representante del Partido Liberal. En el transcurso de poco tiempo se había convertido en uno de los más destacados coleccionistas de sellos de la región, y en los meses de verano, la horticultura ocupaba todo su tiempo libre.»
Al terminar de escribir me pare y sacudí mi ropa y me fui directo a casa donde me estaba esperando mi madre preocupada pero no me reclamo ni nada solo me dejo pasar y ya. Entré en mi habitación, me tumbé en la cama y apagué la luz. Cuando la oscuridad se cerró en torno a mí, inspiré tan hondamente que el aliento vibraba, al mismo tiempo que se me tensaban los músculos del estómago, sacando como a presión esos gemidos que eran tan fuertes que tuve que dirigirlos hacia la tela suave de la almohada. Dio resultado, más o menos como vomitar cuando tienes náuseas. Mucho rato después de dejar de llorar seguía jadeando. Había algo bueno en ello. Cuando lo bueno había llegado a su fin, me puse boca abajo con la cabeza apoyada en el brazo y cerré los ojos para dormirme.

No te vayas (si te vas moriré de nuevo) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora