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Maldijiste internamente al sentir su mirada sobre ti.

Sentías tu corazón en su garganta. Sus ojos, libres de todo rastro de compasión hacia ti, parecían pertenecientes a los más crueles de los demonios. Las lagrimas amenazaban nuevamente por escapar de tus parpados, pero sabias - quizá demasiado bien - que no era exactamente el lugar perfecto para que estas se mostrasen a quienes eran, en este preciso momento, fácilmente tu juez y tu verdugo.

Enfermo. Degenerado. Inmoral. Equivocado. Las palabras invadieron tus oídos como la quejumbrosa, desgastada cacofonía procedente de un viejo tocadiscos que había tomado la tortuosa tarea de reproducir una pieza averiada. Forzado a repetir las mismas crueles, oscuras liricas una y otra vez.

Forzándote a escuchar, como parte de aquel enfermizo tormento que habían preparado especialmente para ti.

Por el rabillo de tu ojo, pudiste observarla con claridad. Lagrimas resbalando de sus ojos, que se escondían tras agitadas palmas en un intento por salvarte de tan deprimente escena. Rodillas temblorosas, débiles, sufriendo espasmos tras espasmos y colisionando repetidas veces una contra la otra. Su completamente desarreglada cabellera perdiendo aquel singular brillo, aquellas angelicales ondas, como una densa, perfecta cascada cayendo desde su cráneo hasta su espalda, pero que ahora era poco más que un retorcido, violento rápido, abriéndose pasó de manera desesperada a través de la cruel naturaleza en búsqueda de una salida al océano.

En búsqueda de algún escape de esta horrible realidad.

Enfermo. Degenerado. Inmoral. Equivocado. Las palabras se repetían una y otra vez en el interior de aquel incomprensible, aquel indescifrable laberinto que era tu mente, en el centro del cual podías observar al lastimado, torturado minotauro, que golpeaba violentamente sus indestructibles paredes en búsqueda de alguna salida, sin poder soportar el continuar escuchando tan insufrible melodía que continuaba resonando por aquellos retorcidos muros.

Podías sentir la mirada de tu padre clavada en ti. Llena de ira. Decepción. Disgusto. Como si, en tan solo un par de horas, hubieses dejado de ser aquel mismo adolescente que él se había encargado de dar vida, criar, y ver crecer en todos aquellos quince años. Su mirada llena tu pecho de una extraña sensación, similar a sentir como este era fríamente apuñalado por el helado, metálico filo de un cuchillo, abriéndose paso a través de tu carne y perforando tu corazón. Tu madre no era muy diferente, pero, en su caso, era mucho más pasiva al respecto. Típico, pensaste con amargura. No era demasiado sorprendente de su parte el dejarle a su esposo encargarse de lidiar con todo problema que se presentase en su hogar, mientras ella se hacía a un lado, y observaba todo desde una distancia segura.

Como la cobarde que es, escuchaste susurrar, solo para percatarse segundos después de que la voz había tenido lugar de tus propios pensamientos.

De que se trataba de tu voz, realmente...

− Dipper...

Pudiste escuchar tu nombre salir de sus labios, su gruesa, indiferente voz prácticamente escupiéndolo con rencor. Intentaste mantenerte fuerte. Estoico. Imitando su cruel indiferencia en formula, pero el resultado seguía sin ser el mismo, y la sensación de una lagrima resbalando por tu mejilla era demasiado nítida como para poder ser ignorada.

− Al sótano. Ahora...

Oh no.

Habían pasado años desde la última vez que te había ordenado bajar al sótano. Al menos, no sintiéndose tan...

Tan furioso.

Y sabias que no podía significar nada bueno.

Observaste de reojo a tu hermana. A tu gemela. A aquella delicada, inocente joven que se encontraba sentada en aquel desgastado sofá, hecha pedazos. Sus ojos tenían un inconfundible tinte rojizo presente en ellos, consecuencia de lo que serian ya horas de llanto.

Te observaban con temor.

Temor a que ambos terminasen separados. Temor a que terminaras herido. Temor hacia lo desconocido.

Temor hacia un futuro desconocido. En el cual no estuvieses presente. A su lado. Para protegerla de todas aquellas amenazas de las cuales ella no podía defenderse, por más fuerte que ella fuese.

Dejando caer tu mirada al suelo, asentiste débilmente con tu cabeza, siguiendo sus pasos derrotado, intentando ignorar las suplicas que no paraban de brotar de los labios de Mabel, que parecía haber perdido todo rastro de cordura en un desesperado intento por convencer a sus padres de que todo había sido un malentendido. Un error. De que aquello que habían avistado al abrir aquella quejumbrosa, averiada puerta de su habitación era solo un espejismo.

A pesar de que había quedado bastante claro de que no era precisamente el caso.

Secretos (Pinecest)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora