Anneth

67 5 3
                                    

«Y aunque sabía que su vida no volvería a ser la misma, prefirió simplemente vivir a morir en medio de tan aberrante ataque a una vida humana y morir solo cuando su cuerpo ya no fuese capaz de sostenerse. Y así vivió… hasta la muerte.

Fin.»

―Por fin, terminé —me digo expulsando la presión que mantenía dentro desde que empecé a escribir la historia de Anneth, la héroe de mi relato quien busca superar el predicamento de la vida ante una de las experiencias más horrorosas que puede vivir una persona.

Instantáneamente me ubico, creo que estuve sentada esta vez por unas nueve horas sin siquiera ir al baño o tomar un poco de agua; mi habitación es un desierto; la cama desarreglada, platos con comida ya putrefacta decoran mi mesa, aunque mi nariz  no percibe absolutamente nada, mi cuerpo está sedado y mi cerebro desconectado. Vivo en un pequeñísimo apartamento de cuarenta metros cuadrados. Afuera de esta habitación solo me acompaña una mínima salita con una aún más pequeña cocina y un baño adjunto. Siendo este el espacio que me rodea y que no veo a un ser humano desde hace semanas, me sorprende lo que veo: de pie, frente a la puerta del cuarto, pensaba salir y darle un descanso a mi vejiga, pero la manilla en movimiento sin haberla tocado, me ha descolocado.

Una mano ansiosa intenta abrir mi puerta. Nadie tiene una copia de mis llaves. Intruso.

―¿Quién está ahí? —pregunto con un temblor en mi mano derecha que no puedo controlar. Y parece que mi voz espanta a quien sea que intenta entrar—. ¡¿Hola?! ―insisto esperando alguna reacción, pero solo rebota el silencio entre las paredes; me recuesto a la puerta pegando mi oreja todo lo que puedo con la esperanza de escuchar algo. Nada.

Tomo el pomo con ambas manos, y la giro lentamente, me cuesta tragar la saliva que se acumula tan rápido, mis dedos están tiesos; despego solo unos milímetros la hoja del marco y mis ojos buscan inquietos una presencia detrás, aunque solo encuentro mis muebles, intento abrirla algo más pero tengo miedo y cuando ya creo salir, alguien toma la cerradura y jala la puerta encerrándome de nuevo mientras que con el impulso y mis manos pegadas al metal pierdo el equilibro y mi cara aterriza y se arrastra contra la pared hasta el suelo.

La textura que decora los muros se queda estampada en mi rostro, sangre sale de mi nariz. Puedo saborear la sangre también en mi boca y lo duro de dos piezas dentro, fuera de su lugar, los escupo sobre mi mano; dos dientes y unas cuantas cicatrices me han costado esa caída, aunque el dolor es ínfimo cuando hay alguien en mi casa y creo que no le agrado.

Me levanto y de nuevo atrapo el pomo con mi mano, estiro mi cuerpo, colocándome de espalda a la puerta, pero antes de intentar abrirla, ese demonio que me espera la abre y la empuja y mi reacción es empujar de vuelta, realmente no soy valiente y no quiero enfrentarme al peligro inminente que todo mi cuerpo me dice que hay; un brazo huesudo, oscuro, peludo y deforme logra penetrar el espacio; trata de llegar a mí y también lo logra marcando mi espalda con sus uñas largas y negras.

—¡No! ¿Quién es? ¿Qué quiere? —suelta mi boca, aunque las preguntas son ilógicas cuando lo que veo no es natural.

Las lágrimas me invaden, mi corazón creo que no aguantará, mi ritmo cardíaco está por las nubes y me empiezo a quedar sin aire. Sigo gritando negativas, suplicando por mi vida. Esta vez atrapa mi cuello, me estrangula y me clava las uñas dejándome hoyos y perforándome los músculos.

—¿Qué quie-re? —digo aunque me arden los pulmones al hablar.
Ya no tengo fuerzas para seguir oponiéndome a quien sea, la adrenalina ha mermado y las fuerzas se han agotado, el brazo maldito que me ha zanjado la piel me suelta y desaparece en el momento que desisto de luchar contra él.

Me arrastro por el piso alejándome lo más que puedo y me abrazo a mis piernas en un rincón; la puerta se abre lentamente, mi cara arrugada por el miedo y el dolor demuestran las punzadas que siento al respirar, se estira mi piel y las heridas se abren más; sangre fluye imparable de mí, en el suelo yace un gran charco; ya debería estar muerta.

Un monstruo horroroso dueño de ese brazo maldito, entra imponiéndose con toda la piel expuesta, una piel áspera y hasta parece tener escamas; mis ojos van a explotar.

Voy a morir. Lo sé. Maldita sea, y mi vida no valió nada.

Se ríe con una voz tan macabra. Es el diablo, que ha venido por mí. Es la muerte que clama por mi presencia. Lo merezco, este es mi castigo, yo le quité la vida a alguien más y este es el precio que pago por mi maldad.

El recuerdo es más doloroso, mucho más, que éstas míseras heridas.

—Llévame… ya —le suplico ahogándome en este infierno, para que me lleve a otro—. Es-to-y lis-ta —le digo sin más.

—Ya te has hecho demasiado daño por hoy —lo escucho decir como consolándome. ¿Qué clase de demonio es éste? —. ¿Llamaron a sus padres? —pregunta a alguien que no puedo divisar. No entiendo.
—Sí, doctor. Ya deben estar por llegar.

¿Qué está pasando? Estoy delirando. Lloro ante la confusión, ¡qué vida tan cruel! Pero lo merezco, sí.

—¡Oye! Calma, vas a estar bien —me dice al tiempo que me toma por los brazos y me ayuda a levantarme, el monstruo se ha ido, ahora es un hombre, un buen hombre.

Me recuesta en mi cama, que viste sábanas blancas al igual que yo uso una bata blanca, sin manchas. Busco a mi espalda la evidencia de mis heridas; para mi sorpresa y desasosiego el piso está limpio. ¿Qué coño ha pasado? ¿Cómo es que está limpio? ¿Dónde está mi sangre? Miro mis manos limpias, pero mi cuidador interrumpe  el rumbo de mis pensamientos tomándolas con sus manos. Es cálido. Acomoda una almohada bajo mi cabeza e inmediatamente se dispone a preparar una solución que dispone en una jeringa, sé lo que es, un calmante. Es lo que siempre hacen.

Me mira y sonríe.

—Vas a estar bien —pronuncia con una voz tan suave y tranquilizante. Lo miro de vuelta a los ojos, esos ojos, que algún momento me enamoraron… y me engañaron. Como una descarga eléctrica vienen a mí todos los recuerdos que tanto anhelo olvidar y que otros quieren callar, reacciono al tener este momento tan lúcido levantando mi torso y lo empujo para alejarlo de mí.

—¡No me toques! —grito y el llanto vuelve, esta vez más real que nunca—. ¡Mataste a mi hija! ¡Maldito asesino! —la rabia me consume, voy a matarlo, pero antes de siquiera intentarlo, tres hombres me sostienen, me atan a la cama con correas y me inyectan la maldita solución en mis venas.

Veo en la puerta a mi madre entre los brazos de mi padre, llorando con un pañuelo entre sus manos cubriendo su boca, creo que llevaban rato allí. Empieza el mareo y la calma.

—Mamá —Es lo que puedo decir, mientras lágrimas fácilmente brotan de mis ojos.

La veo caminar hacia mí.

—Anneth, cariño, debes descansar —me dice mi madre con tristeza—. Vas a mejorar, lo prometo.

—Él. Mamá fue él —le susurro, con mi cuerpo tenso por las correas.

—Cariño, ya debes entenderlo, nunca tuviste una hija. Nunca has estado embarazada —dice tomando mi mano. Pero ella no entiende. Nunca nadie lo entenderá, solo él y yo lo sabemos, y ahora él me controla, me destruye, me mata.

#Fin#

Pedazos de TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora