1- El rey

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Primer capítulo:

Todo era paz en ese entonces

1

La Ciudad estaba abarrotada de gente. Siempre era así, claro. Andaban los vendedores ambulantes ofreciendo su mercancía, "la mejor del siglo", aseguraban, mientras a todo pulmón gritaban sus ofertas. Niños descalzos corrían de un lado a otro, mientras que los juglares hacían sus piruetas y malabares, aglutinando más niños a su alrededor.

—¡Mira ese! — decía un muchacho con la cara llena de pecas. — ¡Tira fuego por la boca!

Las casas en la región de Árpates, del reino de Zarvall, tenían todas una arquitectura más o menos similar; todas ellas de piedra y madera. Por las calles de adoquines pasaban los carruajes, algunos sencillos, otros más pomposos, tirados por caballos, que se iban abriendo paso entre el populacho.

El niño pecoso miró de pronto algo entre la multitud que conglomeraba gente en torno a éste. Un carruaje negro y dorado se iba aproximando, con el emblema de un dragón.

—¡Ya viene el rey! — gritó, señalándolo con el índice.

Más gente se empezó a acercar, a saludar, a gritar y agitar pañuelos. El rey Filippes III era un hombre joven, pero poseía el imperio más grande conocido hasta el momento. Zarvall, según decían, abarcaba un tercio del mundo entero. Con tan solo veintidós años, y una estatura por debajo de la media, tendría que hacerse cargo de absolutamente todo lo que concierne al gobierno de cientos de miles de kilómetros cuadrados.

Había asumido hace un año, cuando su tío, el rey Filippes II, había fallecido sin dejar herederos. Y el joven Eugeni Marcial Filippes asumió con el nombre de Filippes III.

Su antecesor le había dejado la vara bien alta, claro. Tal vez demasiado alta como para lo que esperaban de él. El rey, dentro del carruaje, miraba al pueblo por la ventanilla. Eugeni Marcial Filippes no pensaba en otra cosa más que si algún día iría a poder cumplirlo todo, ser quién querían que fuera. Su padre murió cuando él era muy niño, y su tío lo había criado como un hijo, el hijo que nunca tuvo. Pero éste lo observó siempre con más respeto que algún tipo de cariño o amor filial, pues Filippes II había sido un hombre imponente ante cualquiera.

Te aterraba defraudarlo, o defraudarlos a todos. Tenía que desechar ese temor, claro, pero no era fácil en lo absoluto.

—Para gobernar — decía su tío — hay que ser justo, pero nunca blando. Eso es algo que tienen que aprender a diferenciar, Eugeni.

Y el muchacho asentía, sin comprender bien.

El día estaba gris y amenazaba lluvia. El carruaje iba por la calle Jusbel, ubicada en uno de los barrios más pobres de la Ciudad, incluso de toda la región de Árpates. Incluso allí, entre la gente que se moría de hambre, sin techo ni hogar, lo saludaban mientras pasaba. Eugeni miró las casas en estado deplorable, la gente vestida harapienta, y se sintió culpable. Debía, desde luego, hacer algo por ellos, pero las políticas de gobierno no incluían demasiado el tema de la beneficencia social.

Eugeni, en el fondo, no sabía bien cómo imponerse, de la manera que su tío lo hacía. Su imagen no causaba ningún tipo de respeto en la corte: la de un hombre delgado, bajito y con rostro de niño, que jamás alzaba la voz, ni siquiera en sus momentos de enfado. 

Crónicas de las tres espadasWhere stories live. Discover now