1- La capitana

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Mariah D'Oh. Ese era el nombre de la mujer que entraba en la taberna de Verk, vestida con pantalones y botas altas. Era capitana del ejército de guardia, la única mujer que lo integraba. Nadie entendía bien por qué se había hecho esa excepción, pero todos se encontraban de acuerdo en argüir que la decisión no era mala del todo. Mariah, por mucho que sea de origen extranjero (su padre era un inmigrante que provenía del Reino Calipso), conocía las armas mejor que cualquiera en Zarvall. O eso decían.

No era agraciada, pero en ella había algo de atractivo, aunque más en la actitud que en su mero aspecto. De pelo negro, largo y liso, delgada y alta, de casi un metro ochenta. A sus veintinueve años cumplidos, había viajado y luchado en más lugares que muchos veteranos.

La taberna era oscura. Verk, el tabernero calvo, le sonrió.

—¿Lo de siempre, capitana?

—Lo de siempre. — contestó ella.

Lo de siempre consistía en ron con aguardiente. Se la sirvió en una jarra que ella se bebió al seco. Un hombre se le acercó. También era del ejército de guardia, Mariah lo había visto en alguna otra ocasión, pero no podía recordar su nombre.

—¿Así que capitana? — dijo, con tono de burla. — Qué curioso.

Mariah alzó las cejas.

—¿Qué tiene de curioso?

—Verás — dijo el hombre, sentándose a su lado — mi mujer se parece a ti, un poco, no tanto, no es tan alta ni nada, pero de todos modos las facciones son similares. Pero vaya qué distinta la suerte que han tenido. Tú capitana, y ella, una buena ama de casa que cuida de mis hijos y crea una familia de futuros ciudadanos de bien.

—Bien por ella. —contestó Mariah, sin mirarlo.

—¿Y tú? ¿No piensas tener hijos algún día?

—¿Y esa pregunta a qué viene? ¿Acaso pretendes ser el padre? — rió. — Tengo mejores especímenes en los que fijarme.

—No iba a eso la pregunta. ¿Sabes qué? Olvídalo.

—Lo olvidaré, que no te quepa duda. — replicó ella. — La verdad es que mi memoria es bien selectiva, y prefiero no guardar en ella conversaciones intrascendentes.

El tipo se alejó. Mariah sonrió al notar que Verk, el tabernero, se aguantaba la risa mordiéndose el labio inferior.

—Dame otro, Verk. —pidió, entregando la jarra vacía.

—De acuerdo.

Mientras el hombre vertía el líquido rojo dentro del vaso, Mariah lo miró con curiosidad.

—¿Y tú? ¿Qué piensas sobre la guerra? Dicen que todos estos conflictos con el Reino Carmesí terminarán en eso.

—Suponiendo que el rey entre en razón — apuntó Verk, mascando el tabaco que tenía en la boca. — Pero de todos modos es difícil de afrontar.

—No me gustaría pelear con vecinos — Mariah recibió el jarro, y bebió un sorbo. — Es complicado.

—La guerra en sí es complicada. Pero necesaria.

—Lamentablemente, sí — concedió ella. — Pero no por eso acaba de gustarme. Al fin y al cabo, es sangre que se derrama de forma innecesaria.

Verk se cruzó de brazos.

—Tú eres militar. ¿Cómo es que tienes esa idea?

—Yo mato porque me lo ordenan, y solo cuando me lo ordenan, porque de ese modo se resuelven los conflictos políticos. Sin embargo, yo creo que un verdadero militar no es necesariamente el que ama destruir, al contrario. Los militares están hechos para la defensa de un ideal en el que creen. Por eso soy del ejército de guardia ahora, no del regular. Comprendí que el horror de la guerra es infrahumano.

Verk asintió.

—Por eso prefieres atrapar asesinos y ladrones antes que ir a combatir a otros lugares. ¡Ja! Y ser un monigote, nada más. Menuda tontería, Mariah.

—Podría ser — dijo ella, sin inmutarse. — El punto está en que ya no quiero ir a atacar ciudades ni destruir pueblos. Prefiero proteger la seguridad de Árpates.

—Ajá. Bien por ti, entonces.

—¿Bien por mí?

—Así es. Bien por ti. Pero yo te veía más luchando contra los hombres del rey Artax del Reino Carmesí antes que como una mera guardia de ciudad.

—De región. — corrigió ella. — Tengo juridicción sobre todo Árpates.

—Como sea. 

Crónicas de las tres espadasWhere stories live. Discover now