Prólogo

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Los días no suelen ser perfectos. Casi nunca lo son, de hecho. Por alguna razón, aquel día me lo parecía, me parecía tan perfecto como un día podía ser. Las nubes decoraban el cielo, lo complementaban y se reflejaban en unos ojos como zafiros, ojos de la niña que tumbada en el césped de su casa observaba embobada. No siempre eran de ese color, no. Cuando se enfadaba, y eso pasaba a menudo, se tornaban de un color azul oscuro, marino. Esos ojos, eran los míos. ¿Curiosos, verdad?

Mi madre se encontraba en el interior de la casa, preparando las maletas para irnos de vacaciones del fin de semana. El verano se estaba acercando, y había ganas de salir de la ciudad y ver el mar. ¿Habría tiburones?, no cesaba de preguntarme. Mi padre le ayudaba, atendía solícito a todas las cosas que ella le mandaba hacer. Mamá era una mandona, y todos lo sabíamos en la casa. Al parecer, yo era la única que me había librado de hacer cosas ese día, pues mientras mi hermano Daniel recogía las cosas del desayuno de ese día, yo únicamente miraba el cielo. Encontraba fascinantes las nubes, con tantas formas por descubrir.

A los pocos minutos, dejaron de parecérmelo. El aire se volvió denso, pesado, incluso costaba respirar. Todas esas nubecitas blancas se esfumaron para dejar paso a un ejército de nubes negras que lo volvió todo oscuro. Como si fuera de noche. La hierba parecía marchitarse, e incluso se me aceleró el pulso presa de un mal presentimiento.

Entré en casa corriendo, sin pensar demasiado, y entonces lo vi. De pie, dándome la espalda. Era enorme, más grande que cualquier otra persona que hubiera visto a mis pocos años. A su espalda se extendían dos alas gigantescas, negras como el carbón y rotas. Sí, eran irregulares, como si se fueran a caer a trozos. Vestía irónicamente de blanco.

A sus pies, en un charco de sangre yacía mi padre muerto, y supuse que mi hermano no andaría lejos. Bajo el filo de su espada, se encontraba mi madre temblando de pies a cabeza. Grité presa del pánico, y fue entonces cuando el ser clavó sus ojos de un dorado aterrador en mí.

-¡Corre, Aurora! -gritó mi madre con su último aliento antes que el ser rebanara su garganta sin piedad. 

Las lágrimas podían conmigo, sin embargo, corrí escaleras arriba, por toda la casa, hasta esconderme en el ático. Y pensar, que antes me aterrorizaba ese lugar. Estaba sola, toda mi familia había muerto, y yo no podía dejar de temblar atemorizada. Las lágrimas cálidas rodaban por mis mejillas y mi pequeño cuerpo de apenas seis años no cesaba de convulsionarse presa del pánico. No debía hacer ningún ruido, eso lo sabía. 

La puerta del ático se abrió y vi aparecer a aquel ser tan bello como horrible frente a mí, espada en mano. Estaba convencida que allí se acababa todo, que iba a reunirme con mi familia. "Voy a ir de cabeza al infierno, como tantas veces me ha dicho mamá, por robarle los dulces a mi hermano, tendría que haber sido mejor niña...", no dejaba de repetir en la cabeza. Pero cuando bajó la espada, apareció ella.

Llena de gracia y belleza, le derrotó y me sonrió. Era más guapa que nadie, incluso más que mamá, y mamá había sido muy guapa. Le caía una trenza rubia, y tenía a su espalda unas alas blancas puras. Me secó las lágrimas y murmuró:

-No temas, pequeña mía -me envolvió en sus brazos, en sus alas, y desaparecimos.

De ahí en adelante se convirtió en mi madre, en mi fuente de consuelo. Me proporcionó un nuevo hogar, un nuevo nombre, y sobretodo, seguridad. Sin embargo, eso no borró el hecho de que toda mi familia había sido borrada de la faz de la tierra, y que mis ojos clamaban venganza.


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¡Hola a todos! Me embarco en una nueva historia, juvenil, fantástica.

Mi historia principal seguirá siendo "Golondrina de invierno", pues estoy enamorada de sus personajes. 

¡Espero que os guste, y si es así, votad, comentad, hacédmelo saber!

Besis.

Alas, para qué os quieroWhere stories live. Discover now