Personas van de aquí para allá. Recorren el lugar con sustancias alcohólicas en sus jarras de vidrio tallado tomadas de la estantería personal de los padres del anfitrión de la noche. Los rostros no le son familiares a tu ineficaz memoria pero eso no te perturba porque estás con él. Aquél que te toma de la cintura fuertemente y evita que caigas. Hace que tomes asiento a su lado en el sillón mientras sus brazos se extienden a tu alrededor sosteniendo todas las piezas de tu rompecabezas en su correspondiente lugar. Y acaricia las comisuras de tu sonrientes labios para llenarlas con su dulzura característica.
Lo oyes platicar a sus amigos sobre lo adorable y reconfortante que es tu mirada antes de que la de ellos se pose con cierta envidia en los hombros de ambos, pero los comentarios en sus mentes no llegan a tus oídos. Tu chico ejerce presión con sus delgadas manos en tu cadera para acercarte un poco más al calor de su cuerpo y te dejas llevar por su aroma varonil. Con delicadeza reposas tu cabeza en su hombro y una de tus manos se dirige a la piel de su estómago. Sonríe genuinamente al notar que te sientes a gusto con su basta presencia. A él no le preocupan los murmuros acusadores ni las risas sacásticas; se ha perdido sin retorno en tus pupilas que se dilatan, que deleitan su cercanía. Una cercanía física que jamás se compararía con la afectiva que los unía.