Episodio dos

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"Querido diario:

Quisiera comprobar que todo es diferente de lo que es, que podría ser tal y como imaginaba en un principio. Quisiera pensar que seguir aquí es lo mejor que podría hacer, pero solo quiero huir. Escapar de esta ciudad y perderme entre las transitadas calles de algún lugar que mereciese más la pena, más que este nido de ratas. Más que este fétido olor a mentira, a falsedad.

Quisiera escapar sin importarme el camino a recorrer, tan solo poder huir sin mirar atrás.

Pero sigo preso, esclavo del tiempo. Sigo mi propia monotonía, casi sin buscar realmente cambiarla por el simple miedo. Temor a lo desconocido, a ser juzgado por algo, alguien, que ya no soy.

Simplemente...."

Suspiré, dejando aquel bolígrafo sobre la mesa del escritorio, con aquel repiqueteo del plástico celeste contra la madera blanca del mueble. Fue un movimiento lento, pero no cansado, tan solo despacio, quizás demasiado o quizás dentro de lo normal. No lo sabía, pero tampoco me paraba demasiado a pensarlo.

¿Qué era lo que iba a escribir realmente? ¿Qué mi vida era una mierda? Eso, aquella libreta de tapa dura y azul, ya lo sabía de sobra. Supuse que repetir lo mismo una y otra vez no era la mejor solución, por lo que me incorporé para dejarme caer sobre la colcha morada de la cama, dando un ligero respingo gracias al colchón.

Suspiré otra vez, cubriendo el rostro con el antebrazo, dejando que el cercano sonido del reloj resonase como única melodía mezclada con la pesadez de mi propia respiración. "Tick-tack", sucesivamente.

Pero los segundos se alargaban tanto como minutos, y los minutos tanto como horas, casi insostenible, pues el sonido de aquellas agujas parecía taladrar mi mente con fuerza. Y una insistencia que podía escapar de lo normal.

Así que terminé incorporándome, cogiendo un gorro negro de lana para colocarlo con cierta rudeza sobre la cabeza, con ese flequillo que cubría casi hasta el comienzo del ojo, ondulado y castaño, sobresaliendo. Mi chaqueta vaquera, de mangas grises de algodón y comprobando que todavía tenía las botas militares puestas. Botas que resonaron al bajar aquellas escaleras de azulejo marrón a paso rápido. Sentía aquella imperiosa necesidad de sentir el aire golpeando mi rostro, de sentir como la noche se fundía con mi piel acaramelada. La necesidad de respirar, por fin.

Por eso, dejando atrás la voz de mi madre, con aquel "¿Vas a salir?", me dispuse a ello colocando los cascos en los oídos, sin dar explicaciones. Sin responder a nada, pues no había necesidad. Hacía tiempo que el contacto con su propia familia era mínimo, sobre todo con los que vivían bajo el mismo techo que él.

Así que recorrer las calles en plena noche cerrada era, sin lugar a duda, mi mejor opción. Descendiendo por la calle que llevaba, directamente, al parque, un parque de columpios vacíos, de arena húmeda y fuentes metalizadas de laca negra gastada. Un parque que nadie visitaba en aquella épica del año, sin risas, sin palabras. Triste y solitario, como yo.

Pensé en dejarlo atrás, caminar hasta el paseo al cruzar la calle. Conseguir que aquellas piedras crujiesen bajo los pies, y que el murmuro del río que lo cruzaba de forma vertical se mezclase con las canciones que resonaban en mis oídos, atormentándome.

El golpeteo del piano, o las fuertes caricias del violín. Ambos inundaban mi alma con un desasosiego que no era capaz de descifrar. Creaban una mirada vidriosa, nublada entre cristales mojados que descendían por las mejillas. Pero, cuando quise darme cuenta, me sorprendí sentado en uno de aquellos columpios rojos, balanceándome con una sonrisa macabra pintada en el perfil de esos labios rosados y gruesos.

Crecía en mi la necesidad de regresar a tiempos sencillos, tiempos que huían despavoridos del presente. Tiempos que cantaban una dulce nana entre la penumbra de una vida. Tiempos.

Con la mirada fija, completamente perdido, en el movimiento de aquellas botas embadurnadas de polvo, comencé, sin saberlo siquiera, a reír con dulzura.

—Y caía una gota tras otra en la lluvia de mi rostro. —susurré.

Y cada gota de lágrimas se tornaba un borrón sobre la piel sintética de aquel calzado, creando un sendero manchado que terminaba en el comienzo de la suela. Quise alzar la mirada, pero temía encontrarme con el mundo, ver aquello que conocía demasiado bien. Darme de bruces con la monotonía monocromática, con las calles grises, carentes de un color real, aunque el columpio fuese rojo.

Sin embargo, escuché como la arena crujía, y no por mis torpes pasos. No porque estuviera huyendo realmente, no porque el miedo volviese a apoderarse de cada ápice de ese tembloroso y delgado cuerpo. Así que, curioso, alcé, al fin, aquellos ojos suplicantes y dorados, con la brisa siendo compañera de ese hecho. Y, ante mil, un joven de cabello castaño, alto y delgado, de facciones suaves y origen asiático, con los ojos cubiertos por unas gafas cuadradas de pasta, creía que oscuras. Observándome a una distancia que no era poca, ni demasiada. Pero, en su rostro, no había demasiada expresión, era como una normalidad que no conseguía ser seria, pero tampoco una sonrisa. ¿Tranquilidad?

La brisa dio paso al viento, uno que jugueteó con el cabello del contrario, aquel desconocido que sostenía un bloc y un lápiz cual tesoro. Cual reflejo de una vida.

—Voy a dibujarte —y yo, lo escuché como una sentencia que sorprendió todo lo que creía posible.

—¿Qué? —la voz del contrario había resultado suave, relajada. Incluso lenta. Por ello, esa pregunta, casi parecía un refulgir de sentimientos, aunque era normal y sencilla. De tono confuso, y apurado.

—Que voy a dibujarte. —dio otro paso tras aquella nueva, pero repetida, sentencia. —¿Puedo?

Duda. De nuevo, me encontraba con ese muro que tantos problemas me había causado en mi vida.

Ahí estaba, con los ojos hinchados y enrojecidos por las lágrimas, sentado en un columpio para niños mientras los balanceos solo dejaban a la vista lo patético que podía llegar a ser. Y la oportunidad de hablar con alguien, de conversar con una persona ajena al entorno familiar. Alguien con quien empezar de cero y ser, como siempre había sido, Hyuk. Pero, el temor, comenzó a crecer en proporciones titánicas. Temor por enfrentarme a la realidad, por tener a alguien que realmente me pudiera llegar a conocer.

—¿Por qué? —fue casi instintivo, una pregunta frecuente y típica de alguien como yo, dejando que se estampase contra el ajeno sin nombre.

—Me gusta dibujar.

Tan simple, tan directo. Tan fácil que tuve que bajar la cabeza, fijando la mirada, nuevamente, sobre el calzado, contemplando ese casi imperceptible vaivén al que los sometía como castigo, o necesidad de hacer algo. Nervioso, casi agitado, con los latidos del corazón resonando más altos que el silencio de la noche, o el ruido típico del centro de la ciudad a escasos minutos a pie.

—Dibuja el tobogán. —¿por qué siempre tenía que terminar siendo tan cortante? Borde e irritable. No sabía que quería conseguir.

—Pero yo quiero dibujarte a ti, ¿puedo? —volvió a acortar distancia, otro paso que resonó como la queja incesante de la arena húmeda del parque.

Cuando me incorporé con fuerza, de sopetón, aquel columpió se meció de forma violenta, casi atacándome si no fuera porque había conseguido alejarme a tiempo. Con la mirada baja, como siempre, inseguro, temeroso, apreté los puños a cada lado de la cadera, pegándolos bien al cuerpo antes de gritar.

—¡No!

Si aquel fuera otro barrio, probablemente la gente hubiera salido a mirar por la ventana lo que estaba ocurriendo, el motivo de aquel grito o si habría problemas. Pero no era cualquier otro barrio.

Así que nadie se hubiera sorprendido de ver cómo, tras dejar clara la negativa a grito en el aire, comenzaba a correr sin mirar hacia ninguna parte, regresando a casa sin mayor explicación, comportándome como un necio absurdo. Un joven sin lógica y triste. Un ser que regalaba vergüenza ahí por donde dejara sus pasos.

Pero, ¿por qué alguien querría dibujar a un monstruo?


MONSTERWhere stories live. Discover now