Capítulo 1

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Había adquirido mentalidad de asesino hasta el punto en el que le daba igual el objetivo al que se enfrentara. Por el bien de su misión, por la venganza de su familia, sortearía cada pequeño obstáculo para completar la tarea que prematuramente heredó de su padre. Ladrones, guardias, reyes, papas... suponían detalles insignificantes. Sin embargo, si podía evitar un enfrentamiento directo con un Bruto, desde luego iba a hacerlo. La mayoría de sus enemigos, en mayor o menor medida, portaban una armadura con ellos. Pero los Brutos solían ser grandes luchadores, diestros con la espada, y su defecto en velocidad era compensado con una gruesa capa de armadura dorada o plateada, de cabeza a los pies.

Sin entrenamiento previo, le había resultado extremadamente problemático encontrar un punto débil entre tanto blindaje, eso sin contar con la cota de malla que poseían bajo el metal. Tan solo en las coyunturas y las flexuras podía tener una oportunidad de deslizar la hoja oculta, y salir medianamente ileso de esos encuentros, porque defenderse tampoco suponía una salida a la que pudiera recurrir: la tremenda fuerza de los acorazados guardias rompía cualquier postura defensiva, e incluso llegó a trastabillar en varias ocasiones cuando, iluso de él, pensó que podía servir. Tan solo podía intentar evadir los ilustrados mandoblazos y esperar por alguna ocasión en la que pudiera arremeter con todo lo que tenía. En su defecto, prefería el asesinato silencioso, que le proveía del anonimato deseado y podía tomarse unos segundos para meditar y buscar el lugar idóneo por el que colar la hoja oculta.

Aquel día, por razones del destino, quizá porque iba más despistado o, simplemente, porque lo caprichoso del azar así lo quiso, lo que iba a ser un asesinato silencioso de uno de los susodichos no acabó como esperaba.

Los brutos nunca habían sido de su agrado. Era como enfrentarse a una mole de latón que no había lugar por donde colar la hoja oculta. Sin embargo, pillarlos por detrás había supuesto un enfoque bastante acertado, especialmente porque le ofrecía un par de segundos antes de que se percatasen para localizar un lugar vulnerable al filo. Su idea, cuando se encontró con la necesidad de asesinar a dos de ellos que flanqueaban una puerta, era esa. Con el sigilo de un gato, se lanzó de un tejado hasta caer un par de metros por debajo de donde se encontraban, queriendo ascender después por las balaustradas y alféizares que quedaban justo debajo de ambos. Primero el de la derecha porque, a la caída, le había quedado más a mano. Ascendió con la delicadeza felina hasta que localizó un punto entre la pechera de acero y el fajín que tenía por debajo y trató de deslizar por allí el siseo de su propia arma. Trató. Dio un respingo al comprobar cómo el otro al que tenía que asesinar daba la alarma y, con el movimiento de quien era su principal objetivo, escuchó el chasquido de la hoja.

Quizá sería muy exagerado comentar que parecía que se le rompía un hueso, pero así fue. El arma quedó entre los pliegues de la cota de malla y la gruesa armadura, y la inercia del reflejo de retirar la mano hizo el resto. Escondió la mitad que había quedado ilesa y optó por usar la espada, un mandoble no muy largo que su tío Mario le había dicho que era un recuerdo del propio Altaïr, aunque estaba en demasiado buen estado como para tratarse de un arma de hacía casi tres siglos. El combate duró más de lo que se esperaba, y no le quedó más remedio que esconderse entre la paja de los carros que por Florencia había, esperando a que se calmaran los ánimos de la mayoría de sus perseguidores, los mismos que hacía más de medio kilómetro que había dejado atrás, pero nunca estaba de más prevenir.

No suspiró hasta que tan solo escuchó el barullo continuo de la muchedumbre transitando las calles. Con los ojos cerrados, exhaló un resoplido de fastidio. Su arma más letal, aquella que le convertía en Asesino, había quedado hecha añicos. Ni siquiera se había detenido a recoger la otra mitad para fundirla con la que parecía una parte suya. Tampoco se había acordado de ella hasta que el corazón volvió a latir a su ritmo habitual. Tan solo había un hombre en toda Florencia en quien confiara lo suficiente como para arreglar el arma.

Thread of Fate ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora