La primera máscara

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Akira saco su obsequio de lo alto de una repisa. El objeto estaba envuelto en papel azul, con un listón blanco.

—¡Cierra los ojos!—le dijo a su pequeño hermano, mientras depositaba sobre sus manos extendidas el regalo de cumpleaños—. ¡Ya puedes abrirlos, Kento!

El niño de piel oscura abrió los ojos y rasgo el delicado papel azul con impaciencia. Akira permaneció expectante, esperando ver la reacción de su joven rostro al ver su regalo.

—Un libro—exclamó Kento, cuando ya no quedaba ni rastro del papel. La sorpresa se desvaneció de su rostro infantil y miró a su hermana con una mueca de profunda decepción y molestia—. ¡Akiraaaa! ¡Te dije que yo quería una espada, no un libro!

El padre de ambos, un fortachón marinero de nombre Johor, soltó una carcajada ante la reacción del niño. Akira se llevó las manos a la cintura, ofendida.

—¿No te ha gustado? ¡Pero si a tu edad a mi me encantaba leer!—se había esforzado mucho para conseguir aquel ejemplar de vida marina; si hasta estaba en pasta dura—. Es un libro hermoso y muy informativo, mejor que una espada—le dio un golpecito a la portada, con una sonrisa—. Una espada solo sirve para crear violencia, pero un libro sirve para crear conciencia.

—¡Pero yo quería una espada!—rezongo  Kento, mirando el libro con miseria—. Con una espada, podría ir a la guerra y acabar con todos esos Maestros Fuego idiotas.

Akira sintió que se acongojaba. La guerra contra la Nación del Fuego llevaba casi siete años y en ese corto tiempo, ya había cobrado la vida de cientos de personas inocentes. Cualquier mención de ella, era casi una pena de muerte. Tenían prohibido mencionarla.

—Nada de guerras en esta casa—intervino su madre, con tono de enfado—. Kento, no eres más que un niño bobo de siete años que no comprenden nada de este mundo, así que siéntate, olvida la guerra y agradece el regalo de tu hermana.

—¡Hoy cumplí ocho años!—chilló el infante, con los puños apretados—. No soy un niño.

—No—Johor le revolvió el cabello oscuro, con una sonrisa divertida—, eres ya todo un hombre.

Sus padres soltaron una carcajada y Akira contuvo una risita. Después de levantar la mesa y ayudar a su madre con la limpieza, llevó a su hermano a la cama, cargándolo en brazos.

—¿Akira?—la llamo Kento, cuando lo metió a la cama.

—¿Si?—dudo la chica.

—¿Tú tienes hermanos?—preguntó el niño de ocho años—. ¿Hermanos reales?

Akira sintió una punzada dolorosa en el pecho ante la pregunta de Kento. Sabía que por mucho que lo quisiera, él nunca sería de su sangre, que Johor nunca sería su padre y Mikira nunca sería su madre. Había intentado creer que esa era su familia de verdad, pero no era más que una mentira.

Toda su familia había muerto hace mucho, cuando la guerra había comenzado.

Yo también debería estar muerta, pero sigo aquí, aferrada a una esperanza que no existe.

Ella se había negado a recordar esa parte de su pasado. Aquel hermano perdido había sido de otra persona, de una niñita que había muerto en el Templo Aire del Este. Akira ya no era ella y no podía serlo de nuevo. Pero aún así, él era una parte de esa vida que nunca podría olvidar.

Tenía un hermano—reconoció, con una sonrisa triste—. Era un niño encantador; mi mellizo, pero solo pude verlo un par de veces—bajó la vista, mientras el dolor le recorría el pecho como veneno—. Se nombre era Aang.

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