Candente

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Dios, era tan candente. Tan irascible a cada momento; era como si el murmullo de una hoja al volar le pusiera los pelos en punta, enojado con todo el mundo, consigo mismo. Con alguien en especial. Temerario; no le importaba dañar a los otros. Seguro no le importaría dañarlo a él... bueno, tampoco es como si le importase. Su mirada de infierno, de esos fuegos que encienden otros fuegos. Todo esto era lo que provocaba el joven Bakugou en Midoriya.

En sus noches de desvelo -que, por cierto, eran muchas-, se dejaba llevar por sus más inasequibles pensamientos. Dormitaba entre los brazos, tan imaginarios como musculosos, de su antiguo amigo; pensando en cuán voraz sería el calor de su cuerpo, en qué posición dormiría, sobre si tenía o no pesadillas, o sueños húmedos. La imaginación del melena verde era infinita, intentaba recordar cómo eran sus manos, las que aún juntaban cuando eran pequeños; pensaba en las marcas que le dejaría en el cuello, siguiendo hacia el sabor de sus labios, delgados, largos. Se imaginaba el choque de dientes, de lenguas, la saliva de por medio, la presión contra la cama, el cuerpo tan ah candente que lo envolvía cuando menos se lo esperaba, aprisionándolo con todas sus fuerzas y rozando tan bruscamente su-

–¡OYE, DEKU!

. . .

Oh no.

Oh Dios, no.

Oh, no lo mencioné, ¿verdad?

No, ¡No lo hiciste!

Bakugou se había quedado a dormir, en la casa del contrario, la noche anterior. Las causas aún son bastante... embarazosas, y fortuitas. ¿Quieres que lo diga, joven Midoriya?

La verdad, agradecería que no lo hicieras...

Que bueno que soy el narrador y puedo hacer lo que quiera. La terrible escena ocurrió luego de salir de clases, alejados ya bastante de la UA. Transcurrió entre los personajes principales: un acucioso Midoriya, más un airado Bakugou. Lo desencadenó el yerro del primero: fiarse de sus sentidos.

Llovía, acompañado con sólo un poco de vendaval. El más bajo tenía un paraguas. Aún no llegaban a la zona donde sus caminos se separaban, así que Midoriya se encontraba un poco más atrás, a sus espaldas, silencioso. Era un hecho el que lo había pasado muy mal por las hostilidades de Kacchan, discrepándolo, desairándolo. Y le dolía. Le dolía terriblemente el hecho de haber perdido a su amigo. Amigo. Cuando creció, se dio cuenta de que ya no lo sentía como un amigo. Se dio cuenta de que los amigos no se ven de esa manera, no te puedes imaginar a un amigo, ah, ¿cómo era? Amarrado a una cama, con bozal y condones de sab- Ok, ok, ok. No lo volveré a preguntar. El punto es que, luego de concatenar todos los hechos, sueños y demás, se percató de sus sentimientos.

Bueno, bueno, pero entonces, ¿cuál es el meollo de asunto? Pues, ya dije que fue el error de Midoriya. ¿Cómo? Fácil, demasiado fácil, llega a ser hasta cliché, pero, por favor, es Japón, el país del oh perdón Kacchan me caí con una piedrita tan ínfima como mi dignidad al hablarte y te he botado y por eso vas a ir a mi casa a foll-

¡¡Yo no dije eso!!

–Wuh, wuuuuh, wah, wah, ¡C-Cuidado, Kacchan! –. Exclamó cuando se tropezó con la piedra en su camino. Tuvo la gran idea de compartir el paraguas con su agresor, porque, claro, ¿a quién no le gusta un bravucón? ¿A quién no le gusta dejarse caer por otro, mientras qué irónico vas cayendo, asimismo, hacia la espalda del ser más cáustico en kilómetros a la redonda? En verdad pensó que la situación iría bien. Que lo peor que podía pasar era que el rubio lo rechazara y lo mandara a volar con gritos.

No pensó en que, con su torpeza, lo tiraría directo hacia el lodo.

. . .

–¿K... Kacchan? –preguntó al que, por 10 segundos, seguía inmóvil en el barro–. ¿Estás... estás bien?

SuciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora